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Uno de los empleados del teleférico estaba preparándose para cerrar las puertas del edificio cuando me vio acercarme a toda prisa. Me sostuvo la puerta abierta y señaló hacia el interior.

– Último trayecto del día -advirtió-. Más vale que se dé prisa.

La taquilla estaba a punto de cerrar cuando adquirí el último billete de lajornada y me apresuré a unirme a un grupo de cuatro personas que esperaban al pie de la cabina. No reparé en su indumentaria hasta que el empleado abrió la portezuela y los invitó a pasar. Sacerdotes.

– El teleférico fue construido para la Exposición Universal y está dotado con los mayores adelantos de la técnica. Su seguridad está garantizada en todo momento. Tan pronto se inicie el recorrido esta puerta de seguridad, que sólo puede abrirse por fuera, quedará trabada para evitar accidentes o, Dios no lo quiera, intentos de suicidio. Claro que con ustedes, eminencias, no hay peligro de…

– Joven -interrumpí-. ¿Puede agilizar el ceremonial, que se hace de noche?

El encargado me dirigió una mirada hostil. Uno de los sacerdotes advirtió las manchas de sangre en mis manos y se santiguó. El encargado continuó con su perorata.

– Viajarán ustedes a través del cielo de Barcelona a unos setenta metros de altitud por encima de las aguas del puerto, gozando de las vistas más espectaculares de toda la ciudad, hasta ahora sólo al alcance de golondrinas, gaviotas y otras criaturas dotadas por el Altísimo de ensamblaje plumífero. El viaje tiene una duración de diez minutos y realiza dos paradas, la primera en la torre central del puerto, o, como a mí me gusta llamarla, la torre Eiffel de Barcelona, o torre de San Jaime, y la segunda y última en la torre de San Sebastian. Sin más dilación, les deseo a sus eminencias una feliz travesía y les reitero el deseo de la compañía de volverlos a ver a bordo del teleférico del puerto de Barcelona en una próxima ocasión.

Fui el primero en abordar la cabina. El encargado dispuso la mano al paso de los cuatro sacerdotes, en espera de una propina que nunca llegó a rozar sus manos. Con visible decepción cerró la portezuela con un golpe y se dio la vuelta, dispuesto a darle a la palanca. El inspector Víctor Grandes le esperaba al otro lado, maltrecho pero sonriente, con su identificación en la mano. El encargado le abrió la compuerta y Grandes entró en la cabina saludando con la cabeza a los sacerdotes y guiñándome un ojo. Segundos más tarde, estábamos flotando en el vacío.

La cabina se elevó desde el edificio terminal rumbo al borde de la montaña. Los sacerdotes se habían arremolinado todos a un lado, claramente dispuestos a gozar de las vistas del anochecer sobre Barcelona y a ignorar cualquiera que fuese el turbio asunto que nos había reunido a Grandes y a mí allí. El inspector se aproximó lentamente y me mostró el arma que sostenía en la mano. Grandes nubes rojas flotaban sobre las aguas del puerto. La cabina del teleférico se hundió en una de ellas y por un instante pareció que nos hubiéramos sumergido en un lago de fuego. -¿Había subido usted alguna vez? -preguntó Grandes; Asentí.

– A mi hija le encanta. Una vez al mes me pide que hagamos el viaje de ida y vuelta. Un poco caro, pero vale la pena,

– Con lo que le paga el viejo Vidal por venderme, seguro que podrá traer a su hija todos los días, si le da la gana. Simple curiosidad. ¿Qué precio me ha puesto?

Grandes sonrió. La cabina emergió de la gran nube escarlata y quedamos suspendidos sobre la dársena del puerto, las luces de la ciudad derramadas sobre las aguas oscuras.

– Quince mil pesetas -respondió palmeándose un sobre blanco que asomaba del bolsillo de su abrigo.

– Supongo que debería sentirme halagado. Hay quien mata por dos duros. ¿Incluye eso el precio de traicionar a sus dos hombres?

– Le recuerdo que aquí el único que ha matado a alguien es usted.

A estas alturas los cuatro sacerdotes nos observaban atónitos y consternados, ajenos a los encantos del vértigo y el vuelo sobre la ciudad. Grandes les lanzó una mirada somera.

– Cuando lleguemos a la primera parada, si no es mucho pedir, les agradecería a sus eminencias que se apeasen y nos dejaran discutir de nuestros asuntos mundanos.

La torre de la dársena del puerto se levantaba al frente como un cimborio de acero y cables arrancado de una catedral mecánica. La cabina penetró en la cúpula de la torre y se detuvo en la plataforma. Cuando se abrió la portezuela, los cuatro sacerdotes salieron a escape. Grandes, pistola en mano, me indicó que me dirigiese al fondo de la cabina. Uno de los curas, al apearse, me miró con preocupación.

– No se preocupe usted, joven, que avisaremos a la policía -dijo antes de que se cerrase de nuevo la puerta.

– No duden en hacerlo -replicó Grandes.

Una vez la puerta quedó trabada, la cabina continuó el trayecto. Emergimos de la torre de la dársena e iniciamos el último tramo de la travesía. Grandes se acercó a la ventana y contempló la visión de la ciudad, un espejismo de luces y brumas, catedrales y palacios, callejones y grandes avenidas entramadas en un laberinto de sombra.

– La ciudad de los malditos -dijo Grandes-. Cuanto más de lejos se ve, más bonita parece.

– ¿Es ése mi epitafio?

– No le voy a matar, Martín. Yo no mato a la gente. Usted me va a hacer ese favor. A mí y a usted mismo. Sabe que tengo razón.

Sin más, el inspector descerrajó tres tiros sobre el mecanismo de cierre de la compuerta y la abrió de una patada. La portezuela quedó colgando en el aire, una bocanada de viento húmedo inundando la cabina.

– No sentirá nada, Martín. Créame. El golpe no lleva ni una décima de segundo. Instantáneo. Y luego, paz.

Miré hacia la compuerta abierta. Una caída de setenta metros al vacío se abría al frente. Miré hacia la torre de San Sebastian y calculé que quedaban unos minutos para que llegásemos hasta allí. Grandes leyó mi pensamiento.

– En unos minuto’s todo se habrá acabado, Martín. Me lo tendría que agradecer.

– ¿Realmente cree usted que maté a todas esas personas, inspector?

Grandes alzó el revólver y me apuntó al corazón.

– Ni lo sé ni me importa.

– Creí que éramos amigos.

Grandes sonrió y negó por lo bajo.

– Usted no tiene amigos, Martín.

Oí el estruendo del disparo y sentí un impacto en el pecho, como si un martillo industrial me hubiese golpeado en las costillas. Caí de espaldas, sin aliento, un espasmo de dolor prendiendo por mi cuerpo como gasolina. Grandes me había agarrado por los pies y tiraba de mí hacia la portezuela. La cima de la torre de San Sebastian apareció entre velos de nubes al otro lado. Grandes cruzó por encima de mí y se arrodilló a mi espalda. Me empujó por los hornbros hacia la portezuela. Sentí el viento húmedo en las piernas. Grandes me dio otro empujón y noté que mi cintura rebasaba la plataforma de la cabina. El tirón de la gravedad fue instantáneo. Estaba empezando a caer.

Alargué los brazos hacia el policía y le clavé los dedos en el cuello. Lastrado por el peso de mi cuerpo, el inspector quedó trabado en la compuerta. Apreté con todas mis fuerzas, hundiéndole la tráquea y aplastándole las arterias del cuello. Intentó forcejear para librarse de mi presa con una mano mientras con la otra tanteaba en busca de su arma. Sus dedos encontraron la culata de la pistola y se deslizaron por el gatillo. El disparo me rozó la sien y se estrelló contra el borde de la compuerta. La bala rebotó hacia el interior de la cabina y le atravesó la palma de la mano limpiamente. Hundí las uñas sobre su cuello, sintiendo que la piel cedía. Grandes emitió un gemido. Tiré con fuerza y me aupé de nuevo hasta quedar con más de medio cuerpo dentro de la cabina. Una vez pude aferrarme a las paredes de metal, solté a Grandes y conseguí echarme a un lado.

Me palpé el pecho y encontré el orificio que había dejado el disparo del inspector. Me abrí el abrigo y extraje el ejemplar de Los Pasos del Cielo. La bala había atravesado la parte delantera de la cubierta, las casi cuatrocientas páginas y asomaba como la punta de un dedo de plata por la cubierta trasera. A mi lado Grandes se retorcía en el suelo, aferrándose el cuello con desesperación. Tenía el rostro amoratado y las venas de la frente y las sienes le pulsaban como cables tensados. Me dirigió una mirada de súplica. Una telaraña de vasos quebrados se esparcía por sus ojos y comprendí que le había aplastado la tráquea con mis manos y que se estaba asfixiando sin remedio.

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