Cuando el primer aliento del alba rozó las ventanas abrí los ojos y encontré el lecho vacío. Salí al corredor y fui hasta la galería. Cristina había dejado el álbum y se había llevado la novela de Vidal. Recorrí la casa, que ya olía a su ausencia, y fui apagando una por una las velas que había prendido la noche anterior.
Nueve semanas más tarde me encontraba frente al número 17 de la plaza de Catalunya, donde la librería Catalonia había abierto sus puertas dos años atrás, contemplando embobado un escaparate que se me apareció infinito y repleto de ejemplares de una novela que llevaba por título La casa de las cenizas, de Pedro Vidal. Sonreí para mis adentros. Mi mentor había utilizado hasta el título que le había sugerido tiempo atrás, cuando le había explicado la premisa de la historia. Me decidí a entrar y solicité un ejemplar. Lo abrí al azar y empecé a releer pasajes que conocía de memoria y que había terminado de pulir apenas hacía un par de meses. No encontré ni una sola palabra en todo el libro que yo no hubiese puesto allí, excepto la dedicatoria: “Para CristinaSagnier, sin la cual…”
Cuando le devolví el libro, el encargado me dijo que no me lo pensara dos veces.
– Nos llegó hace un par días y ya me la he leído -añadió-. Una gran novela. Hágame caso y llévesela. Ya sé que la ponen por las nubes en todos los diarios y eso casi siempre es mala señal, pero en este caso la excepción confirma la regla. Si no le gusta me la trae y le devuelvo el dinero.
– Gracias -respondí, por la recomendación y sobre todo por lo demás-. Pero yo también la he leído.
– ¿Podría interesarle en otra cosa, entonces?
– ¿No tiene una novela titulada Los Pasos del Cielo?
El librero caviló unos instantes.
– ¿Ésa es la de Martín, verdad, el de La Ciudad…?
Asentí.
– La tenía pedida, pero la editorial no me ha servido existencias. Deje que lo mire bien.
Le seguí hasta un mostrador donde consultó con uno de sus colegas, que negó.
– Nos tenía que llegar ayer, pero el editor dice que no tiene ejemplares. Lo siento. Si quiere le reservo uno cuando me llegue…
– No se preocupe. Volveré a pasar. Y muchas gracias.
– Lo siento caballero. No sé qué habrá pasado, porque ya le digo que debería tenerla…
Al salir de la librería me acerqué hasta un quiosco de prensa que quedaba a la boca de la Rambla. Allí compré casi todos los diarios del día, desde La Vanguardia hasta La Voz de la Industria. Me senté en el café Canaletas y empecé a bucear en sus páginas. La reseña de la novela que había escrito para Vidal venía en todas las ediciones, a página, con grandes titulares y un retrato de don Pedro en que aparecía meditabundo y misterioso, luciendo un traje nuevo y saboreando una pipa con estudiado desdén. Empecé a leer los diferentes titulares y el primero y el último párrafo de las reseñas.
El primero que encontré abría así: “La casa de las cenizas es una obra madura, rica y de gran altura que nos reconcilia con lo mejor que tiene que ofrecer la literatura contemporánea.” Otro rotativo informaba al lector de que “nadie escribe mejor en España que Pedro Vidal, nuestro más respetado y reconocido novelista”, y un tercero sentenciaba que la novela era “una novela capital, de hechura maestra y calidad exquisita”. Un cuarto rotativo glosaba el gran éxito internacional de Vidal y su obra: “Europa se rinde al maestro” (aunque la novela acababa de salir hacía dos días en España y, de traducirse, no aparecería en ningún otro país al menos en un año). La pieza se extendía en una prolija glosa sobre el gran reconocimiento y el enorme respeto que el nombre de Vidal suscitaba entre “los más notables expertos internacionales”, aunque, que yo supiese, ninguno de sus libros se había traducido jamás a lengua alguna, excepto una novela cuya traducción al francés había financiado el propio don Pedro y de la que se habían vendido 126 ejemplares. Milagros aparte, el consenso de la prensa era que “ha nacido un clásico” y que la novela marcaba “el retorno de uno de los grandes, la mejor pluma de nuestro tiempo: Vidal, maestro indiscutible”. En la página opuesta de alguno de aquellos diarios, en un espacio más modesto de una o dos columnas, pude encontrar también alguna reseña de la novela del tal David Martín. La más favorable empezaba así: “Obra primeriza y de estilo pedestre, Los Pasos del Cielo, del novicio David Martín, evidencia desde la primera página la falta de recursos y de talento de su autor.” Una segunda estimaba que “el principiante Martín intenta imitar al maestro Pedro Vidal sin conseguirlo”. La última que fui capaz de leer, publicada en La Voz de la Industria, abría escuetamente con una entradilla en negrita que afirmaba: “David Martín, un completo desconocido y redactor de anuncios por palabras, nos sorprende con el que quizá sea el peor debut literario de este año.”
Dejé en la mesa los diarios y el café que había pedido y me encaminé Rambla abajo hacia las oficinas de Barrido y Escobillas. Por el camino crucé frente a cuatro o cinco librerías, todas adornadas con incontables copias de la novela de Vidal. En ninguna encontré un solo ejemplar de la mía. En todas se repetía el mismo episodio que había vivido en la Catalonia.
– Pues mire, no sé qué habrá pasado, porque me tenía que llegar anteayer, pero el editor dice que ha agotado existencias y que no sabe cuándo reimprimirá. Si quiere dejarme un nombre y un teléfono, le puedo avisar si me llega… ¿Ha preguntado en la Catalonia? Si ellos no lo tienen…
Los dos socios me recibieron con aire fúnebre y desafectado. Barrido, tras su escritorio, acariciando una pluma estilográfica, y Escobillas, de pie a su espalda, taladrándome con la mirada. La Veneno se relamía de expectación sentada en una silla a mi lado.
– No sabe cómo lo siento, amigo Martín -explicaba Barrido-. El problema es el siguiente: los libreros nos hacen los pedidos basándose en las reseñas que aparecen en los diarios, no me pregunte por qué. Si va al almacén de al lado encontrará que tenemos tres mil copias de su novela muertas de asco.
– Con el costo y pérdida que ello convelía -completó Escobillas en un tono claramente hostil.
– He pasado por el almacén antes de venir aquí y he comprobado que había trescientos ejemplares. El jefe me ha dicho que no se han impreso más.
– Eso es mentira -proclamó Escobillas.
Barrido le interrumpió, conciliador.
– Disculpe a mi socio, Martín. Comprenda que estamos tan indignados o más que usted con el vergonzoso tratamiento al que la prensa local ha sometido un libro del que todos en esta casa estábamos profundamente enamorados, pero le ruego entienda que, pese a nuestra fe entusiasta en su talento, en este caso estamos atados de pies y manos por la confusión creada por esas notas de prensa maliciosas. Pero no se desanime, que Roma no se hizo en dos días. Estamos luchando con todas nuestras fuerzas por darle a su obra la proyección que merece su mérito literario, altísimo…
– Con una edición de trescientos ejemplares.
Barrido suspiró, dolido por mi falta de fe.
– La edición es de quinientos -precisó Escobillas-. Los otros doscientos vinieron a buscarlos en persona Barceló y Sempere ayer. El resto saldrá en el próximo servicio porque no han podido entrar en éste debido a un conflicto de acumulación de novedades. Si se molestase
usted en comprender nuestros problemas y no fuese tan egoísta lo entendería perfectamente.
Los miré a los tres, incrédulo.
– No me diga que no van a hacer nada más.
Barrido me miró, desolado.
– ¿Y qué quiere que hagamos, amigo mío? Estamos dando el todo por el todo para usted. Ayúdenos usted un poco a nosotros.
– Si al menos hubiese usted escrito un libro como el de su amigo Vidal -dijo Escobillas.
– Eso sí que es un novelón -confirmó Barrido-. Lo dice hasta La Voz de la Industria.