Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Las broinas y ei ingenio de la bibliotecaria ofrecían un bálsamo impagable con que sobrevivir a aquellos textos de factura pétrea y seguir con mi peregrinaje documental. Cuando Eulalia tenía un rato libre se acercaba a mi mesa y me ayudaba a poner orden en todo aquel galimatías. Erart páginas en las que abundaban relatos de padres e hijos madres puras y santas, traiciones y conversiones, profbcías y profetas mártires, enviados del cielo o e la gloria, bebés nacidos para salvar el universo, entes maléficos de aspecto espeluznante y morfología habitualmente animal, seres etéreos y de rasgos raciales aceptables que ejercían como agentes del bien y héroes sometidos a tremendas pruebas del destino. Se percibía siempre la noción de la existencia terrenal como una suerte de estación de paso que invitaba a la docilidad y a la aceptación del sino y de las normas de la tribu porque la recompensa siempre estaba en un más allá que prometía paraísos rebosantes de todo aquello de lo que se había carecido en la vida corpórea.

El mediodía del jueves, Eulalia se aproximó a mi mesa durante uno de sus descansos y me preguntó si, amén de leer misales, comía de vez en cuando. La invité a almorzar en Casa Leopoldo, que acababa de abrir sus puertas cerca de allí. Mientras degustábamos un exquisito estofado de rabo de toro, me contó que llevaba dos años en su puesto y dos más trabajando en una novela que no se dejaba y que tenía por escenario central la biblioteca del Carmen y por argumento una serie de misteriosos crímenes que acontecían en ella.

– Me gustaría escribir algo parecido a aquellas novelas de hace años de Ignatius B. Samson -dijo-. ¿Le suenan?

– Vagamente -respondí.

Eulalia no acababa de encontrarle el qué a su libro y le sugerí que le diese a todo un tono ligeramente siniestro y que centrase su historia en un libro secreto poseído por un espíritu atormentado, con subtramas de aparente contenido sobrenatural.

– Es lo que haría Ignatius B. en su lugar -aventuré.

– ¿Y qué es lo que hace usted leyendo tanto sobre ángeles y demonios? No me diga que es un ex seminarista arrepentido.

– Estoy tratando de averiguar qué tienen en común los orígenes de diferentes religiones y mitos -expliqué.

– ¿Y qué ha aprendido hasta ahora?

– Casi nada. No la quiero aburrir con el miserere.

– No me aburre. Cuente.

Me encogí de hombros.

– Bueno, lo que me ha resultado más interesante hasta ahora es que la mayoría de todas estas creencias parten de un hecho o de un personaje de relativa probabilidad histórica, pero rápidamente evolucionan como movimientos sociales sometidos y conformados por las circunstancias políticas, económicas y sociales del grupo que las acepta. ¿Sigue usted despierta?

Eulalia asintió.

– Buena parte de la mitología que se desarrolla en torno a cada una de estas doctrinas, desde su liturgia hasta sus normas y sus tabúes, proviene de la burocracia que se genera a medida que evolucionan y no del supuesto hecho sobrenatural que las ha originado. La mayor parte de anécdotas simples y bonancibles, una mezcla de sentido común y folclore, y toda la carga beligerante que llegan a desarrollar proviene de la posterior interpretación de aquellos principios, cuando no tienden a desvirtuarse, a manos de sus administradores. El aspecto administrativo y jerárquico parece clave en su evolución. La verdad es revelada en principio a todos los hombres, pero rápidamente aparecen individuos que se atribuyen la potestad y el deber de interpretar, administrar y, en su caso, alterar esa verdad en nombre del bien común y con tal fin establecen una organización poderosa y potencialmente represiva. Este fenómeno, que la biología nos enseña que es propio de cualquier grupo animal social, no tarda en transformar la doctrina en un elemento de control y lucha política. Divisiones, guerras y escisiones se hacen inevitables. Tarde o temprano, la palabra se hace carne y la carne sangra.

Me pareció que empezaba a sonar como Corelli y suspiré. Eulalia sonreía débilmente y me observaba con cierta reserva.

– ¿Es eso lo que busca usted? ¿Sangre? -Es la letra la que entra con sangre, no a la inversaí -No estaría yo tan segura de eso.

– Intuyo que acudió usted a un colegio de monjas, de -Las damas negras. Ocho años. -¿Es verdad lo que dicen, que las alumnas de los colegios de monjas son las que albergan los deseos más oscuros e inconfesables? ”

– Apuesto a que le encantaría descubrirlo.

– Apueste todas las fichas al sí.

– ¿Qué más ha aprendido en su cursillo acelerado de teología para mentes calenturientas?

– Poco más. Mis primeras conclusiones me han dejado un sinsabor de banalidad e inconsecuencia. Todo esto ya me parecía más o menos evidente sin necesidad de tragarme enciclopedias y tratados sobre las cosquillas de los ángeles, tal vez porque soy incapaz de entender más allá de mis prejuicios o porque no hay más que entender y el quid de la cuestión radica simplemente en creer o no, sin detenerse a pensar por qué. ¿Qué tal mi retórica? ¿La sigue impresionando?

– Me pone la piel de gallina. Lástima no haberle conocido en mis años de colegiala de oscuros anhelos. -Es usted cruel, Eulalia. La bibliotecaria rió con ganas y me miró largamente a los ojos.

– Dígame, Ignatius B., ¿quién le ha roto el corazón a usted con tanta rabia?

– Veo que sabe usted leer más que libros.

Permanecimos sentados a la mesa unos minutos, contemplando el ir y venir de camareros por el comedor de Casa Leopoldo.

– ¿Sabe lo mejor de los corazones rotos? -preguntó la bibliotecaria.

Negué.

– Que sólo pueden romperse de verdad una vez. Lo demás son rasguños.

– Ponga eso en su libro.

Señalé su anillo de compromiso.

– No sé quién será ese tontaina, pero espero que sepa que es el hombre más afortunado del mundo.

Eulalia sonrió con cierta tristeza y asintió. Regresamos a la biblioteca y cada cual volvió a su lugar, ella a su escritorio y yo a mi rincón. Me despedí de ella al día siguiente, cuando decidí que no podía ni quería leer una línea más de revelaciones y verdades eternas. De camino a la biblioteca le compré una rosa blanca en un puesto de la Rambla y la dejé sobre su escritorio vacío. La encontré en uno de los pasillos, ordenando libros.

– ¿Me abandona ya, tan pronto? -dijo al verme-. ¿Quién me va a soltar piropos ahora?

– ¿Quién no?

Me acompañó a la salida y me estrechó la mano en lo alto de la escalinata que descendía al patio del viejo hospital. Me encaminé escaleras abajo. A medio camino me detuve y me volví. Seguía allí, observándome.

– Buena suerte, Ignatius B. Espero que encuentre lo que busca.

Mientras cenaba en la mesa de la galería con Isabella advertí que mi nueva ayudante me miraba de reojo.

– ¿No le gusta la sopa? No la ha tocado… -aventuró la muchacha.

Miré el plato intacto que había dejado enfriar sobre la mesa. Tomé una cucharada e hice amago de saborear el más exquisito manjar.

– Buenísima -ofrecí.

– Tampoco ha dicho una palabra desde que ha vuelto de la biblioteca -añadió Isabella.

– ¿Alguna queja más?

Isabella desvió la mirada, molesta. Me tomé la sopa fría sin apetito, una excusa para no tener que conversar.

– ¿Por qué está tan triste? ¿Es por esa mujer?

Dejé la cuchara sobre el plato a medias.

No respondí y seguí remando en la sopa con la cuchara. Isabella no me quitaba los ojos de encima.

– Se llama Cristina -dije-. Y no estoy triste. Estoy contento por ella porque se ha casado con mi mejor amigo y va a ser muy feliz.

– Y yo soy la reina de Saba.

– Lo que tú eres es una entrometida.

– Me gusta usted más así, cuando está de mala baba y dice la verdad.

– Pues a ver cómo te gusta esto: lárgate a tu cuarto y déjame en paz de una puñetera vez.

Intentó sonreír pero para cuando alargué la mano hacia ella se le habían llenado los ojos de lágrimas. Cogió mi plato y el suyo y huyó rumbo a la cocina. Oí los platos caer sobre el fregadero y, segundos después, la puerta de su dormitorio cerrándose de un golpe. Suspiré y saboreé el vaso de vino que quedaba, un caldo exquisito traído de la tienda de los padres de Isabella. Al rato me acerqué hasta la puerta de su habitación y golpeé suavemente con los nudillos. No respondió, pero pude oírla sollozar en el interior. Intenté abrir la puerta, pero la muchacha había cerrado por dentro.

47
{"b":"100566","o":1}