Volvió el rostro para morderme en la muñeca y le propiné un puñetazo en la cara con la mano izquierda. Apenas se inmutó. Le impulsaba una rabia más allá de la razón y el dolor y supe que no me dejaría salir con vida de aquella celda. Embistió con una fuerza que parecía imposible. Sentí la punta del cuchillo perforándome la piel. Le golpeé de nuevo con todas mis fuerzas. Mi puño se estrelló sobre su rostro y sentí quebrarse los huesos de la nariz. Su sangre impregnó mis nudillos. Marlasca gritó de nuevo, ajeno al dolor, y hundió el cuchillo un centímetro en mi carne. Una punzada de dolor me recorrió el pecho. Le golpeé de nuevo, buscando las cuencas de los ojos con los dedos, pero Marlasca alzó la barbilla y no pude clavarle las uñas más que en la mejilla. Esta vez sentí sus dientes sobre mis dedos.
Hundí el puño en su boca, partiéndole los labios y arrancándole varios dientes. Le oí aullar y su embestida vaciló un instante. Le empujé a un lado y cayó al suelo, el rostro una máscara de sangre temblando de dolor. Me aparté de él, rogando que no se levantase de nuevo. Un segundo después se arrastró hasta el cuchillo y empezó a incorporarse.
Tomó el cuchillo y se lanzó hacia mí con un aullido ensordecedor. Esta vez no me cogió por sorpresa. Alcancé el asa del farol y lo balanceé con todas mis fuerzas a su paso. El farol se estrelló en su rostro y el aceite se derramó sobre sus ojos, sus labios, su garganta y su pecho. Prendió en llamas al instante. En apenas un par de segundos el fuego tendió un manto que se esparció por todo su cuerpo. Su cabello se evaporó de inmediato. Vi su mirada de odio a través de las llamas que le devoraban los párpados. Recogí el manuscrito y salí de allí. Marlasca todavía sostenía el cuchillo en las manos cuando intentó seguirme fuera de aquella estancia maldita y cayó de bruces sobre la pila de ropas viejas, que prendieron al instante. Las llamas saltaron a la madera seca del armario y a los muebles apilados contra la pared. Huí hacia el pasillo y le vi todavía caminar a mi espalda con los brazos extendidos, intentando alcanzarme. Corrí hacia la puerta, pero antes de salir me detuve a contemplar a Diego Marlasca consumirse entre las llamas golpeando con ira las paredes que prendían con su roce. El fuego se esparció hasta los libros desparramados sobre la galería y alcanzó los cortinajes. Las llamas se derramaron en serpientes de fuego por el techo, lamiendo los marcos de puertas y ventanas, reptando por las escaleras del estudio. La última imagen que recuerdo es la de aquel hombre maldito cayendo de rodillas al final del corredor, las vanas esperanzas de su locura perdidas y su cuerpo reducido a una antorcha de carne y odio que quedó engullida por la tormenta de llamas que se extendía sin remedio por el interior de la casa de la torre. Luego abrí la puerta y corrí escaleras abajo.
Algunas gentes del barrio se habían congregado en la calle al ver las primeras llamaradas asomar por las ventanas de la torre. Nadie reparó en mí mientras me alejaba calle abajo. Al poco oí estallar los cristales del estudio y me volví para ver el fuego rugir y abrazar la rosa de los vientos en forma de dragón. Poco después me alejé hacia el paseo del Born caminando contra una marea de vecinos que acudían con la vista en alto, sus miradas prendidas en el brillo de la pira que se elevaba en el cielo negro.
Aquella noche volví por última vez a la librería de Sempere e Hijos. El cartel de cerrado colgaba de la puerta, pero al aproximarme vi que todavía había luz en el interior y que Isabella estaba tras el mostrador, sola, la mirada absorta en un grueso libro de cuentas que ajuzgar por la expresión de su rostro prometía el fin de los días para la vieja librería. Viéndola mordisquear su lápiz y rascarse la punta de la nariz con el índice supe que mientras ella estuviese allí aquel lugar nunca desaparecería. Su presencia lo salvaría, como me había salvado a mí. No me atreví a romper aquel instante y me quedé observándola sin que ella reparase en mi presencia, sonriendo para mis adentros. De repente, como si hubiese leído mi pensamiento, alzó la vista y me vio. La saludé con la mano y vi que a su pesar se le llenaban los ojos de lágrimas. Cerró el libro y salió corriendo de detrás del mostrador para abrirme la puerta. Me miraba como si no pudiese creer que estaba allí.
– Ese hombre dijo que se había fugado usted… que nunca más volveríamos a verle.
Supuse que Grandes le había hecho una visita.
– Quiero que sepa que no creí una sola palabra de lo que me contó -dijo Isabella-. Deje que avise a… -No tengo mucho tiempo, Isabella. Me miró, abatida.
– Se va, ¿verdad? Asentí. Isabella tragó saliva. -Ya le dije que no me gustaban las despedidas. -A mí menos. Por eso no he venido a despedirme. He venido a devolver un par de cosas que no me pertenecen.
Extraje el ejemplar de Los Pasos del Cielo se lo tendí. -Esto nunca debió salir de la vitrina con la colección personal del señor Sempere.
Isabella lo tomó y al ver la bala todavía atrapada en sus páginas me miró sin decir nada. Extraje entonces el sobre blanco con las quince mil pesetas con que el viejo Vidal había intentado comprar mi muerte y lo dejé en el mostrador.
– Y esto es a cuenta de todos los libros que Sempere me regaló durante todos estos años.
Isabella lo abrió y contó el dinero, atónita. -No sé si puedo aceptarlo…
– Considéralo mi regalo de bodas, por adelantado. -Y yo que aún tenía esperanzas de que me llevase usted algún día al altar, aunque fuese como padrino.
– Nada me hubiera gustado más.
– Pero tiene usted que irse. -Sí.
– Para siempre. -Por un tiempo. -¿Y si me voy con usted? La besé en la frente y la abracé.
– Dondequiera que vaya, tú siempre estarás conmigo, Isabella. Siempre.
– No le pienso echar de menos.
– Ya lo sé.
– ¿Puedo al menos acompañarle al tren o a lo que sea?
Dudé demasiado tiempo para negarme a aquellos últimos minutos de su compañía.
– Para asegúrame de que se va de verdad y de que me he librado de usted para siempre -añadió.
– Trato hecho.
Descendimos lentamente por la Rambla, Isabella cogida de mi brazo. Al llegar a la calle del Are del Teatre, cruzamos hacia el oscuro callejón que se abría camino a través del Raval.
– Isabella, lo que vas a ver esta noche no se lo puedes contar a nadie.
– ¿Ni a mi Sempere júnior?
Suspiré.
– Claro que sí. A él puedes contárselo todo. Con él casi no tenemos secretos.
Al abrir las puertas, Isaac el guardián nos sonrió y se hizo a un lado.
– Ya era hora de que tuviésemos una visita de categoría -dijo, ofreciendo una reverencia a Isabella-. ¿Intuyo que prefiere usted hacer de guía, Martín?
– Si no le importa…
Isaac asintió y me ofreció la mano. Se la estreché.
– Buena suerte -dijo.
El guardián se retiró hacia la sombras, dejándome a solas con Isabella. Mi antigua ayudante y flamante nueva gerente de Sempere e Hijos lo observaba todo con una mezcla de asombro y aprensión.
– ¿Qué clase de lugar es éste? -preguntó.
La tomé de la mano y lentamente la conduje el resto del trayecto hasta llegar a gran sala que albergaba la entrada.
– Bienvenida al Cementerio de los Libros Olvidados, Isabella.
Isabella alzó la vista hacia la cúpula de cristal en lo alto y se perdió en aquella visión imposible de haces de luz blanca acribillando un babel de túneles, pasarelas y puentes tendidos hacia las entrañas de aquella catedral hecha de libros.
– Este lugar es un misterio. Un santuario. Cada libro, cada tomo que ves, tiene alma. El alma de quien lo escribió, y el alma de quienes lo leyeron y vivieron y soñaron con él. Cada vez que un libro cambia de manos, cada vez que alguien desliza la mirada por sus páginas, su espíritu crece y se hace fuerte. En este lugar los libros que ya nadie recuerda, los libros que se han perdido en el tiempo, viven para siempre, esperando llegar a las manos de un nuevo lector, un nuevo espíritu…