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– Lo hay. Hay muchas cosas que podemos hacer para aliviar el dolor y para garantizarle a usted la máxima comodidad y tranquilidad…

– Pero voy a morir.

– Sí.

– Pronto.

– Posiblemente.

Sonreí para mí. Incluso las peores noticias son un alivio cuando no pasan de ser una confirmación de algo que uno ya sabía sin querer saberlo.

– Tengo veintiocho años -dije, sin saber muy bien por qué.

– Lo siento, señor Martín. Me gustaría poder darle otras noticias.

Sentí que finalmente había confesado una mentira o un pecado venial y que la losa del remordimiento se levantaba de un plumazo.

– ¿Cuánto tiempo me queda?

– Es difícil determinarlo con exactitud. Yo diría que un año, año y medio a lo sumo.

Su tono daba a entender claramente que aquél era un pronóstico más que optimista.

– ¿Y de ese año, o lo que sea, cuánto tiempo cree usted que puedo conservar mis facultades para trabajar y valerme por mí mismo?

– Es usted escritor y trabaja con su cerebro. Lamentablemente ahí es donde está localizado el problema y ahí es donde antes nos encontraremos con limitaciones.

– Limitaciones no es un término médico, doctor.

– Lo normal es que a medida que avance la enfermedad los síntomas que ha venido usted experimentando se manifiesten con más intensidad y frecuencia y que, a partir de cierto momento, deba usted ingresar en un hospital para que podamos hacernos cargo de su cuidado.

– No podré escribir.

– No podrá ni pensar en escribir.

– ¿Cuánto tiempo?

– No lo sé. Nueve o diez meses. Tal vez más, tal vez menos. Lo siento mucho, señor Martín.

Asentí y me levanté. Me temblaban las manos y me faltaba el aire.

– Señor Martín, entiendo que necesita tiempo para pensar en todo lo que le estoy diciendo, pero es importante que tomemos medidas cuanto antes…

– No me puedo morir todavía, doctor. Aún no. Tengo cosas que hacer. Después tendré toda la vida para morirme.

Aquella misma noche subí al estudio de la torre y me senté frente a la máquina de escribir aunque sabía que estaba seco. Las ventanas estaban abiertas de par en par, pero Barcelona ya no quería contarme nada y fui incapaz de completar una sola página. Cuanto era capaz de conjurar me parecía banal y hueco. Me bastaba releerlas para comprender que mis palabras apenas valían la tinta en la que estaban impresas. Ya no era capaz de oír la música que desprende un pedazo decente de prosa. Poco a poco, como un veneno lento y placentero, las palabras de Andreas Corelli empezaron a gotear en mi pensamiento.

Me quedaban por lo menos cien páginas para terminar aquella enésima entrega de las rocambolescas aventuras que tanto habían abultado los bolsillos de Barrido y Escobillas, pero supe en aquel mismo momento que no iba a terminarla. Ignatius B. Samson se había quedado tendido en los raíles frente a aquel tranvía, exhausto, y desangrada su alma en demasiadas páginas que nunca debieron ver la luz. Pero antes de irse me había dejado su última voluntad. Que le enterrase sin ceremoniales y que, por una vez en la vida, tuviese el valor de usar mi propia voz. Me legaba su considerable arsenal de humo y de espejos. Y me pedía que le dejase ir, porque él había nacido para ser olvidado.

Tomé las páginas que llevaba escritas de su última novela y les prendí fuego, sintiendo cómo una losa se me quitaba de encima con cada página que entregaba a las llamas. Una brisa húmeda y calurosa soplaba aquella noche sobre los tejados, y al entrar por mis ventanas se llevó las cenizas de Ignatius B. Samson y las esparció entre los callejones de la ciudad vieja de donde nunca, por mucho que sus palabras se perdiesen para siempre y su nombre resbalase de la memoria de sus más devotos lectores, se marcharía.

Al día siguiente me presenté en las oficinas de Barrido y Escobillas. La recepcionista era nueva, apenas una chiquilla, y no me reconoció.

– ¿Su nombre?

– Hugo, Víctor.

La recepcionista sonrió y conectó la centralita para avisar a Herminia.

– Doña Herminia, don Hugo Víctor está aquí para ver al señor Barrido.

La vi asentir y desconectar la centralita.

– Dice que sale ahora mismo.

– ¿Hace mucho que trabajas aquí? -pregunté.

– Una semana -respondió la muchacha, solícita.

Si no erraban mis cálculos, aquélla era la octava recepcionista que tenía Barrido y Escobillas en lo que iba de año. Los empleados de la casa que dependían directamente de la taimada Herminia duraban poco porque la Veneno, cuando descubría que tenían un par de dedos más de frente que ella y temía que le pudieran hacer sombra, cosa que sucedía nueve de cada diez veces, los acusaba de robo, hurto o alguna falta disparatada, y organizaba un rosario hasta que Escobillas los ponía en la calle y los amenazaba con enviarlos a algún sicario si por ventura se iban de la lengua.

– Qué alegría verte, David -dijo la Veneno-. Te veo más guapo. Con muy buen aspecto.

– Es que me ha atropellado un tranvía. ¿Está Barrido?

– Qué cosas tienes. Para ti, siempre está. Se va a poner muy contento cuando le diga que has venido a visitarnos.

– No tienes ni idea.

La Veneno me condujo hasta el despacho de Barrido, que estaba decorado como la cámara de un canciller de opereta, con profusión de alfombras, bustos de emperadores, naturalezas muertas y tomos encuadernados en piel y adquiridos a granel que, por lo que yo podía imaginar, debían de estar en blanco. Barrido me ofreció la más aceitosa de sus sonrisas y me estrechó la mano.

– Estamos ya todos impacientes por recibir la nueva entrega. Sepa usted que vamos reeditando las dos últimas y que nos las quitan de las manos. Cinco mil ejemplares más. ¿Qué le parece?

Me parecía que debían de ser por lo menos cincuenta mil, pero me limité a asentir sin entusiasmo. Barrido y Escobillas habían refinado al nivel de arreglo floral lo que en el gremio editorial barcelonés se conocía como la doble tirada. De cada título se hacía una edición oficial y declarada de unos pocos miles de ejemplares por los que se pagaba un margen ridículo al autor. Luego, si el libro funcionaba, había una o muchas ediciones reales y subterráneas de docenas de miles de ejemplares que nunca se declaraban y por las que el autor no veía una peseta. Estos últimos ejemplares podían distinguirse de los primeros porque Barrido los hacía imprimir de tapadillo en una antigua planta de embutidos situada en Santa Perpetua de Mogoda y, si uno los hojeaba, desprendían el inconfundible perfume del chorizo bien curado.

– Me temo que tengo malas noticias.

Barrido y la Veneno intercambiaron una mirada sin aflojar la mueca. En éstas, Escobillas se materializó por la puerta y me miró con aquel aire seco y displicente con que parecía tomarle a uno las medidas a ojo para un ataúd.

– Mira quién ha venido a vernos. Qué sorpresa tan agradable, ¿verdad? -preguntó Barrido a su socio, que se limitó a asentir.

– ¿Qué malas noticias son ésas? -preguntó Escobillas.

– ¿Lleva algo de retraso, amigo Martín? -añadió Barrido amistosamente-. Seguro que podemos acomodar.

– No. No hay retraso. Sencillamente no va a haber libro.

Escobillas dio un paso al frente y arqueó las cejas. Barrido dejó escapar una risita.

– ¿Cómo que no va a haber libro? -preguntó Escobillas.

– Como que ayer le prendí fuego y no queda una sola página del manuscrito.

Se desplomó un espeso silencio. Barrido hizo un gesto conciliador y señaló la que se conocía como la butaca de las visitas, un trono negruzco y hundido en el que se acorralaba a autores y proveedores para que quedasen a la altura de la mirada de Barrido.

– Martín, siéntese y cuénteme. Algo le preocupa, lo noto. Puede usted sincerarse con nosotros, que está en familia.

La Veneno y Escobillas asintieron con convicción, mostrando el alcance de su aprecio en una mirada de embelesada devoción. Preferí quedarme de pie. Todos hicieron lo propio y me contemplaron como si fuese una estatua de sal que está a punto de echarse a hablar en cualquier momento. A Barrido le dolía la cara de tanto sonreír.

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