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Al entrar en casa la encontré sentada a la mesa de la cocina. Había fregado todos los platos de la noche anterior, había hecho café y se había vestido y peinado como si fuese una santa salida de una estampita. Isabella, que no tenía un pelo de tonta, sabía perfectamente de dónde venía y se armó con su mejor mirada de perro abandonado y me sonrió, sumisa. Dejé las bolsas con el love de delicias de don Odón sobre el fregadero y la miré.

– ¿No le ha disparado mi padre con la escopeta?

– Se le había acabado la munición y ha decidido lanzarme todos estos tarros de mermelada y trozos de queso manchego.

Isabella apretó los labios, poniendo cara de circunstancias.

– ¿Así que lo de Isabella es por la abuela?

– La mamma -confirmó-. En su barrio la llamaban la Vesuvia.

– Me lo creo.

– Dicen que me parezco un poco a ella. En lo de la persistencia.

No hacía falta que un juez levantase acta al respecto, pensé.

– Tus padres son buena gente, Isabella. No te cornprenden menos de lo que tú los comprendes a ellos.

La muchacha no dijo nada. Me sirvió una taza de café y esperó el veredicto. Tenía dos opciones: echarla a la calle y matar del soponcio al par de tenderos o hacer de tripas corazón y armarme de paciencia durante un par o tres de días. Supuse que cuarenta y ocho horas de mi encarnación más cínica y cortante bastarían para romper la férrea determinación de una jovencita y enviarla, de rodillas, de regreso a las faldas de su madre implorando perdón y alojamiento a pensión completa.

– Puedes quedarte aquí por el momento…

– ¡Gracias!

– No tan rápido. Puedes quedarte a condición de que, uno, cada día pases un rato por la tienda a saludar a tus padres y decirles que estás bien, y, dos, que me obedezcas y sigas las normas de esta casa.

Aquello sonaba patriarcal pero excesivamente pusilánime. Mantuve el semblante adusto y decidí apretar un poco el tono.

– ¿Cuáles son las normas de esta casa? -inquirió Isabella.

– Básicamente, lo que a mí me salga de las narices.

– Me parece justo.

– Trato hecho, entonces.

Isabella rodeó la mesa y me abrazó con gratitud. Pude sentir el calor y las formas firmes de su cuerpo de diecisiete años contra el mío. La aparté con delicadeza y la situé a un mínimo de un metro.

– La primera norma es que esto no es Mujeratasy que aquí no nos damos ni abrazos ni nos echamos a llorar a la primera de cambio.

– Lo que usted diga.

– Ése será el lema sobre el que construiremos nuestra convivencia: lo que yo diga.

Isabella rió y partió rauda hacia el pasillo.

– ¿Adonde crees que vas?

– A limpiar y ordenar su estudio. ¿No pretenderá dejarlo como está, no?

Necesitaba encontrar un lugar donde pensar y ocultarme del celo doméstico y la obsesión por la pulcritud de mi nueva ayudante, así que me acerqué hasta la biblioteca que ocupaba la nave de arcos góticos del antiguo hospicio medieval de la calle del Carmen. Pasé el resto del día rodeado de tomos que olían a sepulcro papal, leyendo acerca de mitología e historias de las religiones hasta que mis ojos estuvieron a punto de caer sobre la mesa y salir rodando biblioteca abajo. Tras horas de lectura sin tregua, calculé que apenas había arañado una millonésima parte de lo que podía encontrar bajo los arcos de aquel santuario de libros, por no decir todo lo que se había escrito sobre el tema. Decidí que volvería al día siguiente, y al otro, y que dedicaría al menos una semana entera a alimentar la caldera de mi pensamiento con páginas y páginas sobre dioses, milagros y profecías, santos y apariciones, revelaciones y misterios. Cualquier cosa menos pensar en Cristina y don Pedro y en su vida de matrimonio.

Ya que disponía de una ayudante solícita, le di instrucciones para que se hiciese con copias de los catecismos y textos escolares que se empleaban en la ciudad para la enseñanza religiosa y que me redactase resúmenes de cada uno de ellos. Isabella no discutió las órdenes, pero frunció el entrecejo al recibirlas.

– Quiero saber con pelos y señales cómo se les enseña a los niños toda la pesca, desde el arca de Noé al milagro de los panes y los peces -expliqué.

– ¿Yeso por qué?

– Porque yo soy así y tengo un amplio abanico de curiosidades.

– ¿Se está documentando para una nueva versión del Jesusito de mi vida?

– No. Planeo una versión novelada de las aventuras de la monja alférez. Tú limítate a hacer lo que te digo y no me discutas o te envío de regreso a la tienda de tus padres a vender dulce de membrillo a tutiplén.

– Es usted un déspota.

– Me alegra que nos vayamos conociendo.

– ¿Tiene esto que ver con el libro que va a escribir para ese editor, Corelli?

– Podría ser.

– Pues me da en la nariz que ese libro no tiene posibilidades comerciales.

– ¿Y qué sabrás tú?

– Más de lo que usted se cree. Y no tiene por qué ponerse así, porque sólo intento ayudarle. ¿O es que ha decidido dejar de ser un escritor profesional y transformarse en un diletante de café y melindros?

– De momento tengo las manos ocupadas haciendo de niñera.

– Yo no sacaría a relucir el debate de quién es la niñera de quién porque ése lo tengo ganado de antemano.

– ¿Y qué debate se le antoja a vuecencia?

– El arte comercial versuslas estupideces con moraleja.

– Querida Isabella, mi pequeña Vesuvia: en el arte comercial, y todo arte que merezca ese nombre es comercial tarde o temprano, la estupidez está casi siempre en la mirada del observador.

– ¿Me está llamando estúpida?

– Te estoy llamando al orden. Haz lo que te digo. Y punto. Chitón.

Señalé hacia la puerta e Isabella puso los ojos en blanco, murmurando algún improperio que no alcancé a oír mientras se alejaba por el pasillo.

Mientras Isabella recorría colegios y librerías en busca de libros de texto y catecismos varios que extractar, yo acudía a la biblioteca del Carmen a profundizar en mi educación teológica, empeño que acometía con extravagantes dosis de café y estoicismo. Los primeros siete días de aquella extraña creación no alumbraron más que dudas. Una de las pocas certezas que encontré fue que la vasta mayoría de los autores que se habían sentido llamados a escribir sobre lo divino, lo humano y lo sacro debían de haber sido estudiosos doctos y píos en grado sumo, pero como escritores eran una birria. El sufrido lector que debía patinar sobre sus páginas se las veía y se las deseaba para no caer en un estado de coma inducido por el aburrimiento a cada punto y aparte.

Tras sobrevivir a miles de páginas sobre el tema, empezaba a tener la impresión de que los cientos de creencias religiosas catalogadas a lo largo de la historia de la letra impresa resultaban extraordinariamente similares entre sí. Atribuí esta primera impresión a mi ignorancia o a una falta de documentación adecuada, pero no podía alejar de mí la noción de haber estado repasando el argumento de docenas de historias policíacas en las que el asesino resultaba ser el uno o el otro, pero la mecánica de la trama era, en esencia, siempre la misma. Mitos y leyendas, bien sobre divinidades o sobre la formación y la historia de pueblos y razas, empezaron a parecerme imágenes de rompecabezas vagamente diferenciadas y construidas sierupre con las mismas piezas, aunque en diferente orden.

A los dos días me había ya hecho amigo de Eulalia, la bibliotecariajefe, que me seleccionaba textos y tomos de entre el octano de papel a su cargo y de vez en cuando hacía visita^ a mi mesa del rincón para preguntarme si necesitaba;jgo más. Debía de tener mi edad y le rebosaba el ingenio por las orejas, normalmente en forma de puyas afiladas y vagamente venenosas.

– Mucho santoral está usted leyendo, caballero. ¿Ha decidido h^cerse monaguillo ahora, a las puertas de la madurez?

Es solo documentación.

Ah, eso dicen todos.

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