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Sempere padre estaba solo en su librería encolando el lomo de un ejemplar de Fortunata y Jacinta que se caía a trozos cuando alzó la mirada y me vio al otro lado de la puerta. Le bastó un par de segundos para ver el estado en que me encontraba. Me hizo señas para que entrase. Tan pronto estuve en el interior, el librero me ofreció una silla.

– Tiene mala cara, Martín. Tendría que ir a ver a un médico. Si le da canguelo, le acompaño. A mí, los galenos también me dan grima, todos con batas blancas y cosas puntiagudas en la mano, pero a veces hay que pasar por el tubo.

– Es sólo un dolor de cabeza, señor Sempere. Ya se me está pasando.

Sempere me sirvió un vaso de agua de Vichy.

– Tenga. Esto lo cura todo, menos la tontería, que es una pandemia en alza.

Sonreí a la broma de Sempere sin ganas. Apuré el vaso de agua y suspiré. Sentía la náusea en los labios y una presión intensa que me latía detrás del ojo izquierdo. Por un instante creí que me iba a desplomar y cerré los ojos. Respiré hondo, suplicando no quedarme de una pieza allí. El destino no podía tener un sentido del humor tan perverso como para haberme conducido hasta la librería de Sempere para dejarle, en agradecimiento a todo cuanto había hecho por mí, un cadáver de propina. Sentí una mano que me sostenía la frente con delicadeza. Sempere. Abrí los ojos y encontré al librero y a su hijo, que se había asomado, observándome con un semblante de velatorio.

– ¿Aviso al doctor? -preguntó Sempere hijo.

– Ya estoy mejor, gracias. Mucho mejor.

– Pues tiene usted una manera de mejorar que pone los pelos de punta. Está usted gris.

– ¿Un poquito más de agua?

Sempere hijo se apresuró a rellenarme el vaso.

– Perdonen ustedes el espectáculo -dije-. Les aseguro que no lo traía preparado.

– No diga tonterías.

– A lo mejor le iría bien tomar algo dulce. Puede haber sido una bajada de azúcar… -apuntó el hijo.

– Acércate al horno de la esquina y trae algún dulce -convino el librero.

Cuando nos hubimos quedado solos, Sempere me clavó la mirada.

– Le juro que iré al médico -ofrecí.

Un par de minutos más tarde el hijo del librero regresó con una bolsa de papel que contenía lo más granado de la bollería del barrio. Me la tendió y elegí un brioche que, en otra ocasión, me hubiese parecido tan tentador como el trasero de una corista.

– Muerda -ordenó Sempere.

Me comí el brioche dócilmente. Lentamente me fui sintiendo mejor.

– Parece que revive -observó el hijo.

– Lo que no curen los bonitos de la esquina…

En aquel instante escuchamos la campanilla de la puerta. Un cliente había entrado en la librería y, a un asentimiento de su padre, Sempere hijo nos dejó para atenderle. El librero se quedó a mi lado, intentando medirme el pulso presionándome la muñeca con el índice.

– Señor Sempere, ¿se acuerda usted, hace muchos años, cuando me dijo que si algún día tenía que salvar un libro, salvarlo de verdad, viniese a verle?

Sempere echó una mirada al libro que había rescatado de la papelera donde lo había tirado mi madre y que aún llevaba en las manos.

– Déme cinco minutos.

Empezaba a oscurecer cuando descendimos por la Rambla entre el gentío que había salido a pasear en una tarde calurosa y húmeda. Apenas soplaba un amago de brisa, y balcones y ventanales estaban abiertos de par en par, las gentes asomadas mirando el desfilar de siluetas bajo el cielo encendido de ámbar. Sempere caminaba a paso ligero y no aminoró la marcha hasta que avistamos el pórtico de sombras que se abría a la entrada de la calle del Are del Teatre. Antes de cruzar me miró con solemnidad y me dijo:

– Martín, lo que va a ver usted ahora no se lo puede contar a nadie, ni a Vidal. A nadie.

Asentí, intrigado por el aire de seriedad y secretismo del librero. Seguí a Sempere a través de la angosta calle, apenas una brecha entre edificios sombríos y ruinosos que parecían inclinarse como sauces de piedra para cerrar la línea de cielo que perfilaba los terrados. Al poco llegamos a un gran portón de madera que parecía sellar una vieja basílica que hubiese permanecido cien años en el fondo de un pantano. Sempere ascendió los dos peldaños hasta el portón y tomó el llamador de bronce forjado en forma de diablillo sonriente. Golpeó tres veces la puerta y descendió de nuevo a esperar junto a mí.

– Lo que va a ver ahora no se lo puede usted contar…

– …a nadie. Ni a Vidal. A nadie.

Sempere asintió con severidad. Esperamos por espacio de un par de minutos hasta que se oyó lo que parecían cien cerrojos trabándose simultáneamente. El portón se entreabrió con un profundo quejido y se asomó el rostro de un hombre de mediana edad y cabello ralo, de expresión rapaz y mirada penetrante.

– Eramos pocos y parió Sempere, para variar -espetó-. ¿Qué me trae hoy? ¿Otro letraherido de los que no se echan novia porque prefieren vivir con su madre?

Sempere hizo caso omiso del sarcástico recibimiento.

– Martín, éste es Isaac Monfort, guardián de este lugar y dueño de una simpatía sin parangón. Hágale caso en todo lo que le diga. Isaac, éste es David Martín, buen amigo, escritor y persona de mi confianza.

El tal Isaac me miró de arriba abajo con escaso entusiasmo y luego intercambió una mirada con Sempere.

– Un escritor nunca es persona de confianza. A ver, ¿le ha explicado Sempere las reglas?

– Sólo que no puedo hablar de lo que vea aquí a nadie.

– Ésa es la primera y más importante. Si no la cumple, yo mismo iré y le retorceré el pescuezo. ¿Se impregna del espíritu general?

– Al cien por cien.

– Pues andando -dijo Isaac, indicándome que pasara al interior.

– Yo me despido ahora, Martín, y los dejo a ustedes. Aquí estará seguro.

Comprendí que Sempere se refería al libro, no a mí. Me abrazó con fuerza y luego se perdió en la noche. Me adentré en el umbral y el tal Isaac tiró de una palanca al dorso del portón. Mil mecanismos anudados en una telaraña de rieles y poleas lo sellaron. Isaac tomó un candil del suelo y lo alzó a la altura de mi rostro.

– Tiene usted mala cara -dictaminó.

– Indigestión -repliqué.

– ¿De qué?

– De realidad.

– Póngase a la cola -atajó.

Avanzamos por un largo corredor en cuyos flancos velados de penumbra se adivinaban frescos y escalinatas de mármol. Nos adentramos por aquel recinto palaciego y al poco se vislumbró al frente la entrada a lo que parecía una gran sala.

– ¿Qué trae usted? -preguntó Isaac.

– Los Pasos del Cielo. Una novela.

– Menuda cursilada de título. ¿No será usted el autor?

– Me temo que sí.

Isaac suspiró, negando por lo bajo.

– ¿Y qué más ha escrito?

– La Ciudad de los Malditos, tomos del uno al veintisiete, entre otras cosas.

Isaac se volvió y sonrió, complacido.

– ¿Ignatius B. Samson?

– Que en paz descanse y para servirle a usted.

El enigmático guardián se detuvo entonces y dejó descansar el farol en lo que parecía una balaustrada suspendida frente a una gran bóveda. Levanté la mirada y me quedé mudo. Un colosal laberinto de puentes, pasajes y estantes repletos de cientos de miles de libros se alzaba formando una gigantesca biblioteca de perspectivas imposibles. Una madeja de túneles atravesaba la inmensa estructura que parecía ascender en espiral hacia una gran cúpula de cristal de la que se filtraban cortinas de luz y tiniebla. Pude ver algunas siluetas aisladas que recorrían pasarelas y escalinatas o examinaban con detalle los pasadizos de aquella catedral hecha de libros y palabras. No podía dar crédito a mis ojos y miré a Isaac Monfort, atónito. Sonreía como zorro viejo que saborea su truco favorito.

– Ignatius B. Samson, bien venido al Cementerio de los Libros Olvidados.

Seguí al guardián hasta la base de la gran nave que albergaba el laberinto. El suelo que pisábamos estaba remendado de losas y lápidas, con inscripciones funerarias, cruces y rostros diluidos en la piedra. El guardián se detuvo y deslizó el farol de gas sobre algunas de las piezas de aquel macabro rompecabezas para mi deleite.

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