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Retiré la mano de su alcance y le observé levantarse de la silla y dirigirse al extremo del jardín.

– No se preocupe, Martín. Todo saldrá bien. Hágame caso -dijo Corelli en un tono dulce y adormecedor, casi paternal.

– ¿Puedo irme ya?

– Por supuesto. No le quiero retener más de lo necesario. He disfrutado de nuestra conversación. Ahora le dejaré que se retire y le vaya dando vueltas a todo lo que hemos comentado. Verá cómo, pasada la indigestión, se dará cuenta de que las verdaderas respuestas vienen a usted. No hay nada en el camino de la vida que no sepamos ya antes de iniciarlo. No se aprende nada importante en la vida, simplemente se recuerda.

Se incorporó e hizo una señal al taciturno mayordomo que esperaba en los confines del jardín.

– Un coche le recogerá y le llevará a casa. Nosotros nos veremos en dos semanas.

– ¿Aquí?

– Dios dirá -dijo relamiéndose los labios como si aquello le pareciese un chiste delicioso.

El mayordomo se aproximó y me hizo una seña para que le siguiese. Corelli asintió y volvió a tomar asiento, su mirada de nuevo perdida en la ciudad.

El coche, por llamarlo de algún modo, esperaba a la puerta del caserón. No era un automóvil cualquiera, era una pieza de coleccionista. Me hizo pensar en una carroza encantada, una catedral rodante de cromados y curvas hechas de ciencia pura tocada por la figura de un ángel de plata sobre el motor como un mascarón de proa. En otras palabras, un Rolls-Royce. El mayordomo me abrió la puerta y me despidió con una reverencia. Entré en el habitáculo, que parecía más la habitación de un hotel que la cabina de un vehículo de motor. El coche arrancó tan pronto me recosté en el asiento y partió colina abajo.

– ¿Sabe la dirección? -pregunté. El chófer, una figura oscura al otro lado de una partición de cristal, hizo un leve asentimiento. Cruzamos Barcelona en el silencio narcótico de aquella carroza de metal que apenas parecía rozar el suelo. Vi desfilar calles y edificios a través de las ventanas como si se tratase de acantilados sumergidos. Pasaba ya la medianoche cuando el Rolls-Royce negro torció en la calle Comercio y se adentró en el paseo del Born. El coche se detuvo al pie de la calle Flassaders, demasiado estrecha para permitir su paso.

El chófer descendió y me abrió la puerta con una reverencia. Bajé del coche y él cerró la puerta y volvió a abordar el vehículo sin decir ni una palabra. Le vi partir hasta que la silueta oscura se deshizo en un velo de sombras. Me pregunté qué era lo que había hecho y, prefiriendo no dar con la respuesta, me dirigí hacia mi casa sintiendo que el mundo entero era una prisión sin escapatoria.

Al entrar en el piso me dirigí directamente al estudio. Abrí las ventanas a los cuatro vientos y dejé que la brisa húmeda y ardiente penetrase en la sala. En algunos terrados del barrio podían verse figuras tendidas sobre colchones y sábanas intentando escapar del calor asfixiante y conciliar el sueño. A lo lejos, las tres grandes chimeneas del Paralelo se alzaban como piras funerarias, esparciendo un manto de cenizas blancas que se extendía sobre Barcelona como polvo de cristal. Más cerca, la estatua de la Mercé alzando el vuelo desde la cúpula de la iglesia me recordó al ángel del Rolls-Royce y al que Corelli siempre lucía en su solapa. Sentía que la ciudad, después de muchos meses de silencio, volvía a hablarme y a contarme sus secretos.

Fue entonces cuando la vi, acurrucada en el escalón de una puerta de aquel miserable y angosto túnel entre viejos edificios que llamaban calle de las Moscas. Isabella. Me pregunté cuánto tiempo llevaría allí y me dije que no era asunto mío. Iba a cerrar la ventana y retirarme al escritorio cuando advertí que no estaba sola. Un par de figuras se aproximaban a ella lentamente, quizá demasiado, desde el extremo de la calle. Suspiré, deseando que las figuras pasaran de largo. No lo hicieron. Una de ellas se apostó al otro lado, bloqueando la salida del callejón. La otra se arrodilló frente a la muchacha, alargando el brazo hacia ella. La muchacha se movió. Instantes después las dos figuras se cerraron sobre Isabella y la oí gritar. Me llevó cerca de un minuto llegar hasta allí. Cuando lo hice, uno de los dos hombres tenía agarrada a Isabella por los brazos y el otro le había arremangado las faldas. Una expresión de terror atenazaba el rostro de la muchacha. El segundo individuo, que se estaba abriendo camino entre sus muslos a risotadas, sostenía una cuchilla contra su garganta. Tres líneas de sangre manaban del corte. Miré a mi alrededor. Un par de cajas con escombros y una pila de adoquines y materiales de construcción abandonados contra el muro. Aferré lo que resultó ser una barra de metal, sólida y pesada, de medio metro. El primero en advertir mi presencia fue el que sostenía el cuchillo. Di un paso al frente, blandiendo la barra de metal. Su mirada saltó de la barra a mis ojos y vi que se le borraba la sonrisa de los labios. El otro se volvió y me vio avanzar hacia él con la barra en alto. Bastó que le hiciese una señal con la cabeza para que soltase a Isabella y se apresurase a situarse tras su compañero.

– Venga, vamonos -murmuró.

El otro ignoró sus palabras. Me miraba fijamente con fuego en los ojos y el cuchillo en las manos.

– ¿A ti quién te ha dado vela en este entierro, hijo de puta?

Tomé a Isabella del brazo y la levanté del suelo sin despegar la mirada del hombre que sostenía el arma. Busqué las llaves en mi bolsillo y se las tendí.

– Ve a casa -dije-. Haz lo que te digo.

Isabella dudó un instante, pero pude oír sus pasos alejarse por el callejón hacia Flassaders. El individuo del cuchillo la vio partir y sonrió con rabia.

– Te voy a rajar, cabrón.

No dudé de su capacidad y de sus ganas de cumplir con su amenaza, pero algo en su mirada me hacía pensar que mi oponente no era del todo un imbécil y que si no lo había hecho todavía era porque se estaba preguntando cuánto pesaría aquella barra de metal que sostenía en la mano y, sobre todo, si tendría la fuerza, el valor y el tiempo de usarla para aplastarle el cráneo antes de que pudiera hincarme el filo de aquella navaja.

– Inténtalo -invité.

El tipo me sostuvo la mirada varios segundos y luego rió. El muchacho que le acompañaba suspiró de alivio. El hombre cerró el filo de la navaja y escupió a mis pies. Se dio la vuelta y se alejó hacia las sombras de las que había salido, su compañero correteando tras él como un perro fiel.

Encontré a Isabella acurrucada en el rellano interior de la casa de la torre. Temblaba y sostenía las llaves con ambas manos. Me vio entrar y se levantó de golpe.

– ¿Quieres que llame a un médico?

Negó.

– ¿Estás segura?

– No habían llegado a hacerme nada todavía -murmuró, mordiéndose las lágrimas.

– No es eso lo que me ha parecido.

– No me han hecho nada, ¿de acuerdo? -protestó.

– De acuerdo -dije.

La quise sostener del brazo mientras ascendíamos las escaleras, pero rehuyó el contacto.

Una vez en el piso la acompañé al baño y encendí la luz.

– ¿Tienes una muda de ropa limpia que puedas ponerte?

Isabella me mostró la bolsa que llevaba y asintió.

– Venga, lávate mientras preparo algo de cenar.

– ¿Cómo puede tener hambre ahora?

– Pues la tengo.

Isabella se mordió el labio inferior.

– La verdad es que yo también…

– Discusión cerrada entonces -dije.

Cerré la puerta del baño y esperé a oír correr el agua. Volví a la cocina y puse agua a calentar. Quedaba algo de arroz, panceta y algunas verduras que Isabella había traído la mañana anterior. Improvisé un guiso de restos y esperé casi media hora a que Isabella saliese del baño, apurando casi media botella de vino. La oí llorar con rabia al otro lado de la pared. Cuando apareció en la puerta de la cocina tenía los ojos enrojecidos y parecía más niña que nunca.

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