– Perdóneme -murmuré.
– Tienes que irte de la ciudad. Hay un carguero amarrado en el muelle de San Sebastián que zarpa a medianoche. Está todo arreglado. Pregunta por el capitán Olmo. Te espera. Llévate uno de los coches del garaje. Lo puedes dejar en el muelle. Pep irá a buscarlo mañana. No hables con nadie. No vuelvas a tu casa. Necesitarás dinero. -Tengo suficiente dinero -mentí. -Nunca es suficiente. Cuando desembarques en Marsella, Olmo te acompañará a un banco y te hará entrega de cincuenta mil francos. -Don Pedro…
– Escúchame. Esos dos hombres que Grandes dice que has matado…
– Marcos y Gástelo. Creo que trabajaban para su padre, don Pedro. Vidal negó.
– Ni mi padre ni sus abogados tratan nunca con mandos intermedios, David. ¿Cómo crees que esos dos sabían dónde encontrarte a los treinta minutos de salir de la comisaría?
La fría certidumbre se desplomó, transparente. -Por mi amigo, el inspector Víctor Grandes. Vidal asintió.
– Grandes te dejó salir porque no quería ensuciarse las manos en la comisaría. Tan pronto saliste de allí, sus dos hombres estaban tras tu pista. La tuya era una muerte telegrafiada. Sospechoso de asesinato se fuga y fallece al resistirse al arresto.
– Como en los viejos tiempos de la sección de sucesos -dije.
– Algunas cosas no cambian nunca, David. Tú deberías saberlo mejor que nadie.
Abrió su armario y me tendió un abrigo nuevo, sin estrenar. Lo acepté y guardé el libro en el bolsillo interior. Vidal me sonrió.
– Por una vez en la vida te veo bien vestido.
– A usted le sentaba mejor, don Pedro.
– Eso por descontado.
– Don Pedro, hay muchas cosas que.
– Ahora ya no tienen importancia, David. No me debes ninguna explicación.
– Le debo mucho más que una explicación.
– Entonces habíame de ella.
Vidal me miraba con ojos desesperados suplicando que le mintiese. Nos sentamos en el salón, frente a los ventanales desde los que se dominaba toda Barcelona, y le mentí con toda el alma. Le dije que Cristina había alquilado un pequeño ático en la rué de Soufflot bajo el nombre de madame Vidal y que me había dicho que me esperaría cada día a media tarde frente a la fuente de los jardines de Luxemburgo. Le dije que hablaba constantemente de él, que nunca le olvidaría y que yo sabía que por muchos años que pasase a su lado nunca podría llenar la ausencia que él había dejado. Don Pedro asentía, la mirada perdida en la distancia.
– Tienes que prometerme que cuidarás de ella, David. Que nunca la abandonarás. Que pase lo que pase, estarás a su lado.
– Se lo prometo, don Pedro.
En la luz pálida del atardecer apenas pude reconocer en él más que a un hombre viejo y vencido, enfermo de recuerdos y remordimiento, un hombre que nunca había creído y al que ahora sólo le quedaba el bálsamo de la credulidad.
– Me hubiera gustado ser un amigo mejor para ti, David.
– Ha sido usted el mejor de los amigos, don Pedro. Ha sido usted mucho más que eso.
Vidal alargó el brazo y me tomó la mano. Estaba temblando.
– Grandes me habló de ese hombre, ese que tú llamas el patrón… Dice que le debes algo y que crees que el único modo de pagar tu deuda es entregándole una alma pura…
– Son tonterías, don Pedro. No haga ni caso.
– ¿No te sirve una alma sucia y cansada como la mía?
– No conozco alma más pura que la suya, don Pedro.
Vidal sonrió.
– Si pudiera cambiarme con tu padre, lo haría, David.;
– Lo sé.
Se incorporó y contempló el atardecer abatiéndose sobre la ciudad.
– Deberías ponerte en camino -dijo-. Ve al garaje y coge un coche. El que quieras. Yo voy a ver si tengo algo de dinero en metálico.
Asentí y recogí el abrigo. Salí al jardín y me dirigí hacia las cocheras. El garaje de Villa Helius albergaba dos automóviles relucientes como carrozas reales. Elegí el más pequeño y discreto, un Hispano-Suiza negro que parecía no haber salido de allí más de dos o tres veces y aún olía a nuevo. Me senté al volante y lo puse en marcha. Saqué el coche del garaje y esperé en el patio. Transcurrió un minuto y, al ver que don Pedro no salía, bajé del coche dejando el motor en marcha. Volví a entrar en la casa para despedirme de él y decirle que no se preocupase por el dinero, que ya me las arreglaría. Al cruzar el vestíbulo recordé que había dejado allí el arma, sobre la mesita. Cuando fui a recogerla ya no estaba.
– ¿Don Pedro?
La puerta que daba a la sala estaba entornada. Me asomé al umbral y le vi en el centro de la sala. Se llevó el revólver de mi padre al pecho y colocó el cañón sobre su corazón. Corrí hacia él pero el estruendo del disparo ahogó mis gritos. El arma se le cayó de las manos. Su cuerpo se ladeó contra la pared y se deslizó lentamente hasta el suelo dejando un rastro escarlata sobre el mármol. Caí de rodillas a su lado y lo sostuve en mis brazos. El disparo había abierto un orificio humeante sobre sus ropas del que brotaba sangre oscura y espesa a borbotones. Don Pedro me miraba fijamente a los ojos mientras su sonrisa se llenaba de sangre y su cuerpo dejaba de temblar y caía derribado, oliendo a pólvora y a miseria.
Volví al coche y me senté, las manos teñidas de sangre sobre el volante. Apenas podía respirar. Esperé un minuto y luego bajé la palanca del treno. El atardecer había cubierto el cielo con un sudario rojo bajo el que latían las luces de la ciudad. Partí calle abajo dejando atrás la silueta de Villa Helius en lo alto de la colina. Al llegar a la avenida Pearson me detuve y miré por el espejo retrovisor. Un coche torcía desde un callejón escondido y se situaba a unos cincuenta metros. No había encendido las luces. Víctor Grandes.
Continué por la avenida de Pedralbes hacia abajo hasta rebasar el gran dragón de hierro forjado que guardaba el pórtico de la Finca Güell. El coche del inspector Grandes seguía allí, a unos cien metros. Al llegar a la Diagonal torcí a la izquierda en dirección al centro de la ciudad. Apenas circulaban vehículos y Grandes me siguió sin dificultad hasta que decidí girar a la derecha con la esperanza de perderle a través de las estrechas calles de Las Corts. Para entonces el inspector ya se había percatado de que su presencia no era un secreto y había encendido los faros, acortando distancias. Por espacio de veinte minutos sorteamos una trenza de calles y tranvías. Me deslice entre ómnibus y carros, siempre para encontrar los faros de Grandes a la zaga, sin tregua. Al rato se alzó al frente la montaña de Montjui’c. El gran palacio de la Exposición Universal y los restos de los demás pabellones habían sido clausurados apenas dos semanas antes, pero ya se perfilaban en la bruma del crepúsculo como las ruinas de una gran civilización olvidada. Enfilé la gran avenida que escalaba hacia la cascada de luces fantasmales y fuegos fatuos de las fuentes de la Exposición y aceleré hasta donde alcanzaba el motor. A medida que ascendíamos por la carretera que rodeaba la montaña y serpenteaba hacia el Estadio Olímpico, Grandes fue ganando terreno hasta que pude distinguir claramente su rostro en el espejo. Por un instante me sentí tentado de tomar la carretera que subía hasta el castillo militar en lo alto de la montaña, pero si algún lugar no tenía salida era aquél. Mi única esperanza era ganar el otro lado de la montaña que miraba al mar y desaparecer en alguno de los muelles del puerto. Para eso necesitaba arrancar un margen de tiempo. Grandes estaba ahora a unos quince metros por detrás. Las grandes balaustradas de Miramar se abrían al frente con la ciudad tendida a nuestros pies. Tiré de la palanca del freno con todas mis fuerzas y dejé que Grandes se estrellase contra el Hispano-Suiza. El impacto nos arrastró a ambos casi veinte metros, levantando una guirnalda de chispas sobre la carretera. Solté el freno y avancé una corta distancia. Mientras Grandes intentaba recobrar el control, puse la marcha atrás y aceleré a fondo. Para cuando Grandes se dio cuenta de lo que estaba haciendo, ya era tarde. Le embestí con la fuerza de una carrocería y un motor cortesía de la escudería más selecta de la ciudad, notablemente más robustos que los que le amparaban a él. La fuerza del choque le sacudió en el interior de la cabina y pude ver su cabeza golpearse contra el parabrisas y astillarlo completamente. Un aliento blanco brotó de la capota de su coche y los faros se extinguieron. Calcé la marcha y aceleré, dejándole atrás y dirigiéndome hacia la atalaya de Miramar. A los pocos segundos advertí que el choque había aplastado el guardabarros trasero contra el neumático, que giraba ahora sufriendo la fricción con el metal. El olor a goma quemada inundó la cabina. Veinte metros más adelante el neumático estalló y el coche empezó a serpentear hasta detenerse envuelto en una nube de humo negro. Abandoné el automóvil y dirigí la vista hacia el lugar donde había quedado el coche de Grandes. El inspector se arrastraba fuera de la cabina, incorporándose lentamente. Miré a mi alrededor. La parada del teleférico que cruzaba el puerto de la ciudad desde la montaña de Montjuic a la torre de San Sebastian quedaba a una cincuentena de metros de allí. Distinguí la silueta de las cabinas suspendidas de los cables deslizándose sobre el escarlata del crepúsculo y corrí hacia allí.