Uno de ellos se ha sentido molesto ante la entrada de Remulins y trata de ocultar quién es por el procedimiento de sentarse en segunda fila y colocar la jarra de vino a la altura del rostro.
– No creo traicionar vuestra confianza con la presencia de mi invitado, señor Remulins, asesor de su santidad y hombre interesado por conocer nuestra opinión sobre el fenómeno Savonarola.
– No puede durar.
– Savonarola es un cadáver.
Cabecea Maquiavelo, disconforme con los que así opinan y, tras
tomar asiento y vino, toma la palabra.
– Por el discurso que hoy ha hecho, Savonarola tiene más poder que nunca. Ha mezclado sus argumentos regeneracionistas de la Iglesia con el papel de Carlos Viii como purificador de la cristiandad. ¿Qué más le puede interesar al rey francés? ¿No es un regalo este san Juan Bautista florentino que anuncia la llegada del Mesías y pide un concilio para proclamarlo?
– No blasfemes, Nicolás.
– No es blasfemia, es evidencia. Carlos Viii pasará por Florencia, la aplastará e irá a Roma dejando a Savonarola como un profeta desarmado pero instrumentalizable. ¿No lo ve usted así, Remulins?
– Yo escucho.
– E informa.
No ha podido contenerse el hombre semioculto y adelanta la cabeza, y con ella la cara, el cardenal Della Rovere, y hacia él dirigen todos sus miradas y Remulins la pregunta:
– ¿A quién informo?
– A Alejandro Vi, el próximo objetivo de Carlos Viii.
– Usted mismo, Della Rovere, debería informar como cardenal del Sacro Colegio y defensor de los intereses de la Iglesia.
Trata de sumar la aquiescencia ajena Giuliano y mirando a todos y cada uno de los presentes proclama:
– ¿Acaso los intereses de la Iglesia coinciden con los de los Borja? Un papa que nombra hasta cuarenta y tres cardenales según cuarenta y tres intereses personales o de familia, ¿representa los intereses de la Iglesia? ¿Los intereses de los italianos coinciden con los de los Borja? ¿No es más cierto que esta familia es una raza intrusa que viene de España y ha representado los intereses de la Corona de Aragón en el pasado y hoy los de los Reyes Católicos?
No hay quien se atreva a la respuesta y casi todos miran a Maquiavelo para que se comprometa.
Finalmente habla:
– De lo que estoy seguro es de que los intereses de los italianos no coinciden con los de los bárbaros, y bárbaros y bien bárbaros son los nuevos invasores de Italia.
La soldadesca asalta casa por casa y, como siempre ocurre, los mercenarios sólo sirven para cobrar la soldada y abandonarte cuando vienen mal dadas. Roma está en silencio a la espera del pillaje y del llanto. Milán y los Sforza ceden ante los franceses, Florencia se rinde, Venecia consiente.
¿Qué puede hacer el papa con un puñado de mercenarios? La guardia española y los voluntarios de la colonia alemana resisten en las puertas de Roma, pero es un combate condenado al fracaso. Burcardo, César y Djem escuchan la perorata de Alejandro Vi desde el respeto.
– Y las familias romanas, ¿dónde están? ¿Dónde están esos vendepatrias? Della Rovere es un agente francés, pero Orsino Orsini había recibido mi encargo de hacer frente al invasor, aunque fuera con su único ojo. ¿Dónde está? Por cierto, ¿las mujeres están a buen recaudo?
– No todas.
– ¿Qué quieres decir, César?
– De eso veníamos a hablarte.
Giulia Farnesio está en poder de los franceses.
– ¿Se ha pasado, obligada por su marido, a los franceses?
– La tienen en condición de rehén y te piden un rescate.
– ¿A mí?
– A ti.
Ha oído pero no ha oído el papa. Se ha puesto en pie y quisiera caminar pero no lo hace, también hablar, pero tampoco logra hilvanar una oración compuesta. Sólo consigue decir tres veces "Giulia, Giulia, Giulia" y, ya desahogado, se lamenta:
– Y Joan en Gandía, mi general, mi brazo armado, tan lejos.
Yo le preguntaría: ¿qué podemos hacer?
Mas no contesta el ausente Joan, sino César.
– Pagar.
– Pagar ¿qué?
– El rescate. El secuestro puede tratarse de una burla, conocedores los franceses del mucho interés que te despierta la dama, pero de momento le han puesto un fuerte precio. Están a las afueras de Roma y si pagamos la sueltan.
– ¿A qué esperamos? No importa el precio. César, negocia tú, ahora, corre, no pierdas ni un segundo.
De la penumbra sale Corella, cuchichea con César y se van, dejando al papa con un brazo sobre la espalda de Burcardo, sorprendido por el gesto papal.
– Ya ha empezado la humillación. Entrarán en la ciudad y traen la consigna de desposeerme de la sede, convocar un concilio y nombrar un papa proclive a sus intereses.
Medita Burcardo y no se suma a la tristeza autocompasiva de Alejandro Vi.
– Pero se encontrarán con un buey Borja con las patas bien firmes y la testuz defendiendo la sede de Pedro. Poca fue la resistencia del papa Luna desde Peñíscola comparada con la que yo pueda hacer. Burcardo, escucha y anota, porque puedes oír en estos momentos mi última posibilidad de testamento. Grandes han sido mis faltas, pero siempre he tratado de consolidar la autonomía de la Iglesia frente a los príncipes.
– No todo está perdido.
– ¿Tienes un ejército escondido entre tus libros de rezos o de protocolos?
– El ejército escondido, invisible, pero real lo tiene su santidad. No dé la tiara por perdida hasta no descubrir las intenciones del francés.
Arde Roma, comprueban los dos hombres desde las ventanas asaltadas por las luminarias, y el pillaje se desparrama como el aceite hirviendo. Djem, a espaldas del papa y de Burcardo, se ha sentado a una mesa y come con las dos manos cuantos manjares se ponen a su alcance hasta que nota la mirada desaprobadora de Burcardo sobre sus manos, sus labios grasientos, su cuerpo vencido por el ataque de bulimia. Los ojos de Djem son no sólo los de un animal hambriento, sino también acorralado.
– ¿Qué le pasa, príncipe Djem?
– Tengo hambre.
– ¿Es sólo hambre lo que tiene?
– Júrame que me dirás la verdad, Burcardo.
– Toda la verdad que yo tenga es suya.
– Me han dicho que vais a entregarme a los franceses. No tengo a Joan, mi amigo, el único que me protegía.
– ¿Quién se lo ha dicho?
– Me lo han dicho.
– Delira, príncipe. ¿Cree que los franceses han venido a Roma a buscarle?
Hasta las estancias de los Borja empiezan a llegar desde la calle gritos y blasfemias, ruido de armas y de muerte, mientras César y Miquel cabalgan hacia las luces del campamento francés, la mano del Papa protege especialmente una bolsa que cuelga junto a su pernera derecha y no perderá el contacto hasta llegar al campamento enemigo, cuando la tome posesivamente para dejarla caer sobre una mesa rodeada de militares franceses. No ha gustado su prepotencia y un oficial pincha con un cuchillo su garganta, pero Michelotto ha sacado el suyo y lo pone a su vez en el cuello del militar francés. Hay una colérica parálisis de los militares reunidos hasta que en la habitación entra un personaje que merece el grito:
– "Attention! Le roi!" Solicita una explicación Carlos Viii, con la afilada e inmensa nariz en ristre, mal asentado sobre sus pies deformes, bovinos, y se la suministran en voz baja, al tiempo que le enseñan la bolsa llena de dinero que César ha traído. El rey cede el dinero a un ayudante con un mohín de desprecio y va hacia el trío ya desarmado que componen César, Corella y el oficial francés.
– Así que estoy ante el famoso cardenal César Borja, cardenal de Valencia. ¿Sobrino del papa?
¿Hijo quizá?
– Allegado.
– Allegado. ¿Viene en busca de Giulia Farnesio? Su marido el príncipe Orsini es leal a mi causa y no ha puesto demasiado empeño en rescatarla. La dama es hermosa y el precio ha sido alto. El papa es un hombre que sabe valorar lo que quiere, ¿no es cierto?