Bueno, señores, dijo el capitán antes de seguirlos, lo mejor es que duerman un poco y olviden todo lo de esta noche. Un par de tenientes se cuadraron, pero los demás estaban demasiado cansados como para seguir ordenanzas o rituales de ningún tipo y no le dieron ni las buenas noches (o los buenos días, pues ya amanecía). En el momento justo en que el capitán se marchaba dando un portazo, detalle humorístico que ninguno apreció, Wieder salió de la habitación y atravesó la sala sin mirar a nadie hasta llegar a la ventana. Descorrió las cortinas (afuera aún estaba oscuro, pero al fondo, en dirección a la cordillera, ya se veía una débil claridad) y encendió un cigarrillo. Carlos, qué ha pasado, dijo el padre de Wieder. Éste no le contestó. Por un momento pareció que nadie iba a hablar (que todos se pondrían a dormir de inmediato, sin poder desviar la mirada de la figura de Wieder). El living, recuerda Muñoz Cano, parecía la sala de espera de un hospital. ¿Estás arrestado?, preguntó finalmente el dueño del departamento. Supongo que sí, dijo Wieder, de espaldas a todos, mirando las luces de Santiago, las escasas luces de Santiago. Su padre se le acercó con una lentitud exasperante, como si no se atreviera a hacer lo que iba a hacer, y finalmente lo abrazó. Un abrazo breve al que Wieder no correspondió. La gente es exagerada, dijo uno de los reporteros surrealistas. Pico, dijo el dueño del departamento. ¿Y ahora qué hacemos?, dijo un teniente. Dormir la mona, dijo el dueño del departamento.
Muñoz Cano nunca más vio a Wieder. Su última imagen de él, sin embargo, es indeleble: un living grande y desordenado, botellas, platos, ceniceros llenos, un grupo de gente pálida y cansada, y Carlos Wieder junto a la ventana, en perfecto estado, sosteniendo una copa de whisky en una mano que ciertamente no temblaba y mirando el paisaje nocturno.
7
A partir de esa noche las noticias sobre Carlos Wieder son confusas, contradictorias, su figura aparece y desaparece en la antología móvil de la literatura chilena envuelto en brumas, se especula con su expulsión de la Fuerza Aérea en un juicio nocturno y secreto al que él asistiría con su uniforme de gala aunque sus incondicionales preferían imaginárselo con un capote negro de cosaco, con monóculo y fumando en una larga boquilla de colmillo de elefante. Las mentes más disparatadas de su generación lo ven vagando por Santiago, Valparaíso y Concepción ejerciendo oficios disímiles y participando en empresas artísticas extrañas. Cambia de nombre. Se le vincula con más de una revista literaria de existencia efímera en donde publica proposiciones de happenings que nunca llevará a cabo o que, aún peor, llevará a cabo en secreto. En una revista de teatro aparece una pequeña pieza en un acto firmada por un tal Octavio Pacheco del que nadie sabe nada. La pieza es singular en grado extremo: transcurre en un mundo de hermanos siameses en donde el sadismo y el masoquismo son juegos de niños. Sólo la muerte está penalizada en este mundo y sobre ella -sobre el no-ser, sobre la nada, sobre la vida después de la vida- discurren los hermanos a lo largo de la obra. Cada uno se dedica a martirizar a su siamés durante un tiempo (o un ciclo, como advierte el autor), pasado el cual el martirizado se convierte en martirizador y viceversa. Pero para que esto suceda «hay que tocar fondo». La pieza no ahorra al lector, como es fácil suponer, ninguna variante de la crueldad. Su acción transcurre en la casa de los siameses y en el aparcamiento de un supermercado en donde se cruzan con otros siameses que exhiben una gama variopinta de cicatrices y costurones. La pieza no finaliza, como era de esperar, con la muerte de uno de los siameses sino con un nuevo ciclo de dolor. Su tesis acaso peque de simple: sólo el dolor ata a la vida, sólo el dolor es capaz de revelarla. En una revista universitaria aparece un poema titulado «La boca cero»; el poema, en apariencia un remedo criollo de Klebnikhov, va acompañado con tres dibujos del autor que ilustran el «momento boca-cero» (es decir el acto de dibujar con la boca abierta al máximo posible un cero o una o). La firma, una vez más, es de Octavio Pacheco, pero Bibiano O'Ryan descubre accidentalmente un apartado de autor en los Archivos de la Biblioteca Nacional y allí, juntos, están las poesías aéreas de Wieder, la obra de teatro de Pacheco y textos firmados con tres o cuatro nombres más aparecidos en revistas de escasa circulación, algunas marginales y hechas con muy* pocos medios y otras de lujo, con un papel excelente, profusión de fotos (en una se reproduce casi toda la poesía aérea de Wieder, con una cronología de cada acción) y diseño aceptable. La procedencia de las revistas es diversa: Argentina, Uruguay, Brasil, México, Colombia, Chile. Los nombres, más que voluntades, señalan estrategias: Hibernia, Germania, Tormenta, El Cuarto Reich Argentino, Cruz de Hierro, ¡Basta de Hipérboles! (fanzine bonaerense), Diptongos y Sinalefas, Odín, Des Sängers Fluch (con un ochenta por ciento de colaboraciones en lengua alemana y en donde aparece, número 4, segundo trimestre de 1975, una entrevista «político-artística» con un tal K. W., autor chileno de ciencia ficción, en donde éste avanza parte del argumento de su próxima, y primera, novela), Ataques Selectivos, La Cofradía, Poesía Pastoril amp; Poesía Urbana (colombiana y la única con algo de interés: salvaje, destructiva, poesía de jóvenes motoristas de clase media que juegan con los símbolos de las SS, con la droga, con el crimen y con la métrica y la escenografía de cierta poesía beat], Playas de Marte, El Ejército Blanco, Don Perico… La sorpresa de Bibiano es enorme: entre las revistas encuentra por lo menos siete chilenas aparecidas entre 1973 y 1980 cuya existencia, él que se creía al tanto de todo lo que ocurría en el escenario literario chileno, desconocía. En una de éstas, Girasoles de Carne, número 1, abril de 1979, Wieder, bajo el seudónimo de Masanobu (que no evoca, como pudiera pensarse, a un guerrero samurai sino al pintor japonés Okumura Masanobu, 1686-1764), habla sobre el humor, sobre el sentido del ridículo, sobre los chistes cruentos e incruentos de la literatura, todos atroces, sobre el grotesco privado y público, sobre lo risible, sobre la desmesura inútil, y concluye que nadie, absolutamente nadie, puede erigirse en juez de esa literatura menor que nace en la mofa, que se desarrolla en la mofa, que muere en la mofa. Todos los escritores son grotescos, escribe Wieder. Todos los escritores son Miserables, incluso los que nacen en el seno de familias acomodadas, incluso los que ganan el Premio Nobel. Encuentra también un libro delgado, de tapas marrones, en octavo, titulado Entrevista con Juan Sauer. El libro lleva el sello de la editorial El Cuarto Reich Argentino y carece de seña social y año de publicación. No tarda en comprender que Juan Sauer, quien en la entrevista contesta preguntas relacionadas con la fotografía y la poesía, es Carlos Wieder. En las respuestas, largos monólogos divagantes, se bosqueja su teoría del arte. Según Bibiano, decepcionante, como si Wieder estuviera pasando por horas bajas y añorara una normalidad que nunca tuvo, un status de poeta chileno «protegido por el Estado, que de esa manera protege a la cultura». Vomitivo, como para creerles a quienes dicen que han visto a Wieder vendiendo calcetines y corbatas por Valparaíso.
Durante un tiempo Bibiano visita cada vez que puede y siempre extremando la discreción aquel apartado perdido de la Biblioteca. No tarda en comprobar que el apartado crece con nuevas (aunque a menudo decepcionantes) aportaciones. Por unos días Bibiano se cree en posesión de la clave para encontrar al esquivo Carlos Wieder, pero (me confiesa en una carta) tiene miedo y sus pasos son tan prudentes y tímidos que podrían fácilmente confundirse con la inmovilidad. Desea encontrar a Wieder, desea verlo, pero no desea que Wieder lo vea a él y su peor pesadilla es que Wieder, una noche cualquiera, lo encuentre a él. Finalmente Bibiano vence sus miedos y se aposta a diario en la Biblioteca. Wieder no aparece. Bibiano decide consultar con un empleado, un viejito cuyo mayor entretenimiento es enterarse de la vida y milagros de todos los escritores chilenos, éditos o inéditos. Éste le revela a Bibiano que quien alimenta irregularmente el archivo de Wieder es, presumiblemente, su padre, un jubilado de Viña del Mar a quien el autor hace llegar por correo todos sus trabajos. Alumbrado por esta revelación Bibiano vuelve a hurgar entre los papeles de Wieder y llega a la conclusión de que algunos autores que en principio consideró heterónimos de Wieder no lo son en absoluto: se trata de escritores reales, o de heterónimos, pero de otro, no de Wieder, y que o bien éste ha estado engañando a su padre con producciones que no le pertenecen o bien su padre se ha estado engañando a sí mismo con la obra de un extraño. La conclusión (provisional, en modo alguno definitiva, aclara Bibiano) le parece triste y siniestra y en adelante, en salvaguarda de su equilibrio emocional y de su integridad física, procura seguir la carrera de Wieder pero manteniéndose alejado, sin intentar nunca más una aproximación personal.