– ¿Dónde estoy?
El hombre me miró por encima del periódico, intrigado.
– En el hotel Ritz. ¿No lo huele?
– ¿Cómo he llegado aquí?
– Hecho unos zorros. Le han traído esta mañana en camilla y lleva usted durmiendo la mona desde entonces.
Palpé mi chaqueta y comprobé que todo el dinero que llevaba encima había desaparecido.
– Cómo está el mundo -exclamó el hombre ante las noticias de su periódico-. Se conoce que, en las fases más avanzadas del cretinismo, la falta de ideas se cornpensa con el exceso de ideologías.
– ¿Cómo se sale de aquí?
– Si tanta prisa tiene… Hay dos maneras, la permanente y la temporal. La permanente es por el tejado: un buen salto y se libra usted de toda esta bazofia para siempre. La salida temporal está por allí, al fondo, donde anda aquel atontado puño en alto al que se le caen los pantalones y hace el saludo revolucionario a todo el que pasa. Pero si sale por ahí, tarde o temprano volverá aquí.
El hombre del diario me observaba divertido, con esa lucidez que sólo brilla de vez en cuando en los locos.
– ¿Es usted el que me ha robado?
– La duda ofende. Cuando le han traído ya estaba usted limpio como una patena y yo sólo acepto títulos negociables en Bolsa.
Dejé a aquel lunático en su camastro con su atrasado diario y sus avanzados discursos. La cabeza todavía me daba vueltas y a duras penas conseguía andar cuatro pasos en línea recta, pero conseguí llegar hasta una puerta en uno de los laterales de la gran bóveda que daba a unas escalinatas. Una tenue claridad parecía filtrarse en lo alto de la escalera. Ascendí cuatro o cinco pisos hasta sentir una bocanada de aire fresco que entraba por un portón al final de las escaleras. Salí al exterior y comprendí por fin adonde había ido a parar.
Frente a mí se desplegaba un lago suspendido sobre la arboleda del Parque de la Ciudadela. El sol empezaba a ponerse sobre la ciudad y las aguas recubiertas de algas ondulaban como vino derramado. El Depósito de las Aguas tenía las trazas de un tosco castillo o de una prisión. Había sido construido para abastecer de agua los pabellones de la Exposición Universal de 1888, pero con el tiempo sus tripas de catedral laica habían acabado por servir de cobijo a moribundos e indigentes que no tenían otro lugar donde refugiarse cuando arreciaba la noche o el frío. El gran embalse de agua suspendido en la azotea era ahora un lago cenagoso y turbio que se desangraba lentamente por las grietas del edificio.
Fue entonces cuando reparé en la figura apostada en uno de los extremos de la azotea. Como si el mero roce de mi mirada le hubiese alertado, se dio la vuelta bruscamente y me miró. Todavía me sentía algo aturdido y tenía la visión nublada, pero me pareció ver que la figura se estaba acercando. Lo hacía demasiado rápido, como si sus pies no tocasen el suelo al caminar y se desplazase con sacudidas bruscas y demasiado ágiles para que la mirada las captase. Apenas podía apreciar su rostro al contraluz, pero pude distinguir que se trataba de un caballero que tenía unos ojos negros y relucientes que parecían demasiado grandes para su rostro. Cuanto más cerca de mí estaba, mayor era la impresión de que su silueta se alargaba y crecía en estatura. Sentí un escalofrío ante su avance y retrocedí unos pasos sin darme cuenta de que me estaba dirigiendo hacia el borde del lago. Sentí que mis pies perdían el firme y empezaba ya a caer de espaldas a las aguas oscuras del estanque cuando el extraño me sostuvo del brazo. Tiró de mí con delicadeza y me guió de regreso a terreno seguro. Me senté en uno de los bancos que rodeaban el estanque y respiré hondo. Alcé la vista y le vi por primera vez con claridad. Sus ojos eran de tamaño normal, su estatura como la mía, sus pasos y gestos los de un caballero como cualquier otro. Tenía una expresión amable y tranquilizadora.
– Gracias -dije.
– ¿Se encuentra bien?
– Sí. Es sólo un mareo.
El extraño tomó asientojunto a mí. Iba enfundado en un traje oscuro de tres piezas de factura exquisita y tocado con un pequeño broche plateado en la solapa de la chaqueta, un ángel de alas desplegadas que me resultó extrañamente familiar. Se me ocurrió que la presencia de un caballero de impecable atavío en aquella azotea resultaba un tanto inusual. Como si pudiese leer mi pensamiento, el extraño me sonrió.
– Confío en no haberle alarmado -ofreció-. Supongo que no esperaba usted encontrar a nadie aquí arriba.
Le miré, perplejo. Vi el reflejo de mi rostro en sus pupilas negras, que se dilataban como una mancha de tinta sobre el papel.
– ¿Puedo preguntarle qué le trae por aquí?
– Lo mismo que a usted: grandes esperanzas.
– Andreas Corelli -murmuré.
Su rostro se iluminó.
– Qué gran placer poder saludarle finalmente en persona, amigo mío.
Hablaba con un leve acento que no supe localizar. Mi instinto me decía que me levantase y me marchase de allí a toda prisa antes de que aquel extraño pronunciase una palabra más, pero había algo en su voz, en su mirada, que transmitía serenidad y confianza. Preferí no preguntarme cómo había podido saber que me encontraría en aquel lugar cuando ni yo mismo sabía dónde estaba. Me reconfortaban el sonido de sus palabras y la luz de sus ojos. Me tendió la mano y se la estreché. Su sonrisa prometía un paraíso perdido.
– Supongo que debería agradecerle todas las gentilezas que ha tenido usted conmigo a lo largo de los años, señor Corelli. Me temo que estoy en deuda con usted.
– En absoluto. Soy yo quien está en deuda, amigo mío, y quien debe disculparse por abordarle así, en un lugar y un momento tan inconvenientes, pero confieso que hace ya tiempo que quería hablar con usted y no sabía encontrar la ocasión.
– ¿Qué puedo hacer, entonces, por usted? -pregunté.
– Quiero que trabaje para mí.
– ¿Perdón?
– Quiero que escriba para mí.
– Por supuesto. Olvidaba que es usted editor.
El extraño rió. Tenía una risa dulce, de niño que nunca ha roto un plato.
– El mejor de todos. El editor que ha estado esperando toda la vida. El editor que le hará a usted inmortal.
El extraño me tendió una de sus tarjetas de visita, idéntica a la que aún conservaba y había encontrado en mis manos al despertar de mi sueño con Cloe.
ANDREAS CORELLI
Editeur
Éditions de la Lumiére Boulevard St.-Germain, 69. París
– Me siento halagado, señor Corelli, pero me temo que no me es posible aceptar su invitación. Tengo un contrato suscrito con…
– Barrido y Escobillas, lo sé. Gentuza con la que, sin ánimo de ofenderle, no debería usted mantener relación alguna.
– Es una opinión que comparten otras personas.
– ¿La señorita Sagnier, tal vez?
– ¿La conoce usted?
– De oídas. Parece la clase de mujer cuyo respeto y admiración uno daría cualquier cosa por ganar, ¿no es así? ¿No le anima ella a que abandone a ese par de parásitos y sea fiel a usted mismo?
– No es tan simple. Tengo un contrato que me liga en exclusiva a ellos durante seis años más.
– Lo sé, pero eso no debería preocuparle. Mis abogados están estudiando el tema y le aseguro que hay diversas fórmulas para disolver definitivamente cualquier atadura legal en el caso de que se aviniera usted a aceptar mi propuesta.
– ¿Y su propuesta es?
Corelli sonrió con aire juguetón y malicioso, como un colegial que disfruta desvelando un secreto.
– Que me dedique un año en exclusiva para trabajar en un libro de encargo, un libro cuya temática discutiríamos usted y yo a la firma del contrato y por el que le pagaría, por adelantado, la suma de cien mil francos.
Le miré, atónito.
– Si esa suma no le parece adecuada estoy abierto a estudiar la que usted estime oportuna. Le seré sincero, señor Martín, no voy a pelearme con usted por dinero. Y, en confianza, creo que usted tampoco va a querer hacerlo, porque sé que cuando le explique la clase de libro que quiero que escriba para mí, el precio será lo de menos.