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– No sé si aún tengo apetito -murmuró.

– Siéntate y come.

Nos sentamos a la pequeña mesa que había en el centro de la cocina. Isabella examinó con cierta sospecha el plato de arroz y tropezones varios que le había servido.

– Come -ordené.

Tomó una cucharada tentativa y se la llevó a los labios.

– Está bueno -dijo.

Le serví medio vaso de vino y llené el resto con agua.

– Mi padre no me deja beber vino.

– Yo no soy tu padre.

Cenamos en silencio, intercambiando miradas. Isabella apuró el plato y el pedazo de pan que le había cortado. Sonreía tímidamente. No se daba cuenta de que el susto aún no le había caído encima. Luego la acompañé hasta la puerta de su dormitorio y encendí la luz.

– Intenta descansar un poco -dije-. Si necesitas algo, da un golpe en la pared. Estoy en la habitación de al lado.

Isabella asintió.

– Ya le oí roncar la otra noche.

– Yo no ronco.

– Debían de ser las cañerías. O a lo mejor algún vecino que tiene un oso.

– Una palabra más y te vuelves a la calle.

Isabella sonrió y asintió.

– Gracias -musitó-. No cierre la puerta del todo,

por favor. Déjela entornada.

– Buenas noches -dije apagando la luz y dejando a

Isabella en la penumbra.

Más tarde, mientras rne desnudaba en mi dormitorio, advertí que tenía una marca oscura en la mejilla, como una lágrima negra. Me acerqué al espejo y la barrí con los dedos. Era sangre seca. Sólo entonces me di cuenta de que estaba exhausto y me dolía el cuerpo entero.

A la mañana siguiente, antes de que Isabella se despertase, me acerqué hasta la tienda de ultramarinos que su familia regentaba en la calle Mirallers. Apenas había amanecido y la reja de la tienda estaba a medio abrir. Me colé en el interior y encontré a un par de mozos apilando cajas de té y otras mercancías sobre el mostrador.

– Está cerrado -dijo uno de ellos. -Pues no lo parece. Ve a buscar al dueño. Mientras esperaba me entretuve examinando el emporio familiar de la ingrata heredera Isabella, que en su infinita inocencia había renegado de las mieles del comercio para postrarse a las miserias de la literatura. La tienda era un pequeño bazar de maravillas traídas de todos los rincones del mundo. Mermeladas, dulces y tés. Cafés, especias y conservas. Frutas y carnes curadas. Chocolates y fiambres ahumados. Un paraíso pantagruélico para bolsillos bien calzados. Don Odón, padre de la criatura y encargado del establecimiento, se personó al poco vistiendo una bata azul, un bigote de mariscal y una expresión de consternación que le situaba a una alarmante proximidad del infarto. Decidí saltarme las gentilezas.

– Me dice su hija que guarda usted una escopeta de dos cañones con la que ha prometido matarme -dije, abriendo los brazos en cruz-. Aquí me tiene.

– ¿Quién es usted, sinvergüenza?

– Soy el sinvergüenza que ha tenido que alojar a una muchacha porque el calzonazos de su padre es incapaz de tenerla a raya.

La ira le resbaló del rostro y el tendero mostró una sonrisa angustiada y pusilánime.

– ¿Señor Martín? No le había reconocido… ¿Cómo está la niña?

Suspiré.

– La niña está sana y salva en mi casa, roncando como un mastín, pero con el honor y la virtud impolutos.

El tendero se santiguó dos veces consecutivas, aliviado.

– Dios se lo pague.

– Y usted que lo vea, pero entretanto le voy a pedir que me haga usted el favor de venir a recogerla sin falta durante el día de hoy o le partiré a usted la cara, con escopeta o no.

– ¿Escopeta? -musitó el tendero, confundido.

Su esposa, una mujer menuda y de mirada nerviosa, nos espiaba desde una cortina que ocultaba la trastienda. Algo me decía que no iba a haber tiros. Don Odón, resoplando, pareció desplomarse sobre sí mismo.

– Que más quisiera yo, señor Martín. Pero la niña no quiere estar aquí -argumentó, desolado.

Al ver que el tendero no era el villano que Isabella me había pintado me arrepentí del tono de mis palabras.

– ¿No la ha echado usted de su casa?

Don Odón abrió los ojos como platos, dolido. Su esposa se adelantó y tomó la mano de su esposo.

– Tuvimos una discusión. Se dijeron cosas que no se debían haber dicho, por ambas partes. Pero es que la niña tiene un genio que déjela correr… Amenazó con marcharse y dijo que no íbamos a verla nunca más. Su santa madre por poco se queda de la taquicardia. Yo le levanté la voz y le dije que la iba a meter en un convento.

– Un argumento infalible para convencer a una joven de diecisiete años -apunté.

– Es lo primero que se me ocurrió… -argumentó el tendero-. ¿Cómo iba yo a meterla en un convento?

– Por lo que he visto, sólo con la ayuda de todo un regimiento de la Guardia Civil.

– No sé qué le habrá contado la niña, señor Martín, pero no se lo crea. No seremos gente refinada, pero no somos ningunos monstruos. Yo ya no sé cómo manejarla. No soy hombre que sirva para quitarse la correa y hacer entrar la letra con sangre. Y mi señora aquí presente no se atreve a levantarle la voz ni al gato. No sé de dónde ha sacado la niña ese carácter. Yo creo que es de leer tanto. Y mire que nos avisaron las monjas. Ya lo decía mi padre, que en gloria esté: el día que a las mujeres se les permita aprender a leer y escribir, el mundo será ingobernable.

– Gran pensador, su señor padre, pero eso no resuelve ni su problema ni el mío.

– ¿Y qué podemos hacer? Isabella no quiere estar con nosotros, señor Martín. Dice que somos lerdos, que no la entendemos, que la queremos enterrar en esta tienda… ¿Qué más quisiera yo que entenderla? Llevo trabajando en esta tienda desde que tenía siete años, de sol a sol, y lo único que entiendo es que el mundo es un sitio malcarado y sin contemplaciones para una jovencita que sueña con las nubes -explicó el tendero, recostándose sobre un barril-. Mi mayor temor es que, si la obligo a volver, se nos escape de verdad y caiga en manos de cualquier… No quiero ni pensarlo.

– Es la verdad -añadió su esposa, que hablaba con una pizca de acento italiano-. Crea usted que la niña nos ha partido el corazón, pero no es ésta la primera vez que se va. Ha salido a mi madre, que tenía un carácter napolitano…

– Ay, la mamma -rememoró don Odón, aterrado sólo de conjurar la memoria de la suegra.

– Cuando nos dijo que se iba a alojar en la casa de usted unos días mientras le ayudaba en su trabajo pues nos quedamos más tranquilos -continuó la madre de Isabella-, porque sabemos que es usted una buena persona y en el fondo la niña está aquí al lado, a dos calles. Sabemos que sabrá usted convencerla para que vuelva.

Me pregunté qué les habría contado Isabella acerca de mí para persuadirlos de que un servidor caminaba sobre el agua.

– Anoche mismo, a un tiro de piedra de aquí, destrozaron de una paliza a un par de jornaleros que volvían a casa. Ya me dirá usted. Se ve que les dieron de palos con un hierro hasta reventarlos como perros. Dicen que no saben si uno vivirá y al otro lo dan por tullido de por vida -dijo la madre-. ¿En qué mundo vivimos?

Don Odón me miró, consternado.

– Si la voy a buscar, volverá a irse. Y esta vez no sé si dará con alguien como usted. Ya sabemos que no está bien que una jovencita se aloje en casa de un caballero soltero, pero al menos de usted nos consta que es honrado y sabrá cuidarla.

El tendero parecía a punto de echarse a llorar. Hubiese preferido que corriera a por la escopeta. Siempre cabía la posibilidad de que algún primo napolitano se presentase por allí para salvaguardar la honra de la niña trabuco en mano. Porca miseria.

– ¿Tengo su palabra de que me la cuidará hasta que ella entre en razón y vuelva?

Resoplé.

– Tiene mi palabra.

Volví a casa cargado de manjares y exquisiteces que don Odón y su esposa se empeñaron en endosarme a cuenta de la casa. Les prometí que iba a cuidar de Isabella durante unos días hasta que ella se aviniese a razón y comprendiese que su lugar estaba con su familia. Los tenderos insistieron en pagarme por su manutención, extremo que decliné. Mi plan era que en menos de una semana Isabella volviese a dormir a su casa aunque para ello tuviese que mantener la ficción de que era mi asistente durante las horas del día. Torres más altas habían caído.

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