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– Ahora mismo te traigo toallas limpias. Si no tienes ropa para cambiarte te puedo ofrecer el amplio y siniestro vestuario estilo Bette Époque que los antiguos propietarios dejaron en los armarios.

Mis torpes amagos de humor apenas conseguían arrancarle una sonrisa y se limitó a asentir. La dejé sentada sobre el lecho mientras corría a buscar toallas. Cuando regresé permanecía allí, inmóvil. Dejé las toallas a su lado sobre el lecho y le acerqué un par de velas que había colocado a la entrada para que dispusiera de algo de luz.

– Gracias -musitó.

– Mientras te cambias voy a prepararte un caldo caliente.

– No tengo apetito.

– Te sentará bien igualmente. Si necesitas cualquier cosa, avísame.

La dejé a solas y me dirigí a mi habitación para desembarazarme de los zapatos empapados. Puse agua a calentar y me senté en la galería a esperar. La lluvia seguía cayendo con fuerza, ametrallando los ventanales con rabia y formando regueros, en los desagües de la torre y el terrado, que sonaban como pasos en el techo. Más allá, el barrio de la Ribera estaba sumido en una oscuridad casi absoluta.

Al rato oí que la puerta de la habitación de Cristina se abría y la escuché acercarse. Se había enfundado una bata blanca y se había echado a los hombros un mantón de lana que no iba con ella.

– Te lo he tomado prestado de uno de los armarios -dijo-. Espero que no te importe.

– Puedes quedártelo si quieres.

Se sentó en una de las butacas y paseó los ojos por la sala, deteniéndose en la pila de folios que había sobre la mesa. Me miró y asentí.

– La acabé hace unos días -dije.

– ¿Y la tuya?

Lo cierto es que sentía ambos manuscritos como míos, pero me limité a asentir.

– ¿Puedo? -preguntó, tomando una página y acercándola al candil.

– Claro.

La vi leer en silencio, una sonrisa tibia en los labios.

– Pedro nunca creerá que ha escrito esto -dijo.

– Confía en mí -repliqué.

Cristina devolvió la página a la pila y me miró largamente.

– Te he echado de menos -dijo-. No quería, pero lo he hecho.

– Yo también.

– Había días en que, antes de ir al sanatorio, me acercaba a la estación y me sentaba en el andén a esperar el tren que subía de Barcelona, pensando que a lo mejor te veía allí.

Tragué saliva.

– Pensaba que no querías verme -dije.

– Yo también lo pensaba. Mi padre preguntaba a menudo por ti, ¿sabes? Me pidió que cuidase de ti.

– Tu padre era un buen hombre -dije-. Un buen amigo.

Cristina asintió con una sonrisa, pero vi que se le llenaban los ojos de lágrimas.

– Al final ya no se acordaba de nada. Había días en que me confundía con mi madre y me pedía perdón por los años que pasó en la cárcel. Luego pasaban semanas en que apenas se daba cuenta de que estaba allí. Con el tiempo, la soledad se te mete dentro y no se va.

– Lo siento, Cristina.

– Los últimos días creí que estaba mejor. Empezaba a recordar cosas. Me había llevado un álbum de fotografías que él tenía en casa y le enseñaba otra vez quién era quién. Había una foto de hace años, en Villa Helius, en la que estáis tú y él subidos en el coche. Tú estás al volante y mi padre te está enseñando a conducir. Los dos os estáis riendo. ¿Quieres verla?

Dudé, pero no me atreví a romper aquel instante.

– Claro…

Cristina fue a buscar el álbum a su maleta y regresó con un pequeño libro encuadernado en piel. Se sentó a mi lado y empezó a pasar las páginas repletas de viejos retratos, recortes y postales. Manuel, como mi padre, apenas había aprendido a leer y a escribir, y sus recuerdos estaban hechos de imágenes.

– Mira, estáis aquí.

Examiné la fotografía y recordé exactamente el día de verano en que Manuel me había dejado subir en el primer coche que había comprado Vidal y me había enseñado los rudimentos de la conducción. Luego habíamos sacado el coche hasta la calle Panamá y, a una velocidad de unos cinco kilómetros por hora que a mí me pareció vertiginosa, habíamos ido hasta la avenida Pearson y habíamos vuelto conmigo a los mandos.

“Está usted hecho un as del volante -había dictaminado Manuel-. Si algún día le falla lo de los cuentos, considere su porvenir en las carreras.”

Sonreí, recordando aquel momento que había creído perdido. Cristina me tendió el álbum.

– Quédatelo. A mi padre le hubiese gustado que lo tuvieses tú.

– Es tuyo, Cristina. No puedo aceptarlo.

– Yo también prefiero que lo guardes tú.

– Queda en depósito, entonces, hasta que quieras venir a por él.

Empecé a pasar las hojas del álbum, revisitando rostros que recordaba y otros que nunca había visto. Allí estaba la foto del casamiento de Manuel Sagnier y su esposa Marta, a la que tanto se parecía Cristina, retratos de estudio de sus tíos y abuelos, de una calle en el Raval por la que pasaba una procesión y de los baños de San Sebastián, en la playa de la Barceloneta. Manuel había coleccionado viejas postales de Barcelona y recortes de los periódicos con imágenes de un Vidal jovencísimo posando a las puertas del hotel Florida en la cima del Tibidabo, y otra en la que aparecía del brazo de una belleza de infarto en los salones del casino de la Rabasada.

– Tu padre veneraba a don Pedro.

– Siempre me dijo que se lo debíamos todo -repuso Cristina.

Seguí viajando a través de la memoria del pobre Manuel hasta dar con una página en la que aparecía una fotografía que no parecía encajar con el resto. En ella se apreciaba a una niña de unos ocho o nueve años caminando sobre un pequeño muelle de madera que se adentraba en una lámina de mar luminosa. Iba de la mano de un adulto, un hombre vestido con un traje blanco que quedaba cortado por el encuadre. Al fondo del muelle se podía apreciar un pequeño bote de vela y un horizonte infinito en el que se ponía el sol. La niña, que estaba de espaldas, era Cristina.

– Ésa es mi favorita -murmuró Cristina.

– ¿Dónde está tomada?

– No lo sé. No recuerdo ese lugar, ni ese día. No estoy ni segura de que ese hombre sea mi padre. Es como si ese momento nunca hubiese existido. Hace años que la encontré en el álbum de mi padre y nunca he sabido lo que significa. Es como si quisiera decirme algo.

Fui pasando páginas. Cristina iba contándome quién era quién.

– Mira, ésta soy yo con catorce años.

– Ya lo sé.

Cristina me miró con tristeza.

– ¿Yo no me daba cuenta, verdad? -preguntó.

Me encogí de hombros.

– No podrás perdonarme nunca.

Preferí pasar las páginas a mirarla a los ojos.

– No tengo nada que perdonar.

– Mírame, David.

Cerré el álbum e hice lo que me pedía.

– Es mentira -dijo-. Sí que me daba cuenta. Me daba cuenta todos los días, pero creía que no tenía derecho.

– ¿Por qué?

– Porque nuestras vidas no nos pertenecen. Ni la mía, ni la de mi padre, ni la tuya…

– Todo pertenece a Vidal -dije con amargura.

Lentamente me tomó la mano y se la llevó a los labios.

– Hoy no -murmuró.

Sabía que la iba a perder tan pronto pasara aquella noche y el dolor y la soledad que se la comían por dentro fueran acallándose. Sabía que tenía razón, no porque fuera cierto lo que había dicho, sino porque en el fondo ambos lo creíamos y siempre sería así. Nos escondimos como dos ladrones en una de las habitaciones sin atrevernos a prender una vela, sin atrevernos ni siquiera a hablar. La desnudé despacio, recorriendo su piel con los labios, consciente de que nunca más volvería a hacerlo. Cristina se entregó con rabia y abandono, y cuando nos venció la fatiga se durmió en mis brazos sin necesidad de decir nada. Me resistí al sueño, saboreando el calor de su cuerpo y pensando que si al día siguiente la muerte quería venir a mi encuentro la recibiría en paz. Acaricié a Cristina en la penumbra, escuchando la tormenta alejarse de la ciudad tras los muros, sabiendo que iba a perderla pero que, por unos minutos, nos habíamos pertenecido el uno al otro, y a nadie más.

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