Le contemplé sacudirse en el suelo en su lenta agonía. Tiré del borde del sobre blanco que asomaba en la solapa de su bolsillo. Lo abrí y conté quince mil pesetas. El precio de mi vida. Me guardé el sobre. Grandes se arrastraba por el suelo hacia el arma. Me incorporé y la aparté de sus manos con un puntapié. Me aferró el tobillo implorando misericordia.
– ¿Dónde está Marlasca? -pregunté.
Su garganta emitió un gemido sordo. Posé mis ojos sobre los suyos y comprendí que se estaba riendo. La cabina había entrado ya en el interior de la torre de San Sebastián cuando le empujé por la portezuela y vi su cuerpo precipitarse casi ochenta metros a través de un laberinto de rieles, cables, ruedas dentadas y barras de acero que lo despedazaron por el camino.
La casa de la torre estaba enterrada en la oscuridad. Ascendí a tientas los peldaños de la escalinata de piedra hasta llegar al rellano y encontrar la puerta entreabierta. La empujé con la mano y me quedé en el umbral, escrutando las sombras que inundaban el largo corredor. Me adentré unos pasos. Permanecí allí, inmóvil, esperando. Palpé la pared hasta encontrar el interruptor de la luz. Lo hice girar cuatro veces sin obtener resultado. La primera puerta a la derecha conducía a la cocina. Recorrí lentamente los tres metros que me separaban de ella y me detuve justo al frente. Recordé que guardaba un farol de aceite en una de las alacenas. Fui hasta allí y lo encontré entre latas de café todavía por abrir traídas del emporio de Can Gispert. Dejé el farol sobre la mesa de la cocina y lo encendí. Una tenue luz ámbar impregnó las paredes de la cocina. Tomé el farol y salí de nuevo al corredor.
Avancé lentamente, la luz parpadeante en alto, esperando ver algo o alguien emerger en cualquier instante de alguna de las puertas que flanqueaban el corredor. Sabía que no estaba solo. Podía olerlo. Un hedor agrio, a rabia y odio, flotaba en el aire. Alcancé el extremo del corredor y me detuve frente a la puerta de la última habitación. El resplandor del farol acarició el contorno del armario apartado de la pared, las ropas tiradas en el suelo exactamente como las había dejado cuando Grandes había venido a detenerme dos noches atrás. Continué hasta el pie de la escalera en espiral que ascendía al estudio. Subí lentamente, atisbando a mi espalda cada dos o tres pasos, hasta que alcancé la sala del estudio. El aliento rojizo del crepúsculo penetraba desde los ventanales. Crucé rápidamente hasta la pared donde estaba el baúl y lo abrí. La carpeta con el manuscrito del patrón había desaparecido.
Me dirigí de nuevo hacia la escalera. Al cruzar frente a mi escritorio pude ver que el teclado de mi vieja máquina de escribir estaba destrozado, como si alguien hubiese estado golpeándolo con los puños. Descendí lentamente las escaleras. Al enfilar de nuevo el corredor me asomé a la entrada de la galería. Incluso en la penumbra pude ver que todos mis libros estaban tirados por el suelo y la piel de las butacas hecha jirones. Me volví y examiné los veinte metros de corredor que me separaban de la puerta. La claridad que proyectaba el farol sólo permitía discernir los contornos hasta la mitad de aquella distancia. Más allá, la sombra se mecía como agua negra.
Recordaba haber dejado la puerta del piso abierta al entrar. Ahora estaba cerrada. Avancé un par de metros, pero algo me detuvo al cruzar de nuevo frente a la última habitación del pasillo. Al entrar no lo había advertido porque la puerta de la habitación se abría hacia la izquierda y al pasar frente a ella no me había asomado lo suficiente para verlo, pero ahora, al aproximarme, lo vi claramente. Una paloma blanca con las alas desplegadas en cruz estaba clavada sobre la puerta. Las gotas de sangre descendían por la madera, frescas.
Entré en la habitación. Miré detrás de la puerta, pero no había nadie. El armario seguía apartado a un lado. El aliento frío y húmedo que salía del orificio de la pared inundaba la habitación. Dejé el farol en el suelo y posé las manos sobre la masilla reblandecida que rodeaba el agujero. Empecé a arañar con las uñas y sentí que se deshacía en mis dedos. Busqué a mi alrededor y encontré un viejo abrecartas en el cajón de una de las mesitas apiladas contra el rincón. Clavé el filo en la masilla y empecé a escarbar. El yeso se desprendía con facilidad. La capa no tenía más de tres centímetros. Al otro lado encontré madera.
Una puerta.
Busqué los bordes con el abrecartas y lentamente el contorno de la puerta fue dibujándose en la pared. Para entonces había olvidado ya aquella presencia próxima que envenenaba la casa y acechaba en la sombra. La puerta no tenía manija, apenas un cerrojo herrumbroso que había quedado anegado con el yeso reblandecido por años de humedad. Hundí el abrecartas y forcejeé en vano. Empecé a propinarle puntapiés hasta que la masilla que sostenía el cierre fue deshaciéndose lentamente. Acabé de librerar el anclaje de la cerradura con el abrecartas y, una vez suelto, un simple empujón derribó la puerta.
Una bocanada de aire putrefracto exhaló del interior, impregnando mis ropas y mi piel. Tomé el farol y entré. La estancia era un rectángulo de unos cinco o seis metros de profundidad. Los muros estaban recubiertos de dibujos e inscripciones que parecían hechos con los dedos. El trazo era marronáceo y oscuro. Sangre seca. El suelo estaba cubierto con lo que en principio creí que era polvo pero que al bajar el farol se desveló como restos de pequeños huesos. Huesos de animales, quebrados en una marea de ceniza. Del techo pendían innumerables objetos suspendidos de un cordel negro. Reconocí figuras religiosas, estampas de santos y vírgenes con el rostro quemado y los ojos arrancados, crucifijos anudados con alambre de púas y restos de juguetes de latón y muñecas de ojos de cristal. La silueta quedaba al fondo, casi invisible.
Una silla de cara al rincón. Sobre ella se distinguía una figura. Vestía de negro. Un hombre. Las manos estaban sujetas a la espalda con unas esposas. Un alambre grueso aferraba sus miembros al armazón de la silla. Me invadió un frío como no había conocido hasta entonces.
– ¿Salvador? -conseguí articular.
Avancé lentamente hacia él. La silueta permaneció inmóvil. Me detuve a un paso de la figura y alargué la mano lentamente. Mis dedos rozaron su pelo y se posaron sobre el hombro. Quise girar el cuerpo, pero sentí entonces que algo cedía bajo mis dedos. Un segundo después de tocarlo me pareció escuchar un susurro y el cadáver se deshizo en cenizas que se derramaron entre las ropas y las ataduras de alambre para elevarse en una nube de tiniebla que quedó flotando entre los muros de aquella prisión que lo había ocultado durante años. Contemplé el velo de cenizas sobre mis manos y me las llevé al rostro, esparciendo los restos del alma de Ricardo Salvador sobre mi piel. Cuando abrí los ojos vi que Diego Marlasca, su carcelero, esperaba al umbral de la celda portando el manuscrito del patrón en la mano y fuego en los ojos.
– He estado leyéndolo mientras le esperaba, Martín -dijo Marlasca-. Una obra maestra. El patrón sabrá recompensarme cuando se la entregue en su nombre. Reconozco que yo nunca fui capaz de resolver el acertijo. Me quedé por el camino. Me alegra comprobar que el patrón supo encontrarme un sucesor con más talento.
– Apártese.
– Lo siento, Martín. Crea que lo siento. Le había tomado aprecio -dijo extrayendo lo que parecía un mango de marfil del bolsillo-. Pero no puedo dejarle salir de esta habitación. Es hora de que ocupe usted el lugar del pobre Salvador.
Presionó un botón en el mango y una hoja de doble filo brilló en la penumbra.
Se abalanzó sobre mí con un grito de rabia. La hoja de la navaja me abrió la mejilla y me hubiera arrancado el ojo izquierdo de no haberme echado a un lado. Caí de espaldas sobre el suelo recubierto de pequeños huesos y polvo. Marlasca aferró el cuchillo con ambas manos y se dejó caer sobre mí, apoyando todo su peso en el filo. La punta del cuchillo quedó a un par de centímetros de mi pecho, mientras mi mano derecha sujetaba a Marlasca por la garganta.