El segundo en entrar fue un capitán que había sido profesor de Wieder en la Academia. No volvió a salir. Wieder, junto a la puerta cerrada (el capitán, al entrar, la dejó entreabierta pero él la volvió a cerrar), sonreía cada vez más satisfecho. En el living algunos se preguntaron qué mosca le había picado a la Tatiana. Está borracha, pues, dijo una voz que Muñoz Cano no reconoció. Alguien puso un disco de Pink Floyd. Alguien comentó que entre hombres no se podía bailar, esto parece un encuentro de colisas, dijo una voz. Le contestaron que la música de Pink Floyd era para escuchar, no para bailar. Los reporteros surrealistas cuchicheaban entre sí. Un teniente propuso salir inmediatamente de putas. Muñoz Cano escribe que en aquel momento tuvo la sensación de que estaban a la intemperie, bajo la noche oscura y a pleno campo, al menos las voces sonaban así. En el pasillo la atmósfera generada era peor. Casi nadie hablaba, como en la antesala de un dentista. ¿Pero dónde se ha visto la antesala de un dentista donde los dientes-podridos (sic) esperan de pie?, se pregunta Muñoz Cano.
El padre de Wieder rompió el encanto. Se abrió paso educadamente, llamando a los oficiales que estaban antes que él en la cola por sus nombres de pila, y entró en el cuarto. Lo siguió el dueño del departamento. Casi de inmediato éste volvió a salir y se encaró con Wieder; por un momento pareció que iba a golpearlo, lo tenía cogido de las solapas, y luego le dio la espalda y marchó al living en busca de un trago. A partir de ese instante todos, incluido Muñoz Cano, quisieron entrar al dormitorio.
Allí, sentado sobre la cama, encontraron al capitán. Fumaba y leía unas notas escritas a máquina que previamente había arrancado de una pared. Parecía tranquilo aunque la ceniza del cigarrillo se desparramaba sobre una de sus piernas. El padre de Wieder contemplaba algunas de las cientos de fotos que decoraban las paredes y parte del techo de la habitación, un cadete, cuya presencia allí nadie acierta a explicarse, tal vez el hermano menor de uno de los oficiales, se puso a llorar y a maldecir y lo tuvieron que sacar a rastras. Los reporteros surrealistas hacían gestos de desagrado pero mantuvieron el tipo. Según Muñoz Cano, en algunas de las fotos reconoció a las hermanas Garmendia y a otros desaparecidos. La mayoría eran mujeres. El escenario de las fotos casi no variaba de una a otra por lo que deduce es el mismo lugar. Las mujeres parecen maniquíes, en algunos casos maniquíes desmembrados, destrozados, aunque Muñoz Cano no descarta que en un treinta por ciento de los casos estuvieran vivas en el momento de hacerles la instantánea. Las fotos, en general (según Muñoz Cano), son de mala calidad aunque la impresión que provocan en quienes las contemplan es vivísima. El orden en que están expuestas no es casual: siguen una línea, una argumentación, una historia (cronológica, espiritual…), un plan. Las que están pegadas en el cielorraso son semejantes (según Muñoz Cano) al infierno, pero un infierno vacío. Las que están pegadas (con chinchetas) en las cuatro esquinas semejan una epifanía. Una epifanía de la locura. En otros grupos de fotos predomina un tono elegiaco (¿pero cómo puede haber nostalgia y melancolía en esas fotos?, se pregunta Muñoz Cano). Los símbolos son escasos pero elocuentes. La foto de la portada de un libro de François-Xavier de Maistre (el hermano menor de Joseph de Maistre): Las veladas de San Petersburgo. La foto de la foto de una joven rubia que parece desvanecerse en el aire. La foto de un dedo cortado, tirado en el suelo gris, poroso, de cemento.
Tras el estruendo inicial de pronto todos se callaron. Parecía como si una corriente de alto voltaje hubiera atravesado la casa dejándonos demudados, dice Muñoz Cano en uno de los pocos momentos de lucidez de su libro. Nos mirábamos y nos reconocíamos, pero en realidad era como si no nos reconociéramos, parecíamos diferentes, parecíamos iguales, odiábamos nuestros rostros, nuestros gestos eran los propios de los sonámbulos o de los idiotas. Mientras algunos se iban sin despedirse una extraña sensación de fraternidad quedó flotando en el piso entre los que optaron por quedarse. Como nota curiosa Muñoz Cano añade que en aquel momento particularmente delicado el teléfono comenzó a sonar. Ante la pasividad del dueño de la casa fue él quien contestó la llamada. Una voz de viejo preguntó por un tal Lucho Álvarez. ¿Aló?, ¿aló?, ¿está Lucho Álvarez, por favor? Muñoz Cano, sin contestar, le pasó el fono al dueño de la casa. ¿Alguien conoce a un Lucho Álvarez?, preguntó éste tras un intervalo excesivamente largo. El viejo, dedujo Muñoz Cano, probablemente hablaba de otras cosas, hacía otras preguntas acaso relacionadas con Lucho Álvarez. Nadie lo conocía. Algunos se rieron; fueron risas nerviosas que sonaron irrazonablemente altas. Aquí no vive esa persona, dijo el dueño de la casa después de escuchar otro rato en silencio y colgó.
En el cuarto de las fotos ya no había nadie, excepto Wieder y el capitán, y en el departamento, según Muñoz Cano, no quedaban más de ocho personas, entre ellas el padre de Wieder que no parecía particularmente afectado (su actitud era la de estar participando -acaso involuntariamente- en una fiesta de cadetes que por una razón que se le escapaba o que no le incumbía se había malogrado). El dueño de la casa, al que conocía desde que era un adolescente, procuraba no mirarlo. Los demás supervivientes de la fiesta hablaban o cuchicheaban entre sí pero callaban cuando se acercaba. Silencio incómodo que el padre de Wieder intentó soslayar ofreciendo tragos, bebidas calientes y sandwiches que preparaba en la cocina, solo y sereno. No se preocupe, don José, dijo uno de los oficiales mirando el suelo. No estoy preocupado, Javierito, dijo el padre de Wieder. Esto en la carrera de Carlos, dijo otro, no es más que un bache sin importancia. El padre de Wieder lo miró como si no comprendiera de qué hablaba. Era benévolo con nosotros, recuerda Muñoz Cano, estaba en el borde del abismo y no lo sabía o no le importaba o lo disimulaba con una rara perfección.
Después Wieder dejó el cuarto y estuvo hablando con su padre en la cocina, sin que nadie los escuchara. Pero no más de cinco minutos. Cuando salieron ambos llevaban vasos de alcohol en las manos. El capitán también salió a tomarse un trago y después volvió a encerrarse en la habitación de las fotos con la advertencia de que nadie más entrara. Uno de los tenientes, por indicación del capitán, confeccionó una lista con los nombres de todos los que habían asistido a la fiesta. Alguien recordó un juramento, otro se puso a hablar de discreción y del honor de los caballeros. El honor de la caballería, dijo uno que hasta ese momento parecía dormido. Y hubo quien se sintió ofendido y protestó que no era de los soldados de quienes se debía dudar sino de los civiles, aludiendo al par de reporteros surrealistas. Estos señores, contestó el capitán, saben lo que les conviene. Los surrealistas se apresuraron a darle la razón y a afirmar que allí, en el fondo, no había ocurrido nada, entre gente de mundo, ya se sabe. Después alguien preparó café y mucho más tarde, pero cuando aún faltaba bastante para que amaneciera, aparecieron tres militares y un civil que se identificaron como personal de Inteligencia. Los que estaban en el departamento de Providencia les franquearon la entrada pensando que iban a detener a Wieder. Al principio la llegada de los de Inteligencia fue recibida con respeto y un cierto temor (sobre todo por parte del par de reporteros), pero al paso de los minutos sin que sucediera nada y ante el mutismo de aquéllos, entregados en cuerpo y alma a su trabajo, los supervivientes de la fiesta dejaron de prestarles atención, como si se tratara de empleados que llegaban a horas intempestivas a hacer la limpieza. Durante un tiempo que a todos se les hizo excesivamente largo los de Inteligencia y el capitán estuvieron encerrados con Wieder en la habitación (uno de los amigos de Wieder quiso entrar para «prestarle apoyo moral», pero el que iba de paisano le dijo que no hiciera el imbécil y los dejara trabajar en paz); después, a través de la puerta cerrada, escucharon imprecaciones, la palabra insensato repetida varias veces y después ya sólo el silencio. Más tarde los de Inteligencia se marcharon tan silenciosos como habían llegado, con tres cajas de zapatos, que les facilitó el dueño del departamento, cargadas con las fotos de la exposición.