Unas horas después Alberto Ruiz-Tagle, aunque ya debería empezar a llamarle Carlos Wieder, se levanta.
Todos duermen. Él, probablemente, se ha acostado con Verónica Garmendia. No tiene importancia. (Quiero decir: ya no la tiene, aunque en aquel momento sin duda, para nuestra desgracia, la tuvo.) Lo cierto es que Carlos Wieder se levanta con la seguridad de un sonámbulo y recorre la casa en silencio. Busca la habitación de la tía. Su sombra atraviesa los pasillos en donde cuelgan los cuadros de Julián Garmendia y María Oyarzún junto con platos y alfarería de la zona. (Nacimiento es famoso, creo, por su lozería o alfarería.) Wieder, en todo caso, abre puertas con gran sigilo. Finalmente encuentra la habitación de la tía, en el primer piso, junto a la cocina. Enfrente, seguramente, está la habitación de la empleada. Justo cuando se desliza al interior de la habitación escucha el ruido de un auto que se acerca a la casa. Wieder sonríe y se da prisa. De un salto se pone junto a la cabecera. En su mano derecha sostiene un corvo. Erna Oyarzún duerme plácidamente. Wieder le quita la almohada y le tapa la cara. Acto seguido, de un sólo tajo, le abre el cuello. En ese momento el auto se detiene frente a la casa. Wieder ya está fuera de la habitación y entra ahora en el cuarto de la empleada. Pero la cama está vacía. Por un instante Wieder no sabe qué hacer: le dan ganas de agarrar la cama a patadas, de destrozar una vieja cómoda de madera destartalada en donde se amontona la ropa de Amalia Maluenda. Pero es sólo un segundo. Poco después está en la puerta, respirando con normalidad, y les franquea la entrada a los cuatro hombres que han llegado. Éstos saludan con un movimiento de cabeza (que sin embargo denota respeto) y observan con miradas obscenas el interior en penumbras, las alfombras, las cortinas, como si desde el primer momento buscaran y evaluaran los sitios más idóneos para esconderse. Pero no son ellos los que se van a esconder. Ellos son los que buscan a quienes se esconden.
Y detrás de ellos entra la noche en la casa de las hermanas Garmendia. Y quince minutos después, tal vez diez, cuando se marchan, la noche vuelve a salir, de inmediato, entra la noche, sale la noche, efectiva y veloz. Y nunca se encontrarán los cadáveres, o sí, hay un cadáver, un solo cadáver que aparecerá años después en una fosa común, el de Angélica Garmendia, mi adorable, mi incomparable Angélica Garmendia, pero únicamente ése, como para probar que Carlos Wieder es un hombre y no un dios.
2
Por aquellos días, mientras se hundían los últimos botes salvavidas de la Unidad Popular, caí preso. Las circunstancias de mi detención son banales, cuando no grotescas, pero el hecho de estar allí y no en la calle o en una cafetería o encerrado en mi cuarto sin querer levantarme de la cama (y ésta era la posibilidad mayor) me permitió presenciar el primer acto poético de Carlos Wieder, aunque por entonces yo no sabía quién era Carlos Wieder ni la suerte que habían corrido las hermanas Garmendia.
Sucedió un atardecer -Wieder amaba los crepúsculos- mientras junto con otros detenidos, unas sesenta personas, matábamos el aburrimiento en el Centro La Peña, un lugar de tránsito en las afueras de Concepción, casi ya en Talcahuano, jugando al ajedrez en el patio o simplemente conversando.
El cielo, media hora antes absolutamente despejado, comenzaba a empujar algunos jirones de nubes hacia el este; las nubes, con formas semejantes a alfileres y cigarrillos, eran blanquinegras al principio, cuando aún planeaban sobre la costa, para luego, al enderezar su itinerario sobre la ciudad, ser rosadas, y finalmente, cuando enfilaban río arriba, transmutarse su color en un bermellón brillante.
En aquel momento, no sé por qué, yo tenía la sensación de ser el único preso que miraba el cielo. Probablemente era debido a que tenía diecinueve años.
Lentamente, por entre las nubes, apareció el avión. Al principio era una mancha no superior al tamaño de un mosquito. Calculé que venía de una base aérea de las cercanías, que tras un periplo aéreo por la costa volvía a su base. Poco a poco, pero sin dificultad, como si planeara en el aire, se fue acercando a la ciudad, confundido entre las nubes cilíndricas, que flotaban a gran altura, y las nubes con forma de aguja que eran arrastradas por el viento casi a ras de los techos.
Daba la impresión de ir tan despacio como las nubes pero no tardé en comprender que aquello sólo era un efecto óptico. Cuando pasó por encima del Centro La Peña el ruido que hizo fue como el de una lavadora estropeada. Desde donde estaba pude ver la figura del piloto y por un instante creí que levantaba la mano y nos decía adiós. Luego subió el morro, tomó altura y ya estaba volando sobre el centro de Concepción.
Y ahí, en esas alturas, comenzó a escribir un poema en el cielo. Al principio creí que el piloto se había vuelto loco y no me pareció extraño. La locura no era una excepción en aquellos días. Pensé que giraba en el aire deslumbrado por la desesperación y que luego se estrellaría contra algún edificio o plaza de la ciudad. Pero acto seguido, como engendradas por el mismo cielo, en el cielo aparecieron las letras. Letras perfectamente dibujadas de humo gris negro sobre la enorme pantalla de cielo azul rosado que helaban los ojos del que las miraba. IN PRINCIPIO… CREAVIT DEUS… COELUM ET TERRAM, leí como si estuviera dormido. Tuve la impresión -la esperanza- de que se tratara de una campaña publicitaria. Me reí solo. Entonces el avión volvió en dirección nuestra, hacia el oeste, y luego volvió a girar y dio otra pasada. Esta vez el verso fue mucho más largo y se extendió hasta los suburbios del sur. TERRA AUTEM ERAT INANIS… ET VACUA… ET TENEBRAE ERANT… SUPER FA-CIEM ABYSSI… ET SPIRITUS DEL… FEREBATUR SUPER AQUAS…
Por un momento pareció que el avión se perdería en el horizonte, rumbo a la Cordillera de la Costa o la Cordillera de los Andes, juro que no lo sé, rumbo al sur, rumbo a los grandes bosques, pero volvió.
Para entonces casi todos en el Centro La Peña miraban el cielo.
Uno de los presos, uno que se llamaba Norberto y que se estaba volviendo loco (al menos eso era lo que había diagnosticado otro de los detenidos, un psiquiatra socialista al que luego, según me dijeron, fusilaron en pleno dominio de sus facultades psíquicas y emocionales), intentó subirse a la cerca que separaba el patio de los hombres del patio de las mujeres y se puso a gritar es un Messerschmitt 109, un caza Messerschmitt de la Luftwaffe, el mejor caza de 1940. Lo miré fijamente, a él y después a los demás detenidos, y todo me pareció inmerso en un color gris transparente, como si el Centro La Peña estuviera desapareciendo en el tiempo.
En la puerta de entrada al gimnasio en donde por la noche dormíamos echados en el suelo un par de carceleros habían dejado de hablar y miraban el cielo. Todos los presos, de pie, miraban el cielo, abandonadas las partidas de ajedrez, el recuento de los días que presumiblemente nos aguardaban, las confidencias. El loco Norberto, agarrado a la cerca como un mono, se reía y decía que la Segunda Guerra Mundial había vuelto a la Tierra, se equivocaron, decía, los de la Tercera, es la Segunda que regresa, regresa, regresa. Nos tocó a nosotros, los chilenos, qué pueblo más afortunado, recibirla, darle la bienvenida, decía y la saliva, una saliva muy blanca que contrastaba con el tono gris dominante, le caía por la barbilla, le mojaba el cuello de la camisa y terminaba, en una suerte de gran mancha húmeda, en el pecho.
El avión se inclinó sobre un ala y volvió al centro de Concepción. DIXITQUE DEUS… FIAT LUX… ET FACTA EST LUX, leí con dificultad, o tal vez lo adiviné o lo imaginé o lo soñé. En el otro lado de la cerca, haciéndose visera con las manos, las mujeres también seguían atentamente las evoluciones del avión con una quietud que oprimía el corazón. Por un momento pensé que si Norberto hubiera querido irse nadie se lo habría impedido. Todos, menos él, estaban sumidos en la inmovilidad, detenidos y guardianes, las caras vueltas hacia el cielo. Hasta ese momento nunca había visto tanta tristeza junta (o eso creí en aquel momento; ahora me parecen más tristes algunas mañanas de mi infancia que aquel atardecer perdido de 1973).