– ¿Y?
– Ignatius B. Samson se ha suicidado. Ha dejado inédito un relato de veinte páginas en el que muere junto a Cloe Permanyer, abrazados ambos tras haber ingerido un veneno.
– ¿El autor muere en una de sus propias novelas? -preguntó Herminia, confundida.
– Es su despedida avant-garde del mundo del serial. Un detalle que estaba seguro les iba a encantar a ustedes.
– ¿Y no podría haber un antídoto o…? -preguntó la Veneno.
– Martín, no hará falta que le recuerde que es usted, y no el presuntamente difunto Ignatius, quien tiene suscrito un contrato… -dijo Escobillas.
Barrido alzó la mano para acallar a su colega.
– Creo que sé lo que le pasa, Martín. Está usted agotado. Lleva años dejándose los sesos sin descanso, cosa que esta casa le agradece y valora, y necesita usted un respiro. Y lo entiendo. Lo entendemos, ¿verdad?
Barrido miró a Escobillas y a la Veneno, que procedieron a asentir con cara de circunstancias.
– Es usted un artista y quiere hacer arte, alta literatura, algo que le brote del corazón y que inscriba su nombre en letras de oro en los peldaños de la historia universal.
– Tal como lo explica usted suena ridículo -dije.
– Porque lo es -adujo Escobillas.
– No, no lo es -cortó Barrido-. Es humano. Y nosotros somos humanos. Yo, mi socio y Herminia, que siendo mujer y criatura de sensibilidad delicada es la más humana de todos, ¿no es así, Herminia?
– Humanísima -convino la Veneno.
– Y como somos humanos, le entendemos y queremos apoyarle. Porque estamos orgullosos de usted y convencidos de que sus éxitos serán los nuestros, y porque en esta casa, al fin y al cabo, lo que cuentan son las personas y no los números.
Al término del discurso, Barrido hizo una pausa escénica. Tal vez esperaba que rompiese a aplaudir, pero cuando vio que me quedaba quieto prosiguió su exposición sin más dilación.
– Por eso voy a proponerle lo siguiente: tómese usted seis meses, nueve si hace falta, porque un parto es un parto, y enciérrese en su estudio a escribir la gran novela de su vida. Cuando la tenga nos la trae y nosotros la publicaremos con su nombre, poniendo toda la carne en el asador y apostando el todo por el todo. Porque estamos a su lado.
Miré a Barrido y luego a Escobillas. La Veneno estaba a punto de romper en llanto por la emoción.
– Por supuesto, sin anticipo -puntualizó Escobillas.
Barrido dio una palmada eufórica al aire.
– ¿Qué me dice?
Empecé a trabajar aquel mismo día. Mi plan era tan simple como descabellado. De día reescribiría el libro de Vidal y de noche trabajaría en el mío. Sacaría brillo a todas las malas artes que me había enseñado Ignatius B. Samson y las pondría al servicio de lo poco digno y decente, si es que lo había, que me quedaba en el corazón. Escribiría por gratitud, por desesperación y vanidad. Escribiría sobre todo para Cristina, para demostrarle que también yo era capaz de pagar mi deuda con Vidal y que David Martín, aunque estuviese a punto de caerse muerto, se había ganado el derecho a mirarla a los ojos sin avergonzarse de sus ridiculas esperanzas.
No volví a la consulta del doctor Trías. No veía la necesidad. El día que no pudiese escribir una palabra más, ni imaginarla, yo sería el primero en darme cuenta. Mi fiable y poco escrupuloso farmacéutico me proporcionaba sin hacer preguntas cuantos dulces de codeína le solicitaba y, a veces, alguna que otra delicia que prendía fuego a las venas y dinamitaba desde el dolor hasta la conciencia. No le hablé a nadie de mi visita al doctor ni de los resultados de las pruebas.
Mis necesidades básicas las cubría el envío semanal que me hacía servir de Can Gispert, un formidable emporio de ultramarinos que quedaba en la calle Mirallers, detrás de la catedral de Santa María del Mar. El pedido era siempre el mismo. Solía traérmelo la hija de los dueños, una muchacha que se me quedaba mirando como un cervatillo asustado cuando la hacía pasar al recibidor y esperar mientras iba a buscar el dinero para pagarle.
– Esto es para tu padre, y esto es para ti.
Siempre le daba diez céntimos de propina, que aceptaba en silencio. Cada semana la muchacha volvía a llamar a mi puerta con el pedido, y cada semana le pagaba y le daba diez céntimos de propina. Durante nueve meses y un día, el tiempo que habría de llevarme la escritura del único libro que llevaría mi nombre, aquella muchacha cuyo nombre desconocía y cuyo rostro olvidaba cada semana, hasta que volvía a encontrarla en el umbral de mi puerta, fue la persona a la que vi más a menudo.
Cristina dejó de acudir sin previo aviso a nuestra cita de todas las tardes. Empezaba a temer que Vidal se hubiese percatado de nuestra estratagema cuando, una tarde en que la estaba esperando después de casi una semana de ausencia, abrí la puerta creyendo que era ella y me encontré a Pep, uno de los criados de Villa Helius. Me traía un paquete celosamente sellado de parte de Cristina que contenía el manuscrito entero de Vidal. Pep me explicó que el padre de Cristina había sufrido un aneurisma que le había dejado prácticamente inválido y que ella se lo había llevado a un sanatorio en el Pirineo, en Puigcerdá, donde al parecer había un joven doctor que era experto en el tratamiento de aquellas dolencias.
– El señor Vidal se ha hecho cargo de todo -explicó Pep-. Sin reparar en gastos.
Vidal nunca se olvidaba de sus sirvientes, pensé, no sin cierta amargura.
– Me pidió que le entregase esto en mano. Y que no le dijese nada a nadie.
El mozo me entregó el paquete, aliviado de librarse de aquel misterioso artículo.
– ¿Te dejó alguna seña de dónde podía encontrarla si hacía falta?
– No, señor Martín. Todo lo que sé es que el padre de la señorita Cristina está ingresado en un lugar llamado Villa San Antonio.
Días más tarde Vidal me hizo una de sus visitas impromptu y se quedó toda la tarde en casa, bebiéndose mi anís, fumándose mis cigarillos y habiéndome de la desgracia de lo sucedido a su chófer.
– Parece mentira. Un hombre fuerte como un roble y, de un plumazo, cae redondo y ya no sabe ni quién es. -¿Qué tal está Cristina?
– Puedes imaginártelo. Su madre murió años atrás y Manuel es la única familia que le queda. Se llevó con ella un álbum de fotografías de familia y se lo enseña todos los días al pobre a ver si recuerda algo.
Mientras Vidal hablaba, su novela -o debería decir la mía- descansaba en una pila de folios boca abajo sobre la mesa de la galería, a medio metro de sus manos. Me contó que en ausencia de Manuel había instado a Pep -al parecer un buen jinete- a empaparse del arte de la conducción, pero el joven, de momento, era un desastre. -Dele tiempo. Un automóvil no es un caballo. El secreto es la práctica.
– Ahora que lo mencionas, Manuel te enseñó a conducir, ¿verdad?
– Un poco -admití-. Y no es tan fácil como parece.
– Si esta novela que te llevas entre manos no se vende, siempre puedes convertirte en mi chófer.
– No enterremos al pobre Manuel todavía, don Pedro.
– Un comentario de mal gusto -admitió Vidal-. Lo siento.
– ¿Y su novela, don Pedro?
– En buen camino. Cristina se ha llevado a Puigcerdá el manuscrito final para pasarlo a limpio y ponerlo en forma mientras está junto a su padre. -Me alegro de verle contento. Vidal sonrió, triunfante.
– Creo que será algo grande -dijo-. Después de tantos meses que creía perdidos he releído las primeras cincuenta páginas que Cristina ha pasado a limpio y me he sorprendido de mí mismo. Creo que a ti también te va a sorprender. Va a resultar que aún me quedan algunos trucos que enseñarte.
– Nunca lo he dudado, don Pedro. Aquella tarde Vidal estaba bebiendo más de lo habitual. Los años me habían enseñado a leer su abanico de inquietudes y reservas, y supuse que aquélla no era una visita simplemente de cortesía. Cuando hubo liquidado las existencias de anís le serví una generosa copa de brandy y esperé.