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A
A

Lux Aeterna

D. M.

Supuse que las iniciales, que coincidían con las mías, correspondían al nombre del autor, pero no había ningún otro indicio en el libro que lo confirmara. Pasé varias páginas al vuelo y reconocí por lo menos cinco lenguas diferentes alternándose en el texto. Castellano, alemán, latín, francés y hebreo. Leí un párrafo al azar que me hizo pensar en una oración que no recordaba en la liturgia tradicional, y me pregunté si aquel cuaderno sería una suerte de misal o compendio de plegarias. El texto estaba punteado con numerales y estrofas con entradas subrayadas que parecían indicar episodios o divisiones temáticas. Cuanto más lo examinaba más me daba cuenta de que a lo que me recordaba era a los evangelios y catecismos de mis días de escolar.

Hubiera podido salir de allí, escoger cualquier otro tomo entre cientos de miles y abandonar aquel lugar para no volver nuncajamás. Casi creí que lo había hecho hasta que me di cuenta de que recorría de vuelta los túneles y corredores del laberinto con el libro en la mano, como si fuese un parásito que se me hubiese pegado a la piel. Por un instante me cruzó por la cabeza la noción de que el libro tenía más ganas de salir de aquel lugar que yo y que, de algún modo, guiaba mis pasos. Tras dar algunos rodeos y pasar frente al mismo ejemplar del cuarto tomo de las obras completas de LeFanu un par de veces, me encontré sin saber cómo frente a la escalinata que descendía en espiral, y de allí atiné a encontrar el camino que conducía a la salida del laberinto. Había supuesto que Isaac estaría esperándome en el umbral, pero no había señal de su presencia, aunque tuve la certeza de que alguien me observaba desde la oscuridad. La gran bóveda del Cementerio de los Libros Olvidados estaba sumida en un profundo silencio. -¿Isaac? -llamé.

El eco de mi voz se perdió en la sombra. Esperé unos segundos en vano y me encaminé rumbo a la salida. La tiniebla azul que se filtraba por la cúpula se fue desvaneciendo hasta que la oscuridad a mi alrededor fue casi absoluta. Unos pasos más allá distinguí una luz que parpadeaba en el extremo de la galería y pude comprobar que el guardián había dejado el farol al pie del portón. Me volví por última vez para escrutar la oscuridad de la galería. Tiré de la manija que ponía en marcha el mecanismo de rieles y poleas. Los anclajes del cerrojo se liberaron uno a uno y la puerta cedió unos centímetros. La empujé justo lo suficiente para pasar y salí al exterior. En unos segundos la puerta empezó a cerrarse de nuevo y se selló con un eco profundo.

A medida que me alejaba de aquel lugar sentí que su magia me abandonaba y me invadía de nuevo la náusea y el dolor. Me caí de bruces un par de veces, la primera en la Rambla y la segunda al intentar cruzar la Vía Layetana, donde un niño me levantó y me salvó de ser arrollado por un tranvía. A duras penas conseguí llegar a mi puerta. La casa había estado cerrada todo el día, y el calor, aquel calor húmedo y ponzoñoso que cada día ahogaba un poco más la ciudad, flotaba en el interior en forma de luz polvorienta. Subí hasta el estudio de la torre y abrí las ventanas de par en par. Apenas corría un soplo de brisa bajo un cielo lapidado de nubes negras que se movían lentamente en círculos sobre Barcelona. Dejé el libro sobre mi escritorio y me dije que tiempo habría para examinarlo con detalle. O tal vez no. Tal vez el tiempo ya se me había acabado. Poco parecía importar ya.

En aquellos instantes apenas me tenía en pie y necesitaba tenderme en la oscuridad. Rescaté uno de los frascos de pildoras de codeína del cajón y engullí tres o cuatro de un trago. Me guardé el frasco en el bolsillo y enfilé escaleras abajo, no del todo seguro de poder llegar al dormitorio de una pieza. Al alcanzar el pasillo me paréció ver un parpadeo en la línea de claridad que había bajo la puerta principal, como si hubiese alguien al otro lado de la puerta. Me acerqué lentamente a la entrada, apoyándome en las paredes.

– ¿Quién va? -pregunté.

No hubo respuesta ni sonido alguno. Dudé un segundo y luego abrí y me asomé al rellano. Me incliné a mirar escaleras abajo. Los peldaños descendían en espiral, difuminándose en tinieblas. No había nadie. Me volví hacia la puerta y advertí que el pequeño farol que iluminaba el rellano parpadeaba. Entré de nuevo en casa y cerré con llave, algo que muchas veces olvidaba hacer. Fue entonces cuando lo vi. Era un sobre de color crema de reborde serrado. Alguien lo había deslizado bajo la puerta. Me arrodillé para recogerlo. Era papel de alto gramaje, poroso. El sobre estaba lacrado y llevaba mi nombre. El escudo sellado en el lacre trazaba la silueta del ángel con las alas desplegadas.

Lo abrí.

Apreciado señor Martín:

Voy a pasar un tiempo en la ciudad y me complacería mucho poder disfrutar de su compañía y tal vez de la oportunidad de recuperar el tema de mi oferta. Le agradecería mucho que, si no tiene compromiso previo, me acompañase para cenar el próximo viernes 13 de este mes alas 10 de la noche en una pequeña villa que he alquilado para mi estancia en Barcelona. La casa está situada en la esquina de las calles Oloty San José de la Montaña, junto a la entrada del Park Güell. Confío y deseo que le sea posible venir.

Su amigo,

ANDREAS CORELLI

Dejé caer la nota al suelo y me arrastré hasta la galería. Allí me tendí en el sofá, al abrigo de la penumbra. Faltaban siete días para aquella cita. Sonreí para mis adentros. No creía que fuese a vivir siete días. Cerré los ojos e intenté conciliar el sueño. Aquel silbido constante en los oídos me parecía ahora más estruendoso que nunca. Punzadas de luz blanca se encendían en mi mente con cada latido de mi corazón.

No podrá usted ni pensar en escribir.

Abrí de nuevo los ojos y escruté la tiniebla azul que velaba la galería. Junto a mí, en la mesa, reposaba todavía aquel viejo álbum de fotografías que Cristina había dejado. No había tenido el valor de tirarlo, ni de tocarlo apenas. Alargué la mano hasta el álbum y lo abrí. Pasé las páginas hasta dar con la imagen que buscaba. La arranqué del papel y la examiné. Cristina, de niña, caminando de la mano de un extraño por aquel muelle que se adentraba en el mar. Apreté la fotografía contra el pecho y me abandoné a la fatiga. Lentamente, la amargura y la rabia de aquel día, de aquellos años, se fueron apagando y me envolvió una cálida oscuridad llena de voces y manos que me estaban esperando. Deseé perderme en ella como no había deseado nada en toda mi vida, pero algo tiró de mí y una puñalada de luz y de dolor me arrancó de aquel sueño placentero que prometía no tener fin.

Todavía no -susurró la voz-, todavía no.

Supe que pasaban los días porque a ratos me despertaba y me parecía ver la luz del sol atravesando las láminas de los postigos en las ventanas. En varias ocasiones creí oír golpes en la puerta y voces que pronunciaban mi nombre y que al rato desaparecían. Horas o días después me levanté y me llevé las manos a la cara para encontrar sangre en los labios. No sé si bajé a la calle o soñé que lo hacía, pero sin saber cómo había llegado allí me encontré enfilando el paseo del Born y caminando hacia la catedral de Santa María del Mar. Las calles estaban desiertas bajo la luna de mercurio. Alcé la vista y creí ver el espectro de una gran tormenta negra desplegar sus alas sobre la ciudad. Un soplo de luz blanca abrió el cielo y un manto tejido de gotas de lluvia se desplomó como un enjambre de puñales de cristal. Un instante antes de que la primera gota rozase el suelo, el tiempo se detuvo y cientos de miles de lágrimas de luz quedaron suspendidas en el aire como motas de polvo. Supe que alguien o algo caminaba a mi espalda y pude sentir su aliento en la nuca, frío e impregnado del hedor de la carne putrefacta y el fuego. Sentí cómo sus dedos, largos y afilados, se cernían sobre mi piel y en aquel instante, atravesando la lluvia suspendida, apareció aquella niña que sólo vivía en el retrato que sostenía contra mi pecho. Me tomó de la mano y tiró de mí, guiándome de nuevo hasta la casa de la torre, dejando atrás aquella presencia helada que reptaba a mi espalda. Cuando recobré la conciencia, habían pasado siete días.

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