– Lamento haberle decepcionado de nuevo, don Pedro.
Vidal suspiró.
– David, yo no tengo la culpa de que hayan ido a por ti. La culpa es tuya. Lo estabas pidiendo a gritos. Ya eres mayorcito como para saber cómo funcionan estas cosas.
– Dígamelo usted.
Vidal chasqueó la lengua, como si mi ingenuidad le ofendiese.
– ¿Qué esperabas? No eres uno de ellos. No lo serás nunca. No has querido serlo, y crees que te lo van a perdonar. Te encierras en tu caserón y te crees que puedes sobrevivir sin unirte al coro de monaguillos y ponerte el uniforme. Pues te equivocas, David. Te has equivocado siempre. El juego no va así. Si quieres jugar en solitario, haz las maletas y vete a algún sitio donde puedas ser el dueño de tu destino, si es que existe. Pero si te quedas aquí, más te vale apuntarte a una parroquia, la que sea. Es así de simple.
– ¿Es eso lo que hace usted, don Pedro? ¿Apuntarse a la parroquia?
– A mí no me hace falta, David. Yo les doy de comer. Eso tampoco lo has entendido nunca.
– Le sorprendería lo rápido que me estoy poniendo al día. Pero no se preocupe, porque lo de menos son esas reseñas. Para bien o para mal, mañana no se acordará nadie de ellas, ni de las mías ni de las suyas.
– ¿Cual es el problema, entonces?
– Déjelo correr.
– ¿Son esos dos hijos de puta? ¿Barrido y el ladrón de cadáveres?
– Olvídelo, don Pedro. Como usted dice, la culpa es mía. De nadie más.
El maítre se aproximó con una mirada inquisitiva. Yo no había mirado el menú ni pensaba hacerlo.
– Lo habitual, para los dos -indicó don Pedro.
El maítre se alejó con una reverencia. Vidal me observaba como si fuese un animal peligroso encerrado en unajaula.
– Cristina no ha podido venir -dijo-. He traído esto, para que se lo dediques.
Dejó sobre la mesa un ejemplar de Los Pasos del Cielo que venía envuelto en papel púrpura con el sello de la librería de Sempere e Hijos, y lo empujó hacia mí. No hice ademán de cogerlo. Vidal se había puesto pálido. La vehemencia del discurso y su tono defensivo se batían en retirada. Ahí viene la estocada, pensé.
– Dígame de una vez lo que me tenga que decir, don Pedro. No voy a morderle.
Vidal apuró el vino de un trago.
– Hay dos cosas que quería decirte. No te van a gustar.
– Empiezo a acostumbrarme.
– Una tiene que ver con tu padre.
Sentí que aquella sonrisa envenenada se me fundía en los labios.
– He querido decírtelo durante años, pero pensé que no te iba a hacer ningún bien. Vas a creer que no te lo dije por cobardía, pero te lo juro, te lo juro por lo que quieras que… i. -¿Qué?-corté.
– Vidal suspiró. ’ -La noche que tu padre murió…
– … que lo asesinaron -corregí con tono glacial.
– Fue un error. La muerte de tu padre fue un error.
Le miré sin comprender.
– Aquellos hombres no iban a por él. Se equivocaron.
Recordé las miradas de aquellos tres pistoleros en la niebla, el olor a pólvora y la sangre de mi padre brotando negra entre mis manos.
– A quien querían matar era a mí -dijo Vidal con un hilo de voz-. Un antiguo socio de mi padre descubrió que su mujer y yo…
Cerré los ojos y escuché una risa oscura formarse en mi interior. Mi padre había muerto acribillado a tiros por un lío de faldas del gran Pedro Vidal.
– Di algo, por favor -suplicó Vidal.
Abrí los ojos.
– ¿Cuál es la segunda cosa que me tenía que decir?
Nunca había visto a Vidal asustado. Le sentaba bien.
– Le he pedido a Cristina que se case conmigo.
Un largo silencio.
– Ha dicho que sí.
Vidal bajó la mirada. Uno de los camareros se aproximó con los entrantes. Los depositó sobre la mesa deseando “Bon appétit”. Vidal no se atrevió a mirarme de nuevo. Los entrantes se enfriaban en el plato. Al rato cogí el ejemplar de Los Pasos del Cielo y me fui.
Aquella tarde, saliendo de la Maison Dorée, me sorprendí a mí mismo caminando Rambla abajo portando aquel ejemplar de Los Pasos del Cielo. A medida que me acercaba a la esquina de donde partía la calle del Carmen empezaron a temblarme las manos. Me detuve frente al escaparate de lajoyería Bagues, fingiendo mirar medallones de oro en forma de hadas y flores, salpicados de rubíes. La fachada barroca y exuberante de los almacenes El Indio quedaba a unos pocos metros de allí y cualquiera hubiera creído que se trataba de un gran bazar de prodigios y maravillas insospechados más que de una tienda de paños y telas. Me aproximé lentamente y me adentré en el vestíbulo que conducía a la puerta. Sabía que ella no podría reconocerme, que quizá ni yo mismo podría ya reconocerla, pero aun así permanecí allí casi cinco minutos antes de atreverme a entrar. Cuando lo hice, el cora/ón me latía con fuerza y sentí que me sudaban las manos.
Las paredes estaban cubiertas de estantes repletos de grandes bobinas con todo tipo de tejidos y, sobre las mesas, los vendedores, armados de cintas métricas y de unas tijeras especiales anudadas al cinto, mostraban a damas de alcurnia escoltadas por sus criadas y costureras los preciados tejidos como si se tratase de materiales preciosos.
– ¿Puedo ayudarle en algo, caballero?
Era un hombre corpulento y con voz de pito que iba embutido en un traje de franela que parecía a punto de estallar en cualquier momento y de sembrar la tienda de jirones flotantes de tela. Me observaba con aire condescendiente y una sonrisa entre forzada y hostil.
– No -musité.
Entonces la vi. Mi madre descendía de una escalera con un puñado de retales en la mano. Vestía una blusa blanca y la reconocí al instante. Su figura se había ensanchado un poco, y su rostro, más desdibujado, tenía esa derrota leve de la rutina y el desengaño. El vendedor, airado, seguía hablándome pero yo apenas advertía su voz. Tan sólo la veía a ella acercarse y cruzar frente a mí. Por un segundo me miró, y al ver que la estaba observando, me sonrió dócilmente, como se sonríe a un cliente o a un patrón, y luego siguió con su trabajo. Se me hizo tal nudo en la garganta que apenas pude despegar los labios para acallar al vendedor, y me faltó tiempo para dirigirme a la salida con lágrimas en los ojos. Ya en la calle crucé al otro lado y entré en un café. Me senté a una mesajunto a la ventana desde la que se veía la puerta de El Indio y esperé.
Había pasado casi una hora y media cuando vi salir y bajar la reja de la entrada al vendedor que me había atendido. Al poco, empezaron a apagarse las luces y pasaron algunos de los vendedores que trabajaban allí. Me levanté y salí a la calle. Un chaval de unos diez años estaba sentado en el portal de al lado, mirándome. Le hice una seña para que se acercase. Lo hizo y le mostré una moneda. Sonrió de oreja a oreja y constaté que le faltaban varios dientes.
– ¿Ves este paquete? Quiero que se lo des a una señora que va a salir ahora. Le dices que te lo ha dado un señor para ella, pero no le digas que he sido yo. ¿Lo has entendido?
El chaval asintió. Le di la moneda y el libro.
– Ahora, esperamos.
No hubo que aguardar mucho tiempo. Tres minutos más tarde la vi salir. Caminaba hacia la Rambla.
– Es esa señora. ¿La ves?
Mi madre se detuvo un momento frente al pórtico de la iglesia de Betlem y le hice una seña al chaval, que corrió hacia ella. Presencié la escena de lejos, sin poder oír sus palabras. El niño le tendió el paquete y ella lo miró con extrañeza, dudando si aceptarlo o no. El niño insistió y finalmente ella tomó el paquete en sus manos y contempló cómo el niño echaba a correr. Desconcertada, se volvió a un lado y a otro, buscando con la mirada. Sopesó el paquete, examinando el papel púrpura en que iba envuelto. Finalmente le pudo la curiosidad y lo abrió.
La vi extraer el libro. Lo sostuvo con las dos manos, mirando la portada, y luego volteando el tomo para examinar la contraportada. Sentí que me faltaba el aliento y quise acercarme a ella, decirle algo, pero no pude. Me quedé allí, a escasos metros de mi madre, espiándola sin que ella reparase en mi presencia, hasta que reemprendió sus pasos con el libro en las manos rumbo a Colón. Al pasar frente al Palau de la Virreina se acercó a una papelera y lo tiró. La vi partir Rambla abajo hasta que se perdió en la multitud, como si nunca hubiese estado allí.