Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Todos abandonamos grandes esperanzas por el camino.

– ¿Qué quería ser usted de niño, señor Corelli?

– Dios.

Su sonrisa de chacal borró la mía de un plumazo.

– Martín, las fábulas son posiblemente uno de los mecanismos literarios más interesantes que se han inventado. ¿Sabe lo que nos enseñan?

– ¿Lecciones morales?

– No. Nos enseñan que los seres humanos aprenden y absorben ideas y conceptos a través de narraciones, de historias, no de lecciones magistrales o de discursos teóricos. Eso mismo nos enseña cualquiera de los grandes textos religiosos. Todos ellos son relatos con personajes que deben enfrentarse a la vida y superar obstáculos, figuras que se embarcan en un viaje de enriquecimiento espiritual a través de peripecias y revelaciones. Todos los libros sagrados son, ante todo, grandes historias cuyas tramas abordan los aspectos básicos de la naturaleza humana y los sitúan en un contexto moral y un marco de dogmas sobrenaturales determinados. He preferido que pasase usted una semana miserable leyendo tesis, discursos, opiniones y comentarios para que se diese cuenta por sí mismo de que no hay nada que aprender de ellos porque de hecho no son más que ejercicios de buena o mala voluntad, normalmente fallidos, para intentar aprender a su vez. Se acabaron las conversaciones de cátedra. A partir de hoy quiero que empiece a leer los cuentos de los hermanos Grimm, las tragedias de Esquilo, el Ramayana o las leyendas celtas. Usted mismo. Quiero que analice cómo funcionan esos textos, que destile su esencia y por qué provocan una reacción emocional. Quiero que aprenda la gramática, no la moraleja. Y quiero que dentro de dos o tres semanas me traiga ya usted algo propio, el principio de una historia. Quiero que me haga usted creer.

– Pensaba que éramos profesionales y no podíamos cometer el pecado de creer en nada.

Corelli sonrió, enseñando los dientes.

– Sólo se puede convertir a un pecador, nunca a un santo.

Los días pasaban entre lecturas y tropiezos. Acostumbrado a años de vivir en solitario y a ese estado de metódica e infravalorada anarquía propia del varón soltero, la presencia continuada de una mujer en la casa, aunque fuese una adolescente díscola y de carácter volátil, empezaba a dinamitar mis hábitos y costumbres de una manera sutil pero sistemática. Yo creía en el desorden categorizado; Isabella no. Yo creía que los objetos encuentran su propio lugar en el caos de una vivienda; Isabella no. Yo creía en la soledad y el silencio; Isabella no. En apenas un par de días descubrí que era incapaz de encontrar nada en mi propia casa. Si buscaba un abrecartas o un vaso o un par de zapatos debía preguntarle a Isabella dónde había tenido a bien inspirarla la providencia a esconderlos.

– No escondo nada. Pongo las cosas en su sitio, que es diferente.

No pasaba un día en que no sintiese el impulso de estrangularla media docena de veces. Cuando me refugiaba en el estudio en busca de paz y sosiego para pensar, Isabella aparecía a los pocos minutos para subirme una taza de té o unas pastas, sonriente. Empezaba a dar vueltas por el estudio, se asomaba a la ventana, empezaba a ordenarme lo que tenía en el escritorio y luego me preguntaba qué estaba haciendo allí arriba, tan callado y misterioso. Descubrí que las muchachas de diecisiete años poseen una capacidad verbal de tal magnitud que su cerebro las impulsa a ejercitarla cada veinte segundos. Al tercer día decidí que necesitaba encontrarle un novio, a ser posible sordo.

– Isabella, ¿cómo es posible que una muchacha tan agraciada como tú no tenga pretendientes?

– ¿Quién dice que no los tengo?

– ¿No hay ningún chico que te guste?

– Los chicos de mi edad son aburridos. No tienen nada que decir y la mitad parecen tontos de remate.

Iba a decirle que con la edad no mejoraban, pero no quise agriarle el dulce.

– ¿Entonces de qué edad te gustan?

– Mayores. Como usted.

– ¿Te parezco yo mayor?

– Bueno, ya no es usted un pipiólo precisamente.

Preferí creer que me estaba tomando el pelo antes que encajar aquel golpe bajo en plena vanidad. Decidí salir al paso con unas gotas de sarcasmo.

– Las buenas noticias son que a las jovencitas les gustan los hombres mayores, y las malas, que a los hombres mayores, y especialmente a los decrépitos y babosos, les gustan lasjovencitas.

– Ya lo sé. No se crea que me chupo el dedo.

Isabella me observó, maquinando algo, y sonrió con malicia. Ahí viene, pensé.

– ¿Y a usted también le gustan lasjovencitas?

Tenía la respuesta en los labios antes de que me formuíase la pregunta. Adopté un tono de magisterio y ecuanimidad, como de catedrático de geografía.

– Me gustaban cuando tenía tu edad. Generalmente me gustan las chicas de la mía.

– A su edad ya no son chicas, son señoritas o, si me apura, señoras.

– Fin del debate. ¿No tienes nada que hacer abajo?

– No.

– Entonces ponte a escribir. No te tengo aquí para que laves los platos y me escondas las cosas. Te tengo aquí porque me dijiste que querías aprender a escribir y yo soy el único idiota que conoces que puede ayudarte a hacerlo.

– No hace falta que se enfade. Es que me falta inspiración.

– La inspiración acude cuando se pegan los codos a la mesa, el culo a la silla y se empieza a sudar. Elige un tema, una idea, y exprímete el cerebro hasta que te duela. Eso se llama inspiración.

– Tema ya tengo.

– Aleluya.

– Voy a escribir sobre usted.

Un largo silencio de miradas encontradas, de oponentes que se miran a través del tablero.

– ¿Por qué?

– Porque me parece usted interesante. Y raro.

– Y mayor.

– Y susceptible. Casi como un chico de mi edad.

A mi pesar estaba empezando a acostumbrarme a la compañía de Isabella, a sus puyas y a la luz que había traído a aquella casa. De seguir así las cosas se iban a cumplir mis peores temores e íbamos a acabar por hacernos amigos.

– ¿Y usted, tiene ya tema con todos esos libracos que está consultando?

Decidí que cuanto menos le contase a Isabella acerca de mi encargo, mejor.

– Todavía estoy en fase de documentación.

– ¿Documentación? ¿Y eso cómo funciona?

– Básicamente se lee uno miles de páginas para aprender lo necesario y llegar a lo esencial de un tema, a su verdad emocional, y luego lo desaprende uno todo para empezar de cero.

Isabella suspiró.

– ¿Qué es verdad emocional?

– Es la sinceridad dentro de la ficción.

– ¿Entonces hay que ser honesto y buena persona para escribir ficción?

– No. Hay que tener oficio. La verdad emocional no es una cualidad moral, es una técnica.

– Habla usted como un científico -protestó Isabella.

– La literatura, al menos la buena, es una ciencia con sangre de arte. Como la arquitectura o la música.

– Yo pensaba que era algo que brotaba del artista, así, de pronto.

– Lo único que brota así de pronto es el vello y las verrugas.

Isabella consideró aquellas revelaciones con escaso entusiasmo.

– Todo esto lo dice usted para desanimarme y para que me vaya a casa.

– No caerá esa breva.

– Es usted el peor maestro del mundo.

– Al maestro lo hace el alumno, no a la inversa.

– No se puede discutir con usted porque se sabe todos los trucos de la retórica. No es justo.

– Nada es justo. A lo máximo que se puede aspirar es a que sea lógico. La justicia es una rara enfermedad en un mundo por lo demás sano como un roble.

– Amén. ¿Es eso lo que pasa cuando uno se hace mayor? ¿Que deja de creer en las cosas, como usted?

– No. A medida que envejece, la mayoría de la gente sigue creyendo en bobadas, generalmente cada vez mayores. Yo voy contracorriente porque me gusta tocar las narices.

– No lo jure. Pues cuando yo sea mayor seguiré creyendo en las cosas -amenazó Isabella.

49
{"b":"100566","o":1}