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– Buena suerte.

– Y además creo en usted.

No apartó los ojos cuando la miré.

– Porque no me conoces.

– Eso es lo que usted se cree. No es tan misterioso como se piensa.

– No pretendo ser misterioso.

– Era un sustituto amable de antipático. Yo también me sé algún truco de retórica.

– Eso no es retórica. Es ironía. Son cosas diferentes.

– ¿Siempre tiene usted que ganar las discusiones?

– Cuando me lo ponen tan fácil, sí.

– Y ese hombre, su patrón…

– ¿Corelli?

– Corelli. ¿Se lo pone él fácil?

– No. Corelli sabe todavía más trucos de retórica que yo.

– Eso me parecía. ¿Se fía usted de él?

– ¿Por qué me preguntas eso?

– No sé. ¿Se fía de él?

– ¿Por qué no iba a fiarme de él?

Isabella se encogió de hombros.

– ¿Qué es concretamente lo que le ha encargado? ¿No me lo va a decir?

– Ya te lo dije. Quiere que escriba un libro para su editorial.

– ¿Una novela?

– No exactamente. Más bien una fábula. Una leyenda.

– ¿Un libro para niños?

– Algo así.

– ¿Y va usted a hacerlo?

– Paga muy bien.

Isabella frunció el entrecejo.

– ¿Es por eso por lo que escribe usted? ¿Porque le pagan bien?

– A veces.

– ¿Y esta vez?

– Esta vez voy a escribir ese libro porque tengo que hacerlo.

– ¿Está usted en deuda con él?

– Podría decirse así, supongo.

Isabella sopesó el asunto. Me pareció que iba a decir algo, pero se lo pensó dos veces y se mordió los labios. A cambio me ofreció una sonrisa inocente y una de sus miradas angelicales con las que era capaz cambiar de tema en un simple batir de pestañas.

– A mí también me gustaría que me pagasen por escribir -ofreció.

– A todo el que escribe le gustaría, pero eso no significa que nadie vaya a hacerlo. -¿Y cómo se consigue?

– Se empieza bajando a la galería, cogiendo el papeí…

– …hincando los codos y exprimiendo el cerebro hasta que duele. Ya.

Me miró a los ojos, dudando. Hacía ya semana y media que la tenía en casa y no había hecho amago de enviarla de regreso a la suya. Supuse que se preguntaba cuándo iba a hacerlo o por qué no lo había hecho todavía. Yo también me lo preguntaba y no encontraba la respuesta.

– Me gusta ser su ayudante, aunque sea usted de la manera que es -dijo finalmente.

La muchacha me miraba como si su vida dependiese de una palabra amable. Sucumbí a la tentación. Las buenas palabras son bondades vanas que no exigen sacrificio alguno y se agradecen más que las bondades de hecho.

– A mí también me gusta que seas mi ayudante, Isabella, aunque sea como soy. Y me gustará más cuando ya no haga falta que seas mi ayudante y no tengas nada que aprender de mí.

– ¿Cree usted que tengo posibilidades?

– No tengo ninguna duda. En diez años tú serás la maestra y yo el aprendiz -dije, repitiendo aquellas palabras que aún me sabían a traición.

– Mentiroso -dijo besándome dulcemente en la mejilla para, a continuación, salir corriendo escaleras abajo.

Por la tarde dejé a Isabella instalada en el escritorio que habíamos dispuesto para ella en la galería, enfrentada a las páginas en blanco, y me acerqué hasta la librería de don Gustavo Barceló en la calle Fernando con la intención de hacerme con una buena y legible edición de la Biblia. Todos los juegos de nuevos y viejos testamentos de que disponía en casa estaban impresos en tipografía microscópica sobre papel cebolla semitransparente y su lectura, más que a un fervor e inspiración divina, inducía a la migraña. Barceló, que entre otras muchas cosas era un persistente coleccionista de libros sagrados y textos apócrifos cristianos, disponía de un reservado en la parte de atrás de la librería repleto de un formidable surtido de evangelios, memorias de santos y beatos y toda suerte de textos religiosos.

Al verme entrar en la librería, uno de los dependientes corrió a avisar a su jefe a la oficina de la trastienda. Barceló emergió de su despacho, eufórico.

– Alabados sean los ojos. Ya me había dicho Sempere que había usted renacido, pero esto es de antología. A su lado, Valentino parece recién llegado de la huerta. ¿Dónde se había metido usted, granuja?

– Aquí y allá -dije.

– En todas partes menos en el convite de boda de Vidal. Se le echó a usted en falta, amigo mío.

– Permítame dudarlo.

El librero asintió, dando a entender que se hacía cargo de mi deseo de no entrar en aquel tema.

– ¿Me aceptará una taza de té?

– Hasta dos. Y una Biblia. A ser posible, manejable.

– Eso no va a ser problema-dijo el librero-. ¿Dalmau?

Uno de sus dependientes acudió solícito a la llamada.

– Dalmau, aquí el amigo Martín precisa de una edición de la Biblia de carácter no decorativo sino legible. Estoy pensando en Torres Amat, 1825. ¿Cómo lo ve?

Una de las particularidades de la librería de Barceló era que allí se hablaba de los libros como de vinos exquisitos, catalogando buqué, aroma, consistencia y año de cosecha.

– Excelente elección, señor Barceló, aunque yo me inclinaría por la versión actualizada y revisada.

– ¿Mil ochocientos sesenta?

– Mil ochocientos noventa y tres.

– Por supuesto. Adjudicado. Envuélvasela al amigo Martín y apúntela a cuenta de la casa.

– De ninguna manera -objeté.

– El día que le cobre yo a un descreído como usted por la palabra de Dios será el día que me fulmine un rayo destructor, y con razón.

Dalmau partió raudo en busca de mi Biblia, y yo seguí a Barceló hasta su despacho, donde el librero sirvió dos tazas de té y me brindó un puro de su humidificador. Lo acepté y lo prendí con la llama de una vela que me tendía Barceló.

– ¿Macanudo?

– Veo que está usted educando el paladar. Un hornbre ha de tener vicios, a ser posible de categoría, o cuando llega a la vejez no tiene de qué redimirse. De hecho, le voy a acompañar, qué diantre.

Una nube de exquisito humo de puro nos cubrió como marea alta.

– Estuve hace unos meses en París y tuve la oportunidad de hacer algunas averiguaciones sobre el tema que le mencionó usted al amigo Sempere tiempo atrás -explicó Barceló.

– Éditions de la Lumiére.

– Efectivamente. Me hubiera gustado poder rascar algo más, pero lamentablemente desde que la editorial cerró no parece que nadie haya adquirido el catálogo, y me fue difícil arañar gran cosa.

– ¿Dice que cerró? ¿Cuándo?

– Mil novecientos catorce, si no me falla la memoria.

– Tiene que haber un error.

– No si hablamos de Éditions de la Lumiére, en el boulevard St.-Germain.

– Esa misma.

– Mire, de hecho lo apunté todo para no olvidarme cuando nos viésemos.

Barceló buscó en el cajón de su escritorio y extrajo un pequeño cuaderno de notas.

– Aquí lo tengo: “Éditions de la Lumiére, editorial de textos religiosos con oficinas en Roma, París, Londres y Berlín. Fundador y editor, Andreas Corelli. Fecha de apertura de la primera oficina en París, 1881.”

– Imposible -murmuré.

Barceló se encogió de hombros.

– Bueno, puedo haberme equivocado, pero…

– ¿Tuvo oportunidad de visitar las oficinas?

– De hecho lo intenté, porque mi hotel estaba frente al Panteón, muy cerca de allí, y las antiguas oficinas de la editorial quedaban en la acera sur del boulevard, entre la rué St-Jacques y el boulevard St.-Michel.

– ¿Y?

– El edificio estaba vacío y tapiado, y parecía que hubiera habido un incendio o algo parecido. Lo único que quedaba intacto era el llamador de la puerta, una pieza realmente exquisita en forma de ángel. Bronce, diría yo. Me la hubiera llevado de no ser porque un gendarme me miraba de reojo y no tuve el valor de provocar un incidente diplomático, no fuera que Francia decidiera invadirnos otra vez.

– A la vista del panorama, a lo mejor nos hacían un favor.

– Ahora que lo dice… Pero volviendo al asunto, al ver el estado de todo aquello me acerqué a preguntar en el café contiguo y me dijeron que el edificio llevaba así más de veinte años.

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