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– Ambas cosas puedo hacer porque voy camino de Ávila, donde espero verme con Teresa de Jesús.

– La escritora iluminada. Te confieso que no entiendo lo que escribe, pero veo entre sus líneas la mano de Dios. Jesuita. Jesuita. Hazte jesuita, Francisco, y me cuentas qué es eso. ¿Recuerdas cuando estudiabas matemáticas y ciencias y me contabas todas las noches lo que habías aprendido durante el día? Eres muy eficaz, primo. Pero ya me han dicho que Gandía se te ha llenado de jesuitas, que te llevan las cuentas y saben más de tus finanzas que tú mismo. Vigila, Francisco. Vigila. Hay que vigilar siempre.

A todos.

Más allá del estanque donde duermen los sedales y desconfían las truchas, los umbríos caminos que van hacia el convento de Ávila, donde una parlanchina Teresa le cuenta sus recelos sobre si las iluminaciones le vienen o no de Dios. ¿Y si no fueran de Dios?

Habla, hija, habla, y contaba la monja sus éxtasis y accesos, sus vivencias en las moradas de los Cielos, la Tierra y la carne, mientras cabeceaba Borja en claro asentimiento.

– Quiso el Señor que viese alguna vez un ángel, no muy grande, hermoso, el rostro tan encendido que parecía uno de esos ángeles tan subidos que parecen abrasarse. Entiendo que son los querubines, aunque ellos no me revelan a qué clase pertenecen. Llevaba en las manos mi ángel un dardo de oro o de hierro, tal vez de oro y de hierro, porque el hierro estaba ígneo en la punta. Y era ese dardo el que se metía en mi corazón y abría mi cuerpo por dentro en busca de las entrañas y al arrancármelo me parecía que las llevaba prendidas y me dejaba vacía, pura, abrasada, pero abrasada por el amor grande de Dios. El dardo era su voz y la voz su presencia. ¿Cómo habla Dios al alma? ¿Hay preciso entendimiento de ello? A veces siento esa voz dentro de mí, otras fuera, y me prevengo por si se tratara de antojos o de melancolías, no siendo yo persona melancólica a lo enfermizo, como tantas otras en estos tiempos de flaquezas, tantas como tentaciones del diablo. El demonio se aprovecha de estas almas enfermas para ir apoderándose de su espíritu. ¿Cómo se distingue, padre Francisco, cuándo es la voz de Dios o la del diablo? Y esas voces, cuando son perfectas, hay que vigilarlas por si provienen o no de las Sagradas Escrituras, aunque la palabra de Dios, de pronto, la que más verdadera sientes, suena con una verdad en sí misma, como si fuera de luz, es como una orden llena de amor. ¿Puede el diablo dictarla?

– ¿Cómo iba a dictarte tanta maravilla el diablo? No te resistas, pero no te limites a dejarte poseer por las revelaciones. Reza, porque la oración es la comunicación con Dios.

Mas no quedó la monja muy convencida y era sabido que a todo el que pasara por el convento le sometía a la duda de cómo distinguir la voz de Dios entre todas las voces posibles del diablo, estaba tan en ello que redacta "Las moradas" con la intención de que no quedara más duda en su espíritu, ni el de los consultores que caían en su imprevisto consultorio. Con ganas de acudir cuanto antes a Roma, al encuentro con Ignacio de Loyola y el destino de jesuita, se detuvo en Tordesillas, donde la reina Juana canta canciones que sólo ella comprende, con músicas que le nacen de sus movimientos sin control.

– ¿Duque de Gandía? Yo no conozco a ningún duque de Gandía.

– Fui acompañante de su majestad hace ya algunos años.

– Nunca tuve un acompañante duque.

– Aún no era duque, señora, pero se acordará de mí, de las veces que hablamos de uno de mis antepasados, César, César Borja, el Valentino.

La reina repite César Borja varias veces, canta el nombre en voz alta, en voz baja.

– Jamás conocí a César Borja alguno.

– Fue un gran pecador, acogido a los muros del castillo de la Mota cuando su majestad allí vivía.

Su majestad lo recordaba jugando con el toro.

– ¡El toro!

Está asustada doña Juana y grita:

– ¡El toro! ¡El hombre oscuro! ¡César el oscuro y desnudo!

¡Aquel diablo, aquel centauro que quería desnudarme y como no me dejaba decapitaba toros!

Va en aumento el frenesí de doña Juana y los médicos sustituyen a Borja junto a la reina, pero ella no lo permite.

– ¡Dejad que hable con el duque!

Y cuando Francesc se acerca solícito, la reina acerca los labios a su oreja.

– Formaban un solo animal, duque. César el oscuro, el caballo blanco, el toro negro rojo de sangre. Un solo animal. Jugar al toro siempre me ha parecido algo diabólico.

Y grita ¡un solo animal! varias veces, hasta que el duque se retira apenado y a nadie revela los pensamientos que pugnan en su cabeza.

El mismo ensimismamiento con el que asiste a la agonía de la reina, rodeada de curas y monjas, cantos y plegarias, obsesionado el duque de Gandía con sus tormentas interiores a pesar de la placidez de su gesto. La reina Juana tiende su mano hacia él en la distancia, pero en vano el duque se aproxima, no llega a recoger sus últimas palabras y la impresión de inutilidad del viaje se la confiesa a sí mismo en voz alta, monólogo que rueda al compás de la calesa.

– Cuando me mueve el emperador no sé a dónde voy, en cambio cuando me mueve san Ignacio el camino es claro.

Pero cumple todos los encargos y al césar da parte de todo lo visto y oído, a un emperador melancólico, gotoso, con más ojo en los altares que en las truchas, aunque llegaban a Yuste relevos de caballos cargados con mariscos del Cantábrico.

– O sea, que hasta las monjas hablan con Dios y a mí, al emperador, ni una palabra. Tú también has oído la llamada de Dios. No quiero competir con Dios, Francisco. A veces ese estanque donde pesco me parece la boca del abismo, de la muerte, del Infierno. No quiero competir con Dios -le dice el emperador, sentado ante la balaustrada, invalidado por la gota, con la caña de pescar pendiente sobre otro estanque-. He dejado la corona a mi hijo Felipe y tú quedas libre de servirme. Pero ten cuidado. El gran inquisidor va a por ti. El papa no nos quiere, y vosotros los jesuitas sois los soldados del papa. ¿No es así? Ahora que eres cura y tienes un trato preferente con Dios, háblame de la eternidad. ¿La tiene garantizada el emperador que ha luchado contra la herejía? Quiero que seas mi albacea testamentario.

Un criado porta una bandeja llena de marisco. El emperador coge un racimo de percebes y lo huele extasiado.

– ¡Recién llegados del Cantábrico! ¡Cuántos caballos habrán reventado para que conserve este aroma!

Manosea las nécoras, las almejas, las ostras, las cigalas. Se hace abrir un mejillón y se lo come crudo.

– ¡El sabor del mar! Francisco, quiero que cuando me entierren lo hagan debajo del cuerpo de mi madre y que mi corazón mientras se pudre esté a la altura del suyo.

¿Puedes garantizarme la vida eterna? No desconfío de Dios, pero estoy escribiendo mis memorias.

¿Es lícito que yo hable de mis obras, día a día, hora a hora?

Dios sabe que no escribo por vanidad, sino porque los historiadores de nuestro tiempo tienden a oscurecer mis obras. Muchos de ellos son mis enemigos de religión.

Y cuando Borja es una figura que se marcha, abajo, en el jardín de Yuste, junto al estanque, el emperador le dice desde el parapeto de la balaustrada, en plena parafernalia de pescador de altura:

– Cuídate, Francisco. Mi hijo el rey Felipe no te quiere. Nadie está seguro en esta vida. Nadie merece estar seguro.

Embarazado y tímido no sabe si saludar o ser saludado ante la presencia de un anguloso y envejecido Ignacio de Loyola. Los hombres se miran, parecen buscar un momento en su vida o su memoria que los reúna y de pronto Francesc de Borja exclama.

– "L.home del sac!" No ha sonreído Ignacio, pero ha asentido con los ojos.

– Así me llamaban por tierras de Manresa cuando hacía vida eremítica en las cuevas próximas a la montaña de Montserrat.

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