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Aprovecha Joan el alejamiento de

su padre para encararse con Burcardo y espetarle:

– ¿Qué pasó con Djem?

– Ya le dio su santidad cumplida cuenta por escrito de lo sucedido. Se juntó una situación estratégica con la mala salud del príncipe, mala salud provocada por sus excesos.

– El único exceso fue utilizarlo como un peso añadido en el botín del francés. Djem no sólo era una bola de sebo. Dentro de esa bola de sebo había un corazón, un corazón solitario e incomprendido.

Ha alzado la voz Joan y le recomienda Burcardo silencio para no interrumpir el diálogo alejado entre Alejandro Vi y la superiora.

– Es un honor recoger aquí a la señora Lucrecia, pero no quisiera que su santidad tomara como rechazo o reparo lo que voy a decirle. Lucrecia es una muy buena niña y buenísima cristiana, pero su vida hasta ahora ha pertenecido al mundo y al mundo volverá. Aunque ella trate de evitarlo, con ella el mundo ha entrado en este convento, creando graves disturbios entre las hermanas.

– Comprendo la situación, reverenda madre, y qué más quisiera yo que mi hija recapacitara.

Le tiende una bolsa que la superiora coge y acepta sin sorpresa haciéndola desaparecer entre sus tocas.

– Quisiera compensar tanta tribulación con una aportación al ajuar de las novicias.

– Con paciencia tal vez se pueda superar todo.

– Paciencia, hermana, cierto.

Admiremos la santidad no canonizada de Job cuando ante las calamidades que Dios le enviaba respondió: "Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo tornaré allá.

Jehová dio y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito."

– Bendito sea el nombre de Dios.

– Amén.

Conciliada la superiora, abre el paso hacia el claustro, en cuyo centro se ha levantado una poderosa tienda de campaña dentro de la que se mueven las sombras de sus habitantes creadas por las luces interiores. Por un momento asisten el papa y sus acompañantes a la evolución de las sombras y sus encarnaciones, evolución que les indica que están jugando a la gallina ciega y que la gallina no es hembra sino varón, lo que provoca que Burcardo cierre los ojos y que la superiora los abra desmesuradamente. Invita Alejandro a su hijo Joan a que vaya al encuentro de su hermana y así hace penetrando en la tienda, sorprendiendo y rompiendo la lógica del juego. Detenidas las cuatro muchachas, una de ellas una luminosa Lucrecia y la otra una jadeante y oscura Sancha, sólo la gallina que es gallo ciego sigue su juego y en su búsqueda tropieza con Joan y al reseguir su cuerpo llega a la cara, que de macho nota y se

quita la venda para quedar en suspenso ante el poderoso duque de Gandía.

– Lo siento, yo…

– Extraña monja.

– Se presenta Pere Caldes, aunque aquí se me conoce por Perotto. Estoy al servicio de su hermana, señor duque.

– Ya lo veo.

Pero no hay tiempo para el enfrentamiento porque Lucrecia se ha abrazado a Joan como una serpiente hasta hacerle perder el equilibrio y caer al suelo, donde la mujer se sienta sobre el pecho del hermano.

– ¿De dónde sales? ¿Has conseguido que te dejara marchar tu horrible mujer? ¿No te has traído a mi sobrino? ¿Qué se siente al ser padre?

– Tu peso es grácil pero no me deja respirar.

Recupera Joan la estatura y Lucrecia se lo lleva hasta el esquemático lecho donde se sientan, las manos del hombre entre

las de ella, alegre, lagrimeante, con el gozo tan roto como desbordado.

– Joan, Joan.

Rompe a llorar abiertamente Lucrecia, abrazada por el hombre, entre el suspenso de los allí reunidos, sin saber qué hacer, y cuando los ojos nublados de la muchacha remontan por encima del hombro de su hermano ve más allá de la lona la sombra de su padre, de la abadesa, de Burcardo.

– Están ahí acechando.

– ¿Qué pueden acechar?

– No puedo disponer de mi vida, Joan.

– Yo tampoco.

– Me han dejado estudiar latín, leer a los clásicos, discutir de filosofía, pero no puedo escoger marido y ni siquiera me dejan conservar los que me imponen.

– Me han educado como un militar. Detesto el papel que me han atribuido. Me divierte pero me cansa sólo imaginarlo. Me gusta

vivir, sólo vivir, como le gustaba al pobre Djem.

Ahora es Joan el que está llorando desconsoladamente y contagia en su total desconsuelo a Lucrecia, mientras Sancha contempla la escena desde una divertida curiosidad.

Sancha, desnuda. Sancha coge un velo y lo retuerce con voluntad de hacer de él un dogal y va a por el cuerpo del hombre también desnudo entre las sábanas. Pasa el dogal por el cuello y se revuelve el cuerpo de César, sobresaltado por la blanda amenaza y aliviado por las risas de ella. Se libera el hombre y monta sobre la mujer, primero jugando y luego atraído por las provocaciones la penetra por el camino más corto y consigue que la sorpresa de los ojos femeninos se vuelva desmayo amoroso y demanda de que prosiga y así hasta que separan sus humedades y buscan en el

techo paisajes que sólo ellos ven.

De los que vuelve Sancha con una conversación aplazada.

– Tenías que haberlos visto llorar. Lucrecia lloraba como una mujer y Joan…

– ¿A qué vienen Joan y Lucrecia ahora?

– Nunca había visto llorar a un hombre a causa de otro hombre. Era tan tierno.

– ¿No te basta con la ternura del joven Jofre?

– Mi marido es tierno porque es inseguro e inmaduro. Es tierno como un novillo. La ternura de Joan era diferente.

– ¿Yo no soy tierno?

– No. No eres tierno. Tienes demasiado cerebro. La gente demasiado inteligente puede fingir la ternura. Sólo fingirla.

– El cardenal Ascanio Sforza, ¿también es tierno?

Se alarma Sancha y medio incorpora su desnudez entre las sábanas.

– Y ahora pregunto yo, ¿a qué viene Ascanio en todo esto?

– Sé que te acuestas con él, menos que conmigo, pero te acuestas.

– ¿Yo, con Ascanio Sforza?

– Tú.

Es fingida indignación y demostración de dignidad herida lo que expulsa a Sancha de la cama en pos de sus ropas que recoge desordenadamente y busca un rincón donde vestirse mientras César, sin moverse del lecho, contempla burlón sus precipitaciones.

– ¿Tan inseguro ves el futuro de los Borja que te acoges a la sombra de los Sforza? ¿Quieres dejar Roma por Milán? ¿Te gustan las brumas del norte?

– Agradece lo que te he dado y no me pidas explicaciones de lo que hago con el resto de mis horas.

– Deberías cuidar más de tu infantil marido. Comprende que no está a la altura de tus necesidades. Se emborracha. Va buscando pelea. Ha matado estúpidamente por el placer de satisfacer su prepotencia y han estado a punto de matarle a él. En Roma se mata con mucha facilidad.

– Jofre es vuestro problema, de los Borja, no el mío. Yo no pedí casarme con un niño.

Ya vestida, Sancha va a marcharse, pero César le impide la salida y en el forcejeo quedan cara a cara, hasta que César ordena:

– Desnúdate.

– Ya lo estaba.

– Desnúdate.

Se retuerce Sancha resistente, pero César le arranca la ropa a manotazos, primero a pesar de la resistencia de la mujer, luego en su abandono, y es placidez lo que experimenta Sancha cuando César la arroja sobre la cama y se predispone a la penetración. Se detiene el hombre ante la mezcla de deseo y burla que ve en los ojos de la mujer y no sabe si entrar o salir, con el rostro lleno de sombras, hacia las que van las manos de Sancha. Recorre con los dedos las sombras y finalmente se detiene en una que es real, que es mancha, no efecto de las luces.

– ¿Esa mancha? ¿Es cierto que tienes el mal francés? ¿Es cierto que por eso sueles recibir a la gente de noche o entre penumbras?

¿Es cierto que se trata de un secreto bien guardado por vuestro médico, Gaspar Torrella?

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