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– Estaba en el estudio y le he visto venir -dijo.

Intenté sonreírle, pero no debí de resultar muy convincente porque tan pronto Isabella me miró a los ojos adoptó un semblante de preocupación.

– ¿Está bien?

– No es nada. Creo que he cogido un poco de frío.

– Tengo un caldo al fuego que será como mano de santo. Pase.

Isabella me tomó del brazo y me condujo hasta la galería.

– Isabella, no soy un inválido.

Me soltó y bajó los ojos.

– Perdone.

No tenía ánimos para enfrentarme con nadie, y menos con mi pertinaz ayudante, así que me dejé guiar hasta una de las butacas de la galería y me desplomé como un saco de huesos. Isabella se sentó frente a mí y me miró, alarmada.

– ¿Qué ha pasado?

Le sonreí tranquilizadoramente.

– Nada. No ha pasado nada. ¿No me ibas a dar una taza de caldo?

– Ahora mismo.

Salió disparada hacia la cocina y pude oír desde allí cómo trajinaba. Respiré hondo y cerré los ojos hasta que escuché los pasos de Isabella aproximándose.

Me tendió un tazón humeante de dimensiones exageradas.

– Parece un orinal -dije.

– Bébaselo y no diga ordinarieces.

Olfateé el caldo. Olía bien, pero no quise dar excesivas muestras de docilidad.

– Huele raro -dije-. ¿Qué lleva?

– Huele a pollo porque lleva pollo, sal y un chorrito de jerez. Bébaselo.

Bebí un sorbo y le devolví el tazón. Isabella negó.

– Entero.

Suspiré y bebí otro sorbo. Estaba bueno, a mi pesar.

– ¿Qué tal el día, entonces? -preguntó Isabella.

– Ha tenido sus momentos. ¿Y a ti cómo te ha ido?

– Está usted ante la nueva dependienta estrella de Sempere e Hijos.

– Excelente.

– Antes de las cinco había vendido ya dos ejemplares de El retrato de Donan Gray y unas obras completas de Lampedusa a un caballero muy distinguido de Madrid que me ha dado propina. No ponga esa cara, que la propina también la he metido en la caja.

– ¿Y Sempere hijo, qué ha dicho?

– Decir no ha dicho gran cosa. Se ha pasado todo el rato como un pasmarote fingiendo que no me miraba pero sin quitarme ojo de encima. No me puedo ni sentar de lo mucho que me ha llegado a mirar el trasero cada vez que me subía a la escalera para bajar un libro. ¿Contento?

Sonreí y asentí.

– Gracias, Isabella.

Me miró a los ojos fijamente.

– Dígalo otra vez.

– Gracias, Isabella. De todo corazón.

Se sonrojó y desvió la mirada. Permanecimos un rato en un plácido silencio, disfrutando de aquella camaradería que a ratos no precisaba ni de palabras. Apuré todo el caldo, aunque ya no me cabía una gota, y le mostré el tazón vacío. Asintió.

– ¿Ha ido a verla, verdad? A esa mujer, Cristina -dijo Isabella, rehuyendo mis ojos.

– Isabella, la lectora de rostros…

– Dígame la verdad.

– Sólo la he visto de lejos.

Isabella me contempló con cautela, como si se debatiese en decirme o no decirme algo que tenía atascado en la conciencia.

– ¿La quiere usted? -preguntó al fin.

Nos miramos en silencio.

– Yo no sé querer a nadie. Ya lo sabes. Soy un egoísta y todo eso. Hablemos de otra cosa.

Isabella asintió, su mirada prendida del sobre que asomaba de mi bolsillo.

– ¿Noticias del patrón?

– La convocatoria del mes. El excelentísimo señor Andreas Corelli se complace en citarme mañana a las siete de la mañana a las puertas del cementerio del Pueblo Nuevo. No podía elegir otro sitio.

– ¿Y piensa usted ir?

– ¿Qué otra cosa puedo hacer?

– Puede usted coger un tren esta misma noche y desaparecer para siempre.

– Eres la segunda persona que me propone eso hoy.

Desaparecer de aquí. -Por algo será. -¿Y quién iba a ser tu guía y mentor en los desastres

de la literatura?

– Yo me voy con usted.

Sonreí y le tomé la mano.

– Contigo, al fin del mundo, Isabella.; *

Isabella retiró la mano de golpe y me miró, ofendittei.

– Se ríe usted de mí.

– Isabella, si algún día se me ocurre reírme de ti/me

pegaré un tiro.

– No diga eso. No me gusta cuando habla así.

– Perdona.

Mi ayudante volvió a su escritorio y se sumió en uno de sus largos silencios. La observé repasar sus páginas del día, haciendo correcciones y tachando párrafos enteros con el juego de plumines que le había regalado.

– Si me mira, no me puedo concentrar.

Me incorporé y rodeé su escritorio.

– Entonces te dejo que sigas trabajando y después de cenar me enseñas lo que tienes.

– No está listo. Tengo que corregirlo todo y reescribirlo y…

– Nunca está listo, Isabella. Vete acostumbrando. Lo leeremos juntos después de cenar. -Mañana. Me rendí.

– Mañana.

Asintió y me dispuse a dejarla a solas con sus palabras. Estaba cerrando la puerta de la galería cuando oí su voz, llamándome.

– ¿David?

Me detuve en silencio al otro lado de la puerta.

– No es verdad. No es verdad que no sepa usted querer a nadie.

Me refugié en mi habitación y cerré la puerta. Me tendí de lado en la cama, encogido sobre mí mismo, y cerré los ojos.

Salí de casa después del amanecer. Nubes oscuras se arrastraban sobre los tejados y robaban el color de las calles. Mientras cruzaba el Parque de la Ciudadela vi las primeras gotas golpear las hojas de los árboles y estallar sobre el camino, levantando volutas de polvo como si fuesen balas. Al otro lado del parque, un bosque de fábricas y torres de gas se multiplicaba hacia el horizonte, la carbonilla de sus chimeneas diluida en aquella lluvia negra que se desplomaba del cielo en lágrimas de alquitrán. Recorrí aquel inhóspito paseo de cipreses que conducía hasta las puertas del cementerio del Este, el mismo camino que tantas veces había hecho con mi padre. El patrón ya estaba allí. Le vi de lejos, esperando imperturbable bajo la lluvia, al pie de uno de los grandes ángeles de piedra que custodiaban la entrada principal al camposanto. Vestía de negro y la única cosa que hacía que no se le pudiese confundir con una de las centenares de estatuas tras las verjas del recinto eran sus ojos. No movió una pestaña hasta que estuve apenas a unos metros y, sin saber qué hacer, le saludé con la mano. Hacía frío y el viento olía a cal y azufre.

– Los visitantes ocasionales creen ingenuamente que siempre hace sol y calor en esta ciudad -dijo el patrón-. Pero yo digo que a Barcelona tarde o temprano se le refleja el alma antigua, turbia y oscura en el cielo.

– Debería usted editar guías turísticas en vez de textos religiosos -sugerí.

– Vienen a ser lo mismo. ¿Qué tal estos días de paz y tranquilidad? ¿Ha progresado el trabajo? ¿Tiene buenas noticias para mí?

Abrí la chaqueta y le tendí un pliego de páginas. Nos adentramos en el recinto del cementerio buscando un lugar resguardado de la lluvia. El patrón eligió un viejo mausoleo que ofrecía una cúpula sostenida por columnas de mármol y rodeada de ángeles de rostro afilado y dedos demasiado largos. Nos sentamos sobre un banco de piedra fría. El patrón me dedicó una de sus sonrisas caninas y me guiñó el ojo, sus pupilas amarillas y brillantes cerrándose en un punto negro en el que podía ver reflejado mi rostro pálido y visiblemente intranquilo.

– Relájese, Martín. Le concede usted demasiada importancia al atrezo.

El patrón empezó a leer con calma las páginas que le había llevado.

– Creo que iré a dar una vuelta mientras usted lee -dije.

Corelli asintió sin levantar la mirada de las páginas.

– No se me escape -murmuró.

Me alejé de allí tan rápido como pude sin que pareciese evidente que lo hacía y me perdí entre las calles y recovecos de la necrópolis. Sorteé obeliscos y sepulcros, adentrándome en el corazón del cementerio. La lápida seguía allí, marcada por una vasija vacía en la que quedaba el esqueleto de flores petrificadas. Vidal había pagado el entierro e incluso había encargado a un escultor de cierta reputación entre el gremio funerario una Piedad que custodiaba la tumba alzando la vista al cielo, las manos sobre el pecho en actitud de súplica. Me arrodillé frente a la lápida y limpié el musgo que había cubierto las letras grabadas a cincel.

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