Suspiré y reí para mis adentros.
– Veo que no me cree.
– Señor Corelli, soy un autor de novelas de aventuras que ni siquiera llevan mi nombre. Mis editores, a quien al parecer usted ya conoce, son un par de estafadores de medio pelo que no valen su peso en estiércol, y mis lectores no saben ni que existo. Llevo años ganándome la vida en este oficio y todavía no he escrito una sola página de la que me sienta satisfecho. La mujer que quiero cree que estoy desperdiciando mi vida y tiene razón. También cree que no tengo derecho a desearla, que somos un par de almas insignificantes cuya única razón de ser es la deuda de gratitud que tenemos con un hombre que nos ha sacado a los dos de la miseria, y puede que también tenga razón en eso. Poco importa. El día menos pensado cumpliré treinta años y me daré cuenta de que cada día me parezco menos a la persona que quería ser cuando tenía quince. Eso si los cumplo, porque mi salud últimamente es casi tan consistente como mi trabajo. Hoy por hoy, si soy capaz de armar una o dos frases legibles por hora me tengo que dar por satisfecho. Ésa es la clase de autor y de hombre que soy. No la que recibe visitas de editores de París con cheques en blanco para escribir el libro que cambie su vida y haga realidad todas sus esperanzas.
Corelli me observó con gesto grave, sopesando mis palabras.
– Creo que es usted un juez demasiado severo consigo mismo, lo cual es siempre una cualidad que distingue a las personas de valía. Créame cuando le digo que a lo largo de mi carrera he tratado con infinidad de personajes por los que no hubiera dado usted un escupitajo y que tenían un altísimo concepto de sí mismos. Pero quiero que sepa que, aunque usted no me crea, sé exactamente la clase de autor y de hombre que es. Hace años que le sigo la pista, usted ya lo sabe. He leído desde el primer relato que escribió para La Voz de la Industria hasta la serie de Los misterios de Barcelona, y ahora cada una de las entregas de los seriales de Ignatius B. Samson. Me atrevería a decir que le conozco mejor de lo que se conoce usted mismo. Por eso sé que, al final, aceptará mi oferta.
– ¿Qué más sabe?
– Sé que tenemos algo, o mucho, en común. Sé que perdió a su padre y yo también. Sé lo que es perder a un padre cuando todavía se le necesita. Al suyo se lo arrebataron en trágicas circunstancias. El mío, por motivos que no hacen al caso, me repudió y expulsó de su casa. Casi le diría que eso puede ser más doloroso. Sé que se siente solo, y créame cuando le digo que ése es un sentimiento que también conozco profundamente. Sé que alberga en su corazón grandes esperanzas, pero que ninguna de ellas se ha cumplido, y sé que eso, sin que usted se dé cuenta, le está matando un poco cada día que pasa.
Sus palabras trajeron un largo silencio.
– Sabe usted muchas cosas, señor Corelli.
– Las suficientes para pensar que me gustaría conocerle mejor y ser su amigo. Y creo que usted no tiene muchos amigos. Yo tampoco. No confío en la gente que cree tener muchos amigos. Es señal de que no conocen a los demás.
– Pero no busca usted un amigo, busca un empleado.
– Busco a un socio temporal. Le busco a usted.
– Está usted muy seguro de sí mismo -aventuré.
– Es un defecto de nacimiento -replicó Corelli, levantándose-. Otro es la clarividencia. Por eso comprendo que quizá es todavía pronto para usted y que no le basta con oír la verdad de mis labios. Necesita usted verla con sus propios ojos. Sentirla en su carne. Y, créame, la sentirá.
Me tendió la mano y no la retiró hasta que se la estreché.
– ¿Puedo al menos quedarme con la tranquilidad de que pensará en lo que he le dicho y que volveremos a hablar? -preguntó.
– No sé qué decir, señor Corelli.
– No me diga nada ahora. Le prometo que la próxima vez que nos encontremos lo verá usted mucho más claro.
Con estas palabras me sonrió cordialmente y se alejó hacia las escaleras.
– ¿Habrá una próxima vez? -pregunté.
Corelli se detuvo y se volvió.
– Siempre la hay.
– ¿Dónde?
Las últimas luces del día caían sobre la ciudad y sus ojos brillaban como dos brasas.
Le vi desaparecer por la puerta de las escaleras. Sólo entonces me di cuenta de que, durante toda la conversación, no le había visto pestañear una sola vez.
El consultorio estaba situado en un piso alto desde el que se veían el mar reluciendo a lo lejos y la pendiente de la calle Muntaner punteada de tranvías que resbalaban hasta el Ensanche entre grandes caserones y edificios señoriales. La consulta olía a limpio. Sus salas estaban decoradas con gusto exquisito. Sus cuadros eran tranquilizadores y llenos de vistas a paisajes de esperanza y paz. Sus estanterías estaban repletas de libros imponentes rezumando autoridad. Sus enfermeras se movían como bailarinas y sonreían al pasar. Aquél era un purgatorio para bolsillos pudientes.
– El doctor le verá ahora, señor Martín. El doctor Trías era un hombre de aire patricio y aspecto impecable que transmitía serenidad y confianza en cada gesto. Ojos grises y penetrantes tras lentes montados al aire. Sonrisa cordial y afable, nunca frivola. El doctor Trías era un hombre acostumbrado a lidiar con la muerte, y cuanto más sonreía, más miedo daba. Por el modo en que me hizo pasar y tomar asiento tuve la impresión de que, aunque días antes, cuando empecé a someterme a las pruebas, me había hablado de recientes avances científicos y médicos que permitían albergar esperanzas en la lucha contra los síntomas que le había descrito, por lo que a él concernía no había dudas.
– ¿Cómo se encuentra? -preguntó, dudando entre mirarme a mí o a la carpeta que tenía sobre la mesa.
– Dígamelo usted.
Me ofreció una sonrisa leve, de buen jugador.
– Me dice la enfermera que es usted escritor, aunque veo aquí que al rellenar el cuestionario de ingreso puso que era mercenario.
– En mi caso no hay diferencia alguna.
– Creo que alguno de mis pacientes es lector suyo.
– Confío en que el daño neurológico causado no haya sido permanente.
El doctor sonrió como si mi comentario le pareciese gracioso y adoptó un ademán más directo que daba a entender que los amables y banales prolegómenos de la conversación se habían terminado.
– Señor Martín, veo que ha venido usted solo. ¿No tiene usted familia inmediata? ¿Esposa? ¿Hermanos? ¿Padres que vivan todavía?
– Eso suena un tanto fúnebre -aventuré.
– Señor Martín, no le voy a mentir. Los resultados de las primeras pruebas no son todo lo halagüeños que esperábamos.
Le miré en silencio. No sentía miedo ni inquietud. No sentía nada.
– Todo apunta a que tiene usted un crecimiento alojado en el lóbulo izquierdo de su cerebro. Los resultados confirman lo que los síntomas que usted me describió hacían temer y todo parece indicar que podría tratarse de un carcinoma.
Durante unos segundos fui incapaz de decir nada. No pude ni fingir sorpresa.
– ¿Cuánto hace que lo tengo?
– Es imposible saberlo a ciencia cierta aunque me atrevería a suponer que el tumor lleva creciendo desde hace bastante tiempo, lo cual explicaría los síntomas que me ha descrito y las dificultades que ha experimentado últimamente en su trabajo.
Respiré profundamente, asintiendo. El doctor me observaba con aire paciente y benévolo, dejando que me tomase mi tiempo. Intenté empezar varias frases que no llegaron a aflorar a mis labios. Finalmente nuestras miradas se encontraron.
– Supongo que estoy en sus manos, doctor. Usted me dirá cuál es el tratamiento que tengo que seguir.
Vi que los ojos se le inundaban de desesperanza y que se daba entonces cuenta de que yo no había querido entender lo que me estaba diciendo. Asentí de nuevo, cornbatiendo la náusea que empezaba a escalarme la garganta. El doctor me sirvió un vaso de agua de una jarra y me lo tendió. Lo apuré de un trago.
– No hay tratamiento -dije yo.