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Del poema (un poema narrativo que me recordó, Dios me perdone, trozos del diario poético de John Cage mezclado con versos que sonaban a Julián del Casal o Magallanes Moure traducidos al francés por un japonés rabioso) hay poco que decir. Era el humor terminal de Carlos Wieder. Era la seriedad de Carlos Wieder.

10

No volví a ver a Romero hasta dos meses más tarde.

Cuando regresó a Barcelona estaba más flaco. Tengo localizado a Jules Defoe, dijo. Ha estado todo el tiempo aquí al lado, junto a nosotros, dijo. ¿Parece mentira, verdad? La sonrisa de Romero me asustó.

Estaba más flaco y parecía un perro. Vamonos, ordenó la misma tarde de su regreso. Dejó su maleta en mi casa y antes de salir se aseguró de que cerrara la puerta con llave. No esperaba que todo fuera tan rápido, alcancé a decir. Romero me miró desde el pasillo y dijo prepárese, tenemos que hacer un pequeño viaje, ya le contaré todo por el camino. ¿Lo hemos encontrado de verdad?, dije. No sé por qué empleé el plural. Hemos encontrado a Jules Defoe, dijo y movió la cabeza en un gesto ambiguo que podía significar muchas cosas. Lo seguí como un sonámbulo.

Creo que hacía meses, tal vez años, que no salía de Barcelona y la estación de Plaza Cataluña (a pocos metros de mi casa) me pareció totalmente desconocida, luminosa, llena de nuevos artilugios cuya utilidad se me escapaba. Hubiera sido incapaz de desenvolverme por mí mismo con la prestancia y rapidez con que lo hacía Romero y éste se dio cuenta o calculó de antemano mi previsible torpeza de viajero y se encargó de franquearme el paso a través de las máquinas que vedaban el acceso a los andenes. Después, tras esperar unos minutos en silencio, tomamos un tren de cercanías y bordeamos el Maresme hasta el principio de la Costa Brava, Blanes, pasado el río Tordera. Mientras salíamos de Barcelona le pregunté quién era el que pagaba. Un compatriota, dijo Romero. Atravesamos dos estaciones de metro y luego salimos a los suburbios. De pronto apareció el mar. Un sol débil iluminaba las playas que se iban sucediendo como cuentas de un collar sin cuello, suspendido en el vacío. ¿Un compatriota? ¿Y qué interés tiene en todo esto? Eso es mejor que usted no lo sepa, dijo Romero, pero figúrese. ¿Paga mucho? (Si paga mucho, pensé, es que el resultado final de esta investigación sólo puede ser uno.) Bastante, es un compatriota que se ha hecho rico en los últimos años, suspiró, pero no en el extranjero, en Chile mismo, fíjese lo que es la vida, parece que en Chile hay bastante gente que se está haciendo rica. Eso he oído, dije con un tono que pretendió ser sarcástico pero que sólo fue triste. ¿Y qué va a hacer usted con el dinero, sigue pensando en volver? Sí, voy a volver, dijo Romero. Al cabo de un rato añadió: tengo un plan, un negocio que no puede fallar, lo he estudiado en París y no puede fallar. ¿Y qué plan es ése?, pregunté. Un negocio, dijo. Voy a poner mi propio negocio. Me quedé callado. Todos volvían con la idea del negocio. Por la ventana del tren vi una casa de una gran belleza, de arquitectura modernista, con una alta palmera en el jardín.

Me haré empresario de pompas fúnebres, dijo Romero, empezaré con algo chiquitito pero tengo confianza en progresar. Creí que bromeaba. No me joda, dije. Se lo digo en serio: el secreto está en proporcionar a la gente de pocos recursos un funeral digno, incluso diría con cierta elegancia (en eso los franceses, créame, son los número uno), un entierro de burgueses para la pequeña burguesía y un entierro de pequeños burgueses para el proletariado, ahí está el secreto de todo, no sólo de las empresas de pompas fúnebres, ¡de la vida en general! Tratar bien a los deudos, dijo después, hacerles notar la cordialidad, la clase, la superioridad moral de cualquier fiambre. Al principio, dijo cuando el tren dejó atrás Badalona y yo empecé a pensar que lo que íbamos a hacer era de verdad, era inexorable, me bastará con tres piezas bien arregladas, una para oficina y también para retocar al difunto, otra como velatorio y la última como sala de espera, con sillas y ceniceros. Lo ideal sería alquilar una casita de dos pisos cerca del centro, los altos para vivienda y los bajos para la funeraria. El negocio sería familiar, mi señora y mi hijo me pueden echar una mano (aunque en lo que respecta a mi hijo no estoy tan seguro), pero también sería conveniente contratar a una secretaria, joven y discreta, aparte de buena trabajadora, ya sabe usted lo que se agradece durante un velorio o en el entierro mismo la cercanía física de la juventud. Por supuesto, cada dos por tres el empresario tiene que salir (o en su ausencia cualquier ayudante) a ofrecer pisco o cualquier otra bebida a los familiares y amigos del difunto. Esto se tiene que hacer con simpatía y con delicadeza. Sin fingir que el muerto es pariente de uno, pero haciendo patente que el trámite no es ajeno a la propia experiencia. Hay que hablar a media voz, hay que evitar los acaloramientos, hay que dar la mano y con la izquierda estrechar el codo, hay que saber a quién abrazar y en qué momento, hay que terciar en las discusiones, ya sean de política, de fútbol, de la vida en general o de los siete pecados capitales, pero sin tomar partido, como un buen juez jubilado. En los ataúdes la ganancia puede llegar a ser del trescientos por ciento. Tengo un compadre en Santiago de los tiempos de la Brigada que se dedica a hacer sillas. Le hablé el otro día por teléfono del asunto y dijo que de las sillas a los ataúdes hay un solo paso. Con una furgoneta negra me puedo arreglar el primer año. El trabajo, no le quepa duda, más que sudor exige don de gentes. Y si uno ha vivido tantos años en el extranjero y tiene cosas para contar… En Chile se mueren por cuestiones así.

Pero yo ya no oía a Romero. Pensaba en Bibiano O'Ryan, en la Gorda Posadas, en el mar que tenía delante de mis narices. Por un instante me imaginé a la Gorda trabajando en un hospital de Concepción, casada, razonablemente feliz. Había sido, contra su voluntad, la confidente del diablo, pero estaba viva. Incluso la imaginé con hijos y convertida en una lectora prudente y equilibrada. Luego vi a Bibiano O'Ryan, que se quedó en Chile y que siguió los pasos de Wieder, lo vi trabajando en la zapatería, probándole zapatos de tacón a dubitativas mujeres de mediana edad o a niños inermes, con el calzador en una mano y una caja de pobres zapatos Bata en la otra, sonriendo pero con la mente en otra parte, hasta los treintaitrés años, como Jesucristo, ni más ni menos, y luego lo vi publicando libros de éxito y firmando ejemplares en la Feria del Libro de Santiago (que no sé si existe) y pasando temporadas como profesor invitado en universidades norteamericanas, disertando en un arranque de frivolidad acerca de la nueva poesía chilena o de la poesía chilena actual (frivolidad puesto que lo serio era hablar de novela) y citándome, si bien entre los últimos de la lista, por pura lealtad o por pura piedad: un poeta raro, perdido en las fábricas de Europa…; lo vi, digo, avanzando como un sherpa hacia la cúspide de su carrera, cada vez más respetado, cada vez más conocido y cada vez con más dinero, en la disposición ideal de ajustar definitivamente las cuentas con el pasado. No sé si fue un ataque de melancolía, de nostalgia o de sana envidia (que en Chile, por lo demás, es sinónimo de la envidia más cruel) pero por un momento pensé que tras Romero podía hallarse Bibiano. Se lo dije. Su amigo no me ha contratado, dijo Romero, no tendría dinero ni para que yo pudiera empezar. Mi cliente, bajó la voz hasta darle un tono confidencial que sin embargo sonaba a falso, tiene dinero de verdad, ¿entiende? Sí, dije, qué triste es la literatura. Romero se sonrió. Mire el mar, dijo, mire el campo, qué bonitos. Miré por la ventana, a un lado el mar parecía una balsa de aceite, al otro, en los huertos del Maresme, se afanaban unos negros.

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