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– Restos de una antigua necrópolis -explicó-. Pero que eso no le dé ideas y decida caérseme muerto aquí.

Continuamos hasta una zona frente a la estructura central que parecía hacer las veces de umbral. Isaac me iba recitando de corrido las normas y deberes, clavándome de vez en cuando una mirada que yo procedía a aplacar con manso asentimiento.

– Artículo uno: la primera vez que alguien acude aquí tiene derecho a elegir un libro, el que desee, de entre todos los que hay en este lugar. Artículo dos: cuando se adopta un libro se contrae la obligación de protegerlo y de hacer cuanto sea posible para que nunca se pierda. De por vida. ¿Dudas hasta el momento?

Alcé la mirada hacia la inmensidad del laberinto.

– ¿Cómo elige uno un solo libro entre tantos?

Isaac se encogió de hombros.

– Hay quien prefiere creer que es el libro el que le escoge a él… el destino, por así decirlo. Lo que ve usted aquí es la suma de siglos de libros perdidos y olvidados, libros que estaban condenados a ser destruidos y silenciados para siempre, libros que preservan la memoria y el alma de tiempos y prodigios que ya nadie recuerda. Ninguno de nosotros, ni los más viejos, sabe exactamente cuándo fue creado ni por quién. Probablemente es casi tan antiguo como la misma ciudad y ha ido creciendo con ella, a su sombra. Sabemos que el edificio fue levantado con los restos de palacios, iglesias, prisiones y hospitales que alguna vez pudo haber en este lugar. El origen de la estructura principal es de principios del siglo xvm y no ha dejado de cambiar desde entonces. Con anterioridad, el Cementerio de los Libros Olvidados había estado oculto bajo los túneles de la ciudad medieval. Hay quien dice que en tiempos de la Inquisición gentes de saber y de mente libre escondían libros prohibidos en sarcófagos y los enterraban en los osarios que había por toda la ciudad para protegerlos, confiando en que generaciones futuras pudieran desenterrarlos. A mediados del siglo pasado se encontró un largo túnel que conduce desde las entrañas del laberinto hasta los sótanos de una vieja biblioteca que hoy en día está sellada y oculta en las ruinas de una antigua sinagoga del barrio del Cali. Al caer las últimas murallas de la ciudad se produjo un corrimiento de tierras y el túnel quedó inundado por las aguas del torrente subterráneo que desciende desde hace siglos bajo lo que hoy es la Rambla. Ahora es impracticable, pero suponemos que durante mucho tiempo ese túnel fue una de las vías principales de acceso a este lugar. La mayor parte de la estructura que usted puede ver se desarrolló durante el siglo 19. No más de cien personas en toda la ciudad conocen este lugar y espero que Sempere no haya cometido un error al incluirle a usted entre ellas…

Negué enérgicamente, pero Isaac me observaba con escepticismo.

– Artículo tres: puede usted enterrar su libro donde quiera.

– ¿Y si me pierdo?

– Una cláusula adicional, de mi cosecha: procure no perderse.

– ¿Se ha perdido alguien alguna vez?

Isaac dejó escapar un soplido.

– Cuando yo empecé aquí, años ha, contaban lo de Darío Alberti de Cymerman. Supongo que Sempere no le habrá hablado de eso, claro…

– ¿Cymerman? ¿El historiador?

– No, el domador de focas. ¿Cuántos Daríos Alberti de Cymerman conoce usted? El caso es que en el invierno de 1889, Cymerman se adentró en el laberinto y desapareció en él por espacio de una semana. Le encontraron escondido en uno de los túneles, medio muerto de terror. Se había emparedado detrás de varias hileras de textos sagrados para evitar ser visto.

– ¿Visto por quién?

Isaac me miró largamente.

– Por el hombre de negro. ¿Seguro que Sempere no le ha contado esto?

– Seguro que no.

Isaac bajó la voz y adoptó un tono confidencial.

– Algunos de los miembros, a lo largo de los años, han visto a veces al hombre de negro en los túneles del laberinto. Todos le describen de una manera diferente. Hay quien incluso afirma haber hablado con él. Hubo un tiempo en que corrió el rumor de que el hombre de negro era el espíritu de un autor maldito a quien uno de los miembros traicionó tras llevarse de aquí uno de sus libros y no mantener su promesa. El libro se perdió para siempre y el difunto autor vaga eternamente por los corredores buscando venganza, ya sabe usted, ese tipo de cosas a lo HenryJames que le van tanto a la gente.

– No me va a decir que usted se cree eso.

– Claro que no. Yo tengo otra teoría. La de Cymerman.

– ¿Que es…?

– Que el hombre de negro es el patrón de este lugar, el padre de todo conocimiento secreto y prohibido, del saber y de la memoria, portador de la luz de cuentistas y escritores desde tiempos inmemoriales… Es nuestro ángel de la guarda, el ángel de las mentiras y de la noche.

– Me toma usted el pelo.

– Todo laberinto tiene su minotauro -apuntó el guardián.

Isaac sonrió enigmáticamente y señaló hacia la entrada del laberinto.

– Todo suyo.

Enfilé una pasarela que conducía a una de las entradas y penetré lentamente en un largo corredor de libros que describía vina curva ascendente. Al llegar al final de la curva, el túnel se bifurcaba en cuatro pasadizos y formaba un pequeño círculo desde el que ascendía una escalera de caracol que se perdía en las alturas. Subí las escaleras hasta encontrar un rellano desde el que partían tres túneles. Elegí uno de ellos, el que creía que conducía hacia el corazón de la estructura, y me aventuré. A mi paso rozaba los lomos de centenares de libros con los dedos. Me dejé impregnar del olor, de la luz que conseguía filtrarse entre rendijas y de las linternas de cristal horadadas en la estructura de madera y que flotaba en espejos y penumbras. Caminé sin rumbo por espacio de casi treinta minutos hasta llegar a una suerte de cámara cerrada en la que había una mesa y una silla. Las paredes estaban hechas de libros y parecían sólidas a excepción de un pequeño resquicio del que daba la impresión que alguien se había llevado un tomo. Decidí que aquél iba a ser el nuevo hogar de Los Pasos del Cielo. Contemplé la portada por última vez y releí el primer párrafo, imaginando el instante que, si así lo quería la fortuna, y muchos años después de que yo estuviese muerto y olvidado, alguien recorrería aquel mismo camino y llegaría a aquella sala para encontrar un libro desconocido en el que había entregado todo cuanto tenía que ofrecer. Lo coloqué allí, sintiendo que era yo el que se quedaba en el estante. Fue entonces cuando sentí la presencia a mi espalda, y me volví para encontrar, mirándome fijamente a los ojos, al hombre de negro.

Al principio no reconocí mi propia mirada en el espejo, uno de los muchos que formaban una cadena de luz tenue a lo largo de los corredores del laberinto. Eran mi rostro y mi piel los que veía en el reflejo, pero los ojos eran los de un extraño. Turbios y oscuros y rebosantes de malicia. Aparté la mirada y sentí que la náusea me rondaba de nuevo. Me senté en la silla frente a la mesa y respiré profundamente. Imaginé que incluso al doctor Trías le podría resultar divertida la idea de que al inquilino de mi cerebro, el crecimiento tumoral como él gustaba de llamarle, se le hubiese ocurrido darme la estocada de gracia en aquel lugar y concederme el honor de ser el primer ciudadano permanente del Cementerio de los Novelistas Olvidados. Enterrado en compañía de su última y lamentable obra, la que le llevó a la tumba. Alguien me encontraría allí dentro de diez meses o diez años, o tal vez nunca. Un gran final digno de La Ciudad de los Malditos.

Creo que me salvó la risa amarga, que me despejó la cabeza y me devolvió la noción de dónde estaba y lo que había venido a hacer. Me iba a levantar de la silla cuando lo vi. Era un tomo tosco, oscuro y sin título visible en el lomo. Estaba encima de una pila de cuatro libros más en el extremo de la mesa. Lo tomé en las manos. Las cubiertas parecían estar encuadernadas en cuero o en algún tipo de piel curtida y oscurecida, más por el tacto que por un tinte. Las palabras del título, que habían sido grabadas con lo que supuse era algún tipo de marca a fuego en la tapa, estaban desdibujadas, pero en la cuarta página se podía leer el mismo título con claridad.

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