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– Ya sabía yo que iba a pasar esto -prosiguió Escobillas-. Es usted un desagradecido.

A mi lado, la Veneno me miraba con aire compungido. Me pareció que iba a tomarme la mano para consolarme y la aparté rápidamente. Barrido ofreció una sonrisa aceitosa.

– Tal vez sea para mejor, Martín. Tal vez sea una señal de Nuestro Señor, que en su infinita sabiduría le quiere mostrar a usted el camino de regreso al trabajo que tanta felicidad ha llevado a sus lectores de La Ciudad de los Malditos.

Me eché a reír. Barrido se unió y, a una señal suya, otro tanto hicieron Escobillas y la Veneno. Contemplé aquel coro de hienas y me dije que, en otras circunstancias, aquel momento me hubiera parecido de una exquisita ironía.

– Así me gusta, que se lo tome positivamente -proclamó Barrido-. ¿Qué me dice? ¿Cuándo tendremos la próxima entrega de Ignatius B. Samson?

Los tres me miraron solícitos y expectantes. Me aclaré la voz para vocalizar con precisión y les sonreí.

– Vayanse ustedes a la mierda.

Al salir de allí anduve vagando por las calles de Barcelona durante horas, sin rumbo. Sentí que me costaba respirar y que algo me oprimía el pecho. Un sudor frío me cubría la frente y las manos. Al anochecer, sin saber ya dónde esconderme, emprendí el camino de regreso a mi casa. Al cruzar frente a la librería de Sempere e Hijos vi que el librero había llenado su escaparate con ejemplares de mi novela. Era ya tarde y la tienda estaba cerrada, pero aún había luz dentro y cuando quise apretar el paso vi que Sempere se había percatado de mi presencia y me sonreía con una tristeza que no le había visto en todos los años que le había conocido. Se acercó a la puerta y abrió.

– Pase dentro un rato, Martín.

– Otro día, señor Sempere.

– Hágalo por mí.

Me tomó del brazo y me arrastró al interior de la librería. Le seguí hasta la trastienda y allí me ofreció una silla. Sirvió un par de vasos de algo que parecía más espeso que el alquitrán y me hizo una seña para que me lo bebiese de un trago. Él hizo lo propio.

– He estado hojeando el libro de Vidal -dijo.

– El éxito de la temporada -apunté.

– ¿Sabe él que lo ha escrito usted?

Me encogí de hombros.

– ¿Qué más da?

Sempere me dedicó la misma mirada con la que había recibido a aquel chaval de ocho años un día lejano en que se le había presentado en su casa magullado y con los dientes rotos.

– ¿Está usted bien, Martín?

– Perfectamente.

Sempere negó por lo bajo y se levantó para coger algo de uno de los estantes. Vi que se trataba de un ejemplar de mi novela. Me la tendió junto con una pluma y sonrió.

– Sea tan amable de dedicármelo.

Una vez se lo hube dedicado, Sempere cogió el libro de mis manos y lo consagró a la vitrina de honor tras el mostrador donde guardaba primeras ediciones que no estaban a la venta. Aquél era el santuario particular de Sempere.

– No hace falta que haga eso, señor Sempere -murmuré.

– Lo hago porque me apetece y porque la ocasión lo merece. Este libro es un pedazo de su corazón, Martín. Y, por la parte que me corresponde, también del mío. Le pongo entre LePére Gorioty La educación sentimental.

– Eso es un sacrilegio.

– Tonterías. Es uno de los mejores libros que he vendido en los últimos diez años, y he vendido muchos -me dijo el viejo Sempere.

Las amables palabras de Sempere apenas consiguieron arañar aquella calma fría e impenetrable que empezaba a invadirme. Volví a casa dando un paseo, sin prisa.

Al llegar a la casa de la torre me serví un vaso de agua y, mientras me lo bebía en la cocina, a oscuras, me eché a reír.

A la mañana siguiente recibí dos visitas de cortesía. La primera era de Pep, el nuevo chófer de Vidal. Me traía un mensaje de su amo convocándome a un almuerzo en la Maison Dorée, sin duda la comida de celebración que me había prometido tiempo atrás. Pep parecía envarado y ansioso por marcharse cuanto antes. El aire de complicidad que solía tener conmigo se había evaporado. No quiso entrar y prefirió esperar en el rellano. Me tendió el mensaje que había escrito Vidal sin apenas mirarme a los ojos y tan pronto le dije que acudiría a la cita se marchó sin despedirse.

La segunda visita, media hora más tarde, trajo hasta mi puerta a mis dos editores acompañados de un caballero de porte adusto y mirada penetrante que se identificó como su abogado. Tan formidable trío exhibía una expresión entre el luto y la beligerancia que no dejaba lugar a dudas en cuanto a la naturaleza de la ocasión. Los invité a pasar a la galería, donde procedieron a acomodarse alineados de izquierda a derecha en el sofá por orden descendente de altura.

– ¿Puedo ofrecerles algo? ¿Una copita de cianuro?

No esperaba una sonrisa y no la obtuve. Tras un breve prolegómeno de Barrido respecto a las terribles pérdidas que la debacle ocasionada por el fracaso de Los Pasos del Cielo iba a ocasionar a la editorial, el abogado dio paso a una exposición somera en la que en román paladino vino a decirme que si no volvía al trabajo en mi encarnación de Ignatius B. Samson y entregaba un manuscrito de La Ciudad de los Malditos en un mes y medio, procederían a demandarme por incumplimiento de contrato, daños y perjuicios y cinco o seis conceptos más que se me escaparon porque para entonces ya no estaba prestando atención. No todo eran malas noticias. A pesar de los sinsabores motivados por mi conducta, Barrido y Escobillas habían encontrado en su corazón una perla de generosidad con la que limar asperezas y sedimentar una nueva alianza de amistad y provecho.

– Si lo desea puede usted adquirir a un costo preferente de un setenta por ciento de su precio de venta todos los ejemplares que no han sido distribuidos de Los Pasos del Cielo, ya que hemos constatado que el título no tiene demanda y nos será imposible incluirlos en el próximo servicio -explicó Escobillas.

– ¿Por qué no me devuelven los derechos? Total, no pagaron un duro por él y no piensan intentar vender ni un solo ejemplar.

– No podemos hacer eso, amigo mío -matizó Barrido-. Aunque no se materializase adelanto alguno a su persona, la edición ha conllevado una importantísima inversión para la editorial, y el contrato que firmó usted es de veinte años, automáticamente renovable en los mismos términos en caso de que la editorial decida ejercer su legítimo derecho. Entienda usted que nosotros también tenemos que recibir algo. No todo puede ser para el autor.

Al término de su parlamento invité a los tres caballeros a encaminarse a la salida bien por su propio pie o bien a patadas, a su elección. Antes de que les cerrase la puerta en las narices, Escobillas tuvo a bien lanzarme una de sus miradas de mal de ojo.

– Exigimos una respuesta en una semana, o está usted acabado -masculló.

– En una semana usted y el imbécil de su socio estarán muertos -repliqué con calma, sin saber muy bien por qué había pronunciado aquellas palabras.

Pasé el resto de la mañana contemplando las paredes, hasta que las campanas de Santa Maria me recordaron que se acercaba la hora de mi cita con don Pedro Vidal.

Me esperaba en la mejor mesa de la sala, jugueteando con una copa de vino blanco en las manos y escuchando al pianista que acariciaba una pieza de Enrique Granados con dedos de terciopelo. Al verme se levantó y me tendió la mano.

– Felicidades -dije.

Vidal sonrió imperturbable y esperó a que me hubiese sentado para hacerlo él. Dejamos correr un minuto de silencio al amparo de la música y las miradas de gentes de buena cuna, que saludaban a Vidal de lejos o se acercaban a la mesa para felicitarle por su éxito, que era la comidilla de toda la ciudad.

– David, no sabes cómo siento lo que ha pasado -empezó.

– No lo sienta, disfrútelo.

– ¿Crees que esto significa algo para mí? ¿La adulación de cuatro infelices? Mi mayor ilusión era verte triunfar.

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