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Lo primero que me sorprendió fue que aquel argumento se lo había esbozado yo a Vidal un par de años antes a modo de sugerencia para que arrancase su supuesta novela de calado, la que siempre decía que algún día iba a escribir. Lo segundo fue que nunca me había dicho que hubiera decidido utilizarlo ni que hubiese ya invertido años en ello, y no por falta de oportunidades. Lo tercero fue que la novela, tal y como estaba, era un completo y monumental fiasco: no funcionaba una sola pieza, empezando por los personajes y la estructura, pasando por la atmósfera y la dramatización y terminando por un lenguaje y un estilo que hacían pensar en los esfuerzos de un aficionado con tantas pretensiones como tiempo libre en las manos.

– ¿Qué te parece? -preguntaba Cristina-. ¿Crees que tiene arreglo?

Preferí no decirle que Vidal me había tomado prestada la premisa y, con ánimo de no preocuparla más de lo que estaba, sonreí y asentí.

– Necesita algo de trabajo. Es todo.

Cuando empezaba a anochecer, Cristina se sentaba a la máquina y entre los dos reescribíamos el libro de Vidal letra por letra, línea por línea, escena por escena.

El argumento que había armado Vidal era tan vago e insulso que opté por recuperar el que había improvisado al sugerirle la idea. Lentamente empezamos a resucitar a los personajes reventándolos por dentro y rehaciéndolos de pies a cabeza. Ni una sola escena, momento, línea o palabra sobrevivía al proceso y, sin embargo, a medida que avanzábamos, tenía la impresión de que estábamos haciendo justicia a la novela que Vidal llevaba en el corazón y se había propuesto escribir pero no sabía cómo.

Cristina me decía que, a veces, Vidal, semanas después de creer que había escrito una escena, la releía en su versión final mecanografiada y se sorprendía de su fino oficio y de la plenitud de un talento en el que había dejado de creer. Cristina temía que fuese a descubrir lo que estábamos haciendo y me decía que debíamos ser más fieles a su original.

– Nunca subestimes la vanidad de un escritor, especialmente de un escritor mediocre -replicaba yo.

– No me gusta oírte hablar así de Pedro.

– Lo siento. A mí tampoco.

– A lo mejor deberías aflojar un poco el ritmo. No tienes buen aspecto. Ya no me preocupa Pedro, ahora el que me preocupas eres tú.

– Algo bueno tenía que salir de todo esto.

Con el tiempo me acostumbré a vivir para saborear aquellos instantes que compartía con ella. Mi propio trabajo no tardó en resentirse. Sacaba el tiempo para trabajar en La Ciudad de los Malditos de donde no lo había, durmiendo apenas tres horas al día y apretando al máximo para cumplir los plazos de mi contrato. Barrido y Escobillas tenían por norma no leer ningún libro, ni los que publicaban ellos ni los de la competencia, pero la Veneno sí los leía, y pronto empezó a sospechar que algo extraño me estaba sucediendo.

– Éste no eres tú -decía a veces.

– Claro que no soy yo, querida Herminia. Es Ignatius B. Samson.

Era consciente del riesgo que había asumido, pero no me importaba. No me importaba despertar todos los días cubierto de sudor con el corazón palpitando como si fuese a partirme las costillas. Hubiera pagado aquel precio y mucho más por no renunciar al roce lento y secreto que sin quererlo nos convertía en cómplices. Sabía perfectamente que Cristina lo veía en mis ojos cada día que venía a casa, y sabía perfectamente que nunca respondería a mis gestos. No había futuro ni grandes esperanzas en aquella carrera a ninguna parte, y ambos lo sabíamos.

A veces, cansados ya de intentar reflotar aquel barco que hacía aguas por todas partes, abandonábamos el manuscrito de Vidal y nos atrevíamos a hablar de algo que no fuese aquella proximidad que de tanto esconderse empezaba a quemar en la conciencia. En ocasiones me armaba de valor y le tomaba la mano. Ella me dejaba hacer, pero sabía que la incomodaba, que sentía que aquello que hacíamos no estaba bien, que la deuda de gratitud que teníamos con Vidal nos unía y separaba a un tiempo. Una noche, poco antes de que se retirase, le tomé el rostro e intenté besarla. Se quedó inmóvil y cuando me vi en el espejo de su mirada no me atreví a decir nada. Se levantó y se fue sin mediar palabra. No la vi por espacio de dos semanas y cuando regresó me hizo prometer que nunca volvería a suceder algo así.

– David, quiero que entiendas que cuando acabemos de trabajar en el libro de Pedro no volveremos a vernos como ahora.

– ¿Por qué no?

– Tú sabes por qué.

Mis avances no eran lo único que Cristina no veía con buenos ojos. Empezaba a sospechar que Vidal estaba en lo cierto cuando me había dicho que le desagradaban los libros que escribía para Barrido y Escobillas, aunque lo callase. No me costaba imaginarla pensando que el mío era un empeño mercenario y sin alma, que estaba vendiendo mi integridad a cambio de una limosna para enriquecer a aquel par de ratas de alcantarilla porque no tenía el valor de escribir con el corazón, con mi nombre y con mis propios sentimientos. Lo que más me dolía era que, en el fondo, tenía razón. Yo fantaseaba con la idea de renunciar a mi contrato, de escribir un libro sólo para ella con el que ganarme su respeto. Si lo único que sabía hacer no era lo suficientemente bueno para ella, tal vez más me valía volver a los días grises y miserables del periódico. Siempre podría vivir de la caridad y los favores de Vidal.

Había salido a caminar después de una larga noche de trabajo, incapaz de conciliar el sueño. Sin rumbo fijo, mis pasos me guiaron ciudad arriba hasta las obras del templo de la Sagrada Familia. De pequeño, mi padre me había llevado a veces allí para contemplar aquella babel de esculturas y pórticos que nunca acababa de levantar el vuelo, como si estuviese maldita. A mí me gustaba volver a visitarlo y comprobar que no había cambiado, que la ciudad no paraba de crecer a su alrededor, pero que la Sagrada Familia permanecía en ruinas desde el primer día.

Cuando llegué despuntaba un amanecer azul segado de luces rojas que silueteaba las torres de la fachada de la Natividad. Un viento del este arrastraba el polvo de las calles sin adoquinar y el olor ácido de las fábricas que apuntalaban la frontera del barrio de Sant Martí. Estaba cruzando la calle Mallorca cuando vi las luces de un tranvía acercándose en la neblina del alba. Escuché el traqueteo de las ruedas de metal sobre los raíles y el sonido de la campana que el conductor hacía sonar para alertar de su paso por las sombras. Quise correr, pero no pude. Me quedé allí clavado, inmóvil entre los raíles contemplando las luces del tranvía abalanzándose sobre mí. Oí los gritos del conductor y vi la estela de chispas que arrancaron las ruedas al trabarse los frenos. Y aun así, con la muerte a apenas unos metros, no pude mover un músculo. Sentí aquel olor a electricidad que traía la luz blanca que prendió en mis ojos hasta que el faro del tranvía quedó velado. Me desplomé como un muñeco, conservando el sentido apenas unos segundos más, lo justo para ver que la rueda del tranvía, humeante, se detenía a unos veinte centímetros de mi rostro. Luego todo fue oscuridad.

Abrí los ojos. Columnas de piedra gruesas como árboles ascendían en penumbra hacia una bóveda desnuda. Agujas de luz polvorienta caían en diagonal e insinuaban hileras interminables de camastros. Pequeñas gotas de agua se desprendían de las alturas como lágrimas negras que explotaban en eco al tocar el suelo. La penumbra olía a moho y a humedad.

– Bien venido al purgatorio.

Me incorporé y me volví para descubrir a un hombre vestido de harapos que leía un periódico a la luz de un farol y blandía una sonrisa a la que le faltaban la mitad de los dientes. La portada del diario que tenía en las manos anunciaba que el general Primo de Rivera asumía todos los poderes del Estado e inauguraba una dictadura de guante blando para salvar al país de la inminente hecatombe. Aquel diario tenía por lo menos seis años.

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