– David, hay cosas de las que tú y yo no hemos hablado nunca…
– De fútbol, por ejemplo. -Hablo en serio. -Usted dirá, don Pedro. Me miró largamente, dudando.
– Yo siempre he tratado de ser un buen amigo para ti, David. ¿Lo sabes, verdad?
– Ha sido usted mucho más que eso, don Pedro. Lo sé yo y lo sabe usted.
– A veces me pregunto si no habría tenido que ser más honesto contigo.
– ¿Respecto a qué?
Vidal ahogó la mirada en su copa de brandy. -Hay cosas que no te he contado nunca, David. Cosas de las que quizá debería haberte hablado hace años… Dejé transcurrir un instante que se hizo eterno. Fuera lo que fuese que Vidal quería contarme, estaba claro que ni todo el brandy del mundo iba a sacárselo.
– No se preocupe, don Pedro. Si han esperado años, seguro que pueden esperar a mañana.
– Mañana a lo mejor no tengo el valor de decírtelas. Me di cuenta de que nunca le había visto tan asustado. Algo se le había atragantado en el corazón y empezaba a incomodarme verle en aquel lance.
– Haremos una cosa, don Pedro. Cuando se publiquen su libro y el mío nos reunimos para brindar y me cuenta usted lo que me tenga que contar. Me invita a uno de esos sitios caros y finos donde no me dejan entrar si no voy con usted y me hace todas las confidencias que me quiera hacer. ¿Le parece bien?
Al anochecer le acompañé hasta el paseo del Born, donde Pep esperaba al pie del Hispano-Suiza enfundado en el uniforme de Manuel, que le venía cinco tallas grande, lo mismo que el automóvil. La carrocería estaba perfumada de rasguños y golpes de aspecto reciente que dolían a la vista.
– Al trote relajado, ¿eh, Pep? -aconsejé-. Nada de galopar. Lento pero seguro, como si fuera un percherón.
– Sí, señor Martín. Lento pero seguro.
Al despedirse, Vidal me abrazó con fuerza y cuando subió al coche me pareció que llevaba el peso del mundo entero sobre los hombros.
A los pocos días de haber puesto punto y final a las dos novelas, la de Vidal y la mía, Pep se presentó en mi casa sin previo aviso. Iba enfundado en aquel uniforme que había heredado de Manuel y que le confería el aspecto de un niño disfrazado de mariscal de campo. En principio supuse que traía algún mensaje de Vidal, o tal vez de Cristina, pero su sombrío semblante traicionaba una inquietud que me hizo descartar aquella posibilidad tan pronto cruzamos la mirada. -Malas noticias, señor Martín. -¿Qué ha pasado? -Es el señor Manuel.
Mientras me explicaba lo sucedido se le hundió la voz, y cuando le pregunté si quería un vaso de agua casi se echó a llorar. Manuel Sagnier había fallecido tres días antes en el sanatorio de Puigcerdá tras una larga agonía. Por decisión de su hija le habían enterrado el día anterior en un pequeño cementerio al pie de los Pirineos. -Dios santo -murmuré.
En vez de agua serví a Pep una copa de brandy bien cargada y lo aparqué en una butaca en la galería. Cuando estuvo más calmado, Pep me explicó que Vidal le había enviado a recoger a Cristina, que volvía aquella tarde en el tren que tenía prevista su llegada a las cinco.
– Imagínese cómo estará la señorita Cristina… -murmuró, acongojado ante la perspectiva de tener que ser él quien la recibiese y consolase de camino al pequeño apartamento sobre las cocheras de Villa Helius donde había vivido con su padre desde que era niña.
– Pep, no creo que sea una buena idea que vayas a recoger a la señorita Sagnier
– Órdenes de don Pedro…
– Dile a don Pedro que yo asumo la responsabilidad.
A golpes de licor y retórica le convencí para que se marchase y dejase el asunto en mis manos. Yo mismo iría a recogerla y la llevaría a Villa Helius en un taxi.
– Se lo agradezco, señor Martín. Usted que es de letras sabrá mejor qué decirle a la pobre.
A las cinco menos cuarto me encaminé hacia la recién inaugurada estación de Francia. La Exposición Universal de aquel año había dejado la ciudad sembrada de prodigios, pero de entre todos ellos aquella bóveda de acero y cristal de aire catedralicio era mi favorito, aunque sólo fuese porque me quedaba al lado de casa y podía verla desde el estudio de la torre. Aquella tarde el cielo estaba sembrado de nubes negras que cabalgaban desde el mar y se anudaban sobre la ciudad. El eco de relámpagos en el horizonte y un viento cálido que olía a polvo y a electricidad hacían presagiar que se avecinaba una tormenta estival de considerable envergadura. Cuando llegué a la estación estaban empezando a verse las primeras gotas, brillantes y pesadas como monedas caídas del cielo. Para cuando me adentré en el andén a esperar la llegada del tren, la lluvia ya golpeaba con fuerza la bóveda de la estación y la noche pareció precipitarse de golpe, apenas interrumpida por las llamaradas de luz que estallaban sobre la ciudad y dejaban un rastro de ruido y furia.
El tren llegó con casi una hora de retraso, una serpiente de vapor arrastrándose bajo la tormenta. Esperé a pie de locomotora a ver aparecer a Cristina entre los viajeros que se iban apeando de los vagones. Diez minutos más tarde todo el pasaje había descendido y seguía sin haber rastro de ella. Estaba por volver a casa, creyendo que al fin Cristina no habría tomado aquel tren, cuando decidí dar un último vistazo y recorrer todo el andén hasta el final con la mirada atenta a las ventanas de los cornpartimentos. La encontré en el penúltimo vagón, sentada con la cabeza apoyada en la ventana y la mirada extraviada. Subí al vagón y me detuve en el umbral del compartimento. Al oír mis pasos se volvió y me miró sin sorpresa, sonriendo débilmente. Se levantó y me abrazó en silencio.
– Bien venida -dije.
Cristina no traía más equipaje que una pequeña maleta. Le ofrecí mi mano y bajamos al andén, que ya estaba desierto. Recorrimos el trayecto hasta el vestíbulo de la estación sin despegar los labios. Al llegar a la salida nos detuvimos. El aguacero caía con fuerza y la línea de taxis que había a las puertas de la estación cuando llegué se había evaporado.
– No quiero volver a Villa Helius esta noche, David. Todavía no.
– Puedes quedarte en casa si quieres, o podemos buscarte habitación en un hotel.
– No quiero estar sola.
– Vamos a casa. Si algo me sobran son habitaciones.
Avisté a uno de los mozos de equipajes que se había asomado a contemplar la tormenta y que sostenía un enorme paraguas en las manos. Me aproximé a él y me ofrecí a comprárselo por una cantidad unas cinco veces superior a su precio. Me lo entregó envuelto en una sonrisa servicial.
Al amparo de aquel paraguas nos aventuramos bajo el diluvio rumbo a la casa de la torre, adonde gracias a las ráfagas de viento y los charcos llegamos diez minutos más tarde completamente empapados. La tormenta se había llevado el alumbrado, y las calles estaban sumidas en una oscuridad líquida, apenas punteada por faroles de aceite o velas prendidas proyectados desde balcones y portales. No dudé que la formidable instalación eléctrica de mi casa debía de haber sido de las primeras en sucumbir. Tuvimos que subir las escaleras a tientas y, al abrir la puerta principal del piso, el aliento de los relámpagos desenterró su aspecto más fúnebre e inhóspito.
– Si has cambiado de idea y prefieres que busquemos un hotel…
– No, está bien. No te preocupes.
Dejé la maleta de Cristina en el recibidor y fui a la cocina a buscar una caja de velas y cirios varios que guardaba en la alacena. Empecé a prenderlos uno por uno, fijándolos en platos, vasos y copas. Cristina me observaba desde la puerta.
– Es un minuto -aseguré-. Ya tengo práctica.
Empecé a repartir velas por las habitaciones, por el pasillo y por los rincones hasta que toda la casa se sumió en una tenue tiniebla dorada.
– Parece una catedral -dijo Cristina.
La acompañé hasta uno de los dormitorios que nunca usaba pero que mantenía limpio y adecentado de alguna vez en que Vidal, demasiado bebido para volver a su palacio, se había quedado a pasar la noche.