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– ¿Podemos vernos mañana, en algún sitio? -preguntó-. Le prometo que no le robaré mucho tiempo.

– Con una condición -dije-. Que no vuelva a llamarme de usted. Los cumpleaños ya lo envejecen a uno lo suficiente.

Cristina sonrió.

– De acuerdo. Le tuteo si usted me tutea.

– Tutear es una de mis especialidades. ¿Dónde quieres que nos encontremos?

– ¿Puede ser en tu casa? No quiero que nadie nos vea ni que Pedro sepa que he hablado contigo.

– Como quieras…

Cristina sonrió, aliviada.

– Gracias. ¿Mañana, entonces? ¿Por la tarde?

– Cuando quieras. ¿Sabes dónde vivo?

– Mi padre lo sabe.

Se inclinó levemente y me besó en la mejilla.

– Feliz cumpleaños, David.

Antes de que pudiese decir nada se había esfumado en el jardín. Cuando regresé al salón, ya se había ido. Vidal me lanzó una mirada fría desde el otro extremo del salón y sólo después de darse cuenta de que le había visto sonrió.

Una hora más tarde, Manuel, con el beneplácito de Vidal, se empeñó en acompañarme a casa en el Hispano Suiza. Me senté a su lado, como solía hacerlo en las ocasiones en que viajaba con él a solas y el chófer aprovechaba para explicarme trucos de conducción y, sin que Vidal tuviese conocimiento, incluso me dejaba ponerme al volante un rato. Aquella noche el chófer estaba más taciturno que de costumbre y no despegó los labios hasta que llegamos al centro de la ciudad. Estaba más delgado que la última vez que le había visto y me pareció que la edad empezaba a pasarle factura.

– ¿Pasa alguna cosa, Manuel? -pregunté.

El chófer se encogió de hombros.

– Nada de importancia, señor Martín.

– Si le preocupa algo…

– Tonterías de salud. A la edad de uno, todo son pequeñas preocupaciones, ya lo sabe usted. Pero yo ya no importo. La que importa es mi hija.

No supe muy bien qué responder y me limité a asentir.

– Me consta que usted le tiene afecto, señor Martín. A mi Cristina. Un padre sabe ver estas cosas.

Asentí de nuevo, en silencio. No volvimos a cruzar palabra hasta que Manuel detuvo el coche al pie de la calle Flassaders, me tendió la mano y me deseó de nuevo un feliz cumpleaños.

– Si me pasara cualquier cosa -dijo entonces-, usted la ayudaría, ¿verdad, señor Martín? ¿Haría usted eso por mí?

– Claro, Manuel. Pero ¿qué le va a pasar?

El chófer sonrió y se despidió con un saludo. Le vi subir al coche y alejarse lentamente. No tuve la certeza absoluta, pero hubiera jurado que, tras un trayecto casi sin pronunciar palabra, ahora estaba hablando solo.

Pasé la mañana entera dando vueltas por la casa, adecentando y poniendo orden, ventilando y limpiando objetos y rincones que no recordaba ni que existían. Bajé corriendo a una floristería del mercado y cuando regresé cargado de ramos me di cuenta de que no sabía dónde había escondido los jarrones en que ponerlos. Me vestí como si fuera a salir a buscar trabajo. Ensayé palabras y saludos que me sonaban ridículos. Me miré en el espejo y comprobé que Vidal tenía razón, tenía aspecto de vampiro. Por fin me senté en una butaca de la galería a esperar con un libro en las manos. En dos horas no pasé de la primera página. Finalmente, a las cuatro en punto de la tarde, oí los pasos de Cristina en la escalera y me levanté de un salto. Cuando llamó a la puerta, yo ya llevaba allí una eternidad.

– Hola, David. ¿Es un mal momento?

– No, no. Al contrario. Pasa, por favor.

Cristina sonrió cortés y se adentró en el pasillo. La guié hasta la sala de lectura de la galería y le ofrecí asiento. Su mirada lo examinaba todo con detenimiento.

– Es un sitio muy especial -dijo-. Pedro ya me había dicho que tenías una casa señorial.

– Él prefiere el término “tétrica”, pero supongo que todo es cuestión de grado.

– ¿Puedo preguntarte por qué viniste a vivir aquí? Es una casa un tanto grande para alguien que vive solo.

Alguien que vive solo, pensé. Uno acaba convirtiéndose en aquello que ve en los ojos de quienes desea.

– ¿La verdad? -pregunté-. La verdad es que me vine a vivir aquí porque durante muchos años veía esta casa casi todos los días al ir y venir del periódico. Siempre estaba cerrada y al final empecé a pensar que me estaba esperando a mí. Acabé soñando, literalmente, que algún día viviría en ella. Y así ha sido.

– ¿Se hacen realidad todos tus sueños, David?

Aquel tono de ironía me recordaba demasiado a Vidal.

– No -respondí-. Éste es el único. Pero tú querías hablarme de algo y te estoy entreteniendo con historias que seguramente no te interesan.

Mi voz sonó más defensiva de lo que hubiese deseado. Con el anhelo me había pasado como con las flores; una vez lo tenía en las manos no sabía dónde ponerlo.

– Quería hablarte de Pedro -empezó Cristina.

– Ah.

– Tú eres su mejor amigo. Le conoces. Él habla de tí como de un hijo. Te quiere como a nadie. Ya lo sabes.

– Don Pedro me ha tratado como a un hijo -dije-. De no haber sido por él y por el señor Sempere no sé qué habría sido de mí.

– La razón por la que quería hablar contigo es porque estoy muy preocupada por él.

– ¿Preocupada por qué?

– Ya sabes que hace años empecé a trabajar para él como secretaria. La verdad es que Pedro es un hombre generoso y hemos acabado por ser buenos amigos. Se ha portado muy bien con mi padre y conmigo. Por eso me duele verle así.

– ¿Así cómo?

– Es ese maldito libro, la novela que quiere escribir.

– Lleva años con ella.

– Lleva años destruyéndola. Yo corrijo y mecanografío todas sus páginas. En los años que llevo como secretaria suya ha destruido no menos de dos mil páginas. Dice que no tiene talento. Que es un farsante. Bebe constantemente. Aveces le encuentro en su despacho, arriba, bebido, llorando como un niño…

Tragué saliva.

– … dice que te envidia, que quisiera ser como tú, que la gente miente y le elogia porque quieren algo de él, dinero, ayuda, pero que él sabe que su obra no tiene ningún valor. Con los demás mantiene la fachada, los trajes y todo eso, pero yo le veo todos los días y se está apagando. A veces me da miedo que cometa una tontería. Hace tiempo ya. No he dicho nada porque no sabía con quién hablar. Sé que si él se enterara de que he venido a verte montaría en cólera. Siempre me dice: a David no le molestes con mis cosas. Él tiene su vida por delante y yo ya no soy nada. Siempre está diciendo cosas así. Perdona que te cuente todo esto, pero no sabía a quién acudir…

Nos sumimos en un largo silencio. Sentí que me invadía un frío intenso, la certeza de que mientras el hombre al que debía la vida se había hundido en la desesperanza, yo, encerrado en mi propio mundo, no me había detenido ni un segundo para darme cuenta.

– Tal vez no debería haber venido.

– No -dije-. Has hecho bien.

Cristina me miró con una sonrisa tibia y, por primera vez, tuve la impresión de que no era un extraño para ella. -¿Qué vamos a hacer? -preguntó. -Vamos a ayudarle -dije. -¿Y si no se deja? -Entonces lo haremos sin que se dé cuenta.

Nunca sabré si lo hice por ayudar a Vidal, como me decía a mí mismo, o simplemente a cambio de tener una excusa para pasar tiempo al lado de Cristina. Nos encontrábamos casi todas las tardes en la casa de la torre. Cristina traía las cuartillas que Vidal había escrito el día anterior a mano, siempre repletas de tachones, párrafos enterres rayados, anotaciones por todas partes y mil y un intentos de salvar lo insalvable. Subíamos al estudio y nos sentábamos en el suelo. Cristina las leía en voz alta una primera vez y luego discutíamos sobre ellas largamente. Mi mentor estaba intentando escribir un amago de saga épica que abarcaba tres generaciones de una dinastía barcelonesa no muy distinta de los Vidal. La acción arrancaba unos años antes de la revolución industrial con la llegada de dos hermanos huérfanos a la ciudad y evolucionaba en una suerte de parábola bíblica a lo Caín y Abel. Uno de los hermanos acababa por transformarse en el más rico y poderoso magnate de su época, mientras el otro se entregaba a la Iglesia y a la ayuda a los pobres, para terminar sus días trágicamente en un episodio que transparentaba las desventuras del sacerdote y poeta mosénjacint Verdaguer. A lo largo de sus vidas, los hermanos se enfrentaban, y una interminable galería de personajes desfilaban por tórridos melodramas, escándalos, asesinatos, amoríos ilícitos, tragedias y demás requisitos del género, todo ello ambientado sobre el escenario del nacimiento de la metrópoli moderna y el mundo industrial y financiero. La novela estaba narrada por un nieto de uno de los dos hermanos, que reconstruía la historia mientras contemplaba la ciudad arder desde un palacio de Pedralbes durante los días de la Semana Trágica de 1909.

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