Литмир - Электронная Библиотека
A
A

El tren se detuvo en Blanes. Romero dijo algo que no entendí y nos bajamos. Sentía las piernas como acalambradas. Fuera de la estación, en una plazoleta cuadrada pero que parecía redonda, estaban estacionados un autobús rojo y un autobús amarillo. Romero compró chicles y al observar mi semblante demacrado, supongo que para animarme, me preguntó en cuál de los dos autobuses creía que nos subiríamos. En el rojo, dije. Exacto, dijo Romero.

El autobús nos dejó en Lloret. Estábamos a la mitad de una primavera seca y no se veían muchos turistas. Tomamos una calle de bajada y luego subimos por dos calles empinadas hasta un barrio de apartamentos veraniegos, la mayoría desocupados. El silencio era extraño: se oían, distantes, ruidos de animales, como si estuviéramos al lado de un potrero o de una granja. En uno de aquellos edificios desangelados vivía Carlos Wieder.

¿Cómo he llegado hasta aquí?, pensé. ¿Cuántas calles he tenido que caminar para llegar hasta esta calle?

En el tren le pregunté a Romero si le costó mucho encontrar a Delorme. Dijo que no, que había sido sencillo. Todavía trabajaba en París, de portero, y para él todas las visitas eran una fuente de publicidad. Me hice pasar por periodista, dijo Romero. ¿Y se lo creyó? Claro que se lo creyó. Le dije que iba a publicar en un periódico de Colombia toda la historia de los escritores bárbaros. Delorme estuvo en Lloret el verano pasado, dijo. De hecho el piso que ocupa Defoe pertenece a uno de los escritores de su movimiento. Pobre Defoe, dije. Romero me miró como si acabara de decir una tontería. A mí esa gente no me da pena, dijo. Ahora el edificio estaba allí: era alto, ancho, vulgar, la construcción clásica de los años del crecimiento turístico, con balcones vacíos y una fachada anónima y descuidada. Allí seguramente no vivía nadie, concluí, náufragos del anterior verano y poco más. Insistí en saber la suerte que iba a correr Wieder. Romero no me contestó. No quiero que haya sangre, mascullé, como si alguien me pudiera escuchar aunque éramos las dos únicas personas que transitaban por la calle. En ese momento evitaba mirar a Romero y al edificio de Wieder y me sentía corno dentro de una pesadilla recurrente. Cuando despierte, pensé, mi madre me preparará un sandwich de mortadela y me iré al Liceo. Pero no iba a despertar. Aquí vive, dijo Romero. El edificio, el barrio entero estaba vacío, a la espera del comienzo de la próxima temporada turística. Por un instante creí que íbamos a entrar e hice el ademán de detenerme, de cruzar el zaguán de la casa de Wieder. Siga caminando, dijo Romero. Su voz sonó tranquila, como la de un hombre que sabe que la vida siempre acaba mal y que no vale la pena exaltarse. Sentí que su mano rozaba mi codo. Siga derecho, dijo, sin mirar atrás. Supongo que debíamos componer una extraña pareja.

El edificio semejaba un pájaro fosilizado. Por un momento tuve la sensación que desde todas las ventanas me miraban los ojos de Carlos Wieder. Estoy cada vez más nervioso, le dije a Romero, ¿se me nota mucho? No, mi amigo, dijo Romero, está usted portándose muy bien. Romero estaba tranquilo y eso contribuyó a serenarme. Nos detuvimos, unas cuantas calles más allá, a la entrada de un bar. Parecía el único establecimiento abierto del barrio. El bar tenía nombre andaluz y en su interior se intentaba reproducir con más melancolía que efectividad el ambiente típico de una taberna sevillana. Romero me acompañó hasta la puerta. Miró su reloj. Dentro de un rato, no sé cuánto, él vendrá a tomarse un café. ¿Y si no aparece? Viene todos los días, dijo Romero, eso es seguro y hoy vendrá. ¿Pero y si hoy falla? Pues entonces lo volveremos a repetir mañana, dijo Romero, pero vendrá, no le quepa duda. Asentí con la cabeza. Mírelo con cuidado y después me dice. Siéntese y no se mueva. Va a ser difícil que no me mueva, dije. Inténtelo. Le sonreí: sólo bromeaba, dije. Deben ser los nervios, dijo Romero.

Lo vendré a buscar cuando oscurezca. Un poco estúpidamente nos dimos un fuerte apretón de manos. ¿Ha traído algún libro para leer? Sí, dije. ¿Qué libro? Se lo enseñé. No sé si será buena idea, dijo Romero, de improviso dubitativo. Lo mejor sería una revista o el periódico. No se preocupe, dije, es un escritor que me gusta mucho. Romero me miró por última vez y dijo: Hasta luego, entonces, y piense que han pasado más de veinte años.

Desde los ventanales del bar se veía el mar y el cielo muy azul y unas pocas barcas de pescadores faenando cerca de la costa. Pedí un café con leche e intenté serenarme: el corazón parecía que se me iba a salir del pecho. El bar estaba casi vacío. Una mujer leía una revista sentada en una mesa y dos hombres hablaban o discutían con el que atendía la barra. Abrí el libro, la Obra completa de Bruno Schulz traducida por Juan Carlos Vidal, e intenté leer. Al cabo de varias páginas me di cuenta que no entendía nada. Leía pero las palabras pasaban como escarabajos incomprensibles, atareados en un mundo enigmático. Volví a pensar en Bibiano, en la Gorda. No quería pensar en las hermanas Garmendia, tan lejanas ya, ni en las otras mujeres, pero también pensé en ellas.

Nadie entraba al bar, nadie se movía, el tiempo parecía detenido. Empecé a sentirme mal: en el mar las barcas de pesca se transfiguraron en veleros (por lo tanto, pensé, debe de hacer viento), la línea de la costa era gris y uniforme y muy de tanto en tanto veía gente que caminaba o ciclistas que optaban por pedalear sobre la gran vereda vacía. Calculé que caminando tardaría unos cinco minutos en llegar a la playa. Todo el camino era de bajada.

En el cielo apenas se veían nubes. Un cielo ideal, pensé.

Entonces llegó Carlos Wieder y se sentó junto al ventanal, a tres mesas de distancia. Por un instante (en el que me sentí desfallecer) me vi a mí mismo casi pegado a él, mirando por encima de su hombro, horrendo hermano siamés, el libro que acababa de abrir (un libro científico, un libro sobre el recalentamiento de la Tierra, un libro sobre el origen del universo), tan cerca suyo que era imposible que no se diera cuenta, pero, tal como había predicho Romero, Wieder no me reconoció.

Lo encontré envejecido. Tanto como seguramente estaba yo. Pero no. Él había envejecido mucho más. Estaba más gordo, más arrugado, por lo menos aparentaba diez años más que yo cuando en realidad sólo era dos o tres años mayor. Miraba el mar y fumaba y de vez en cuando le echaba una mirada a su libro. Igual que yo, descubrí con alarma y apagué el cigarrillo e intenté fundirme entre las páginas de mi libro. Las palabras de Bruno Schulz adquirieron por un instante una dimensión monstruosa, casi insoportable. Sentí que los apagados ojos de Wieder me estaban escrutando y al mismo tiempo, en las páginas que daba vueltas (tal vez demasiado aprisa), los escarabajos que antes eran las letras se convertían en ojos, en los ojos de Bruno Schulz, y se abrían y se cerraban una y otra vez, unos ojos claros como el cielo, brillantes como el lomo del mar, que se abrían y parpadeaban, una y otra vez, en medio de la oscuridad total. No, total no, en medio de una oscuridad lechosa, como en el interior de una nube negra.

Cuando volví a mirar a Carlos Wieder éste se había puesto de perfil. Pensé que parecía un tipo duro, como sólo pueden serlo -y sólo pasados los cuarenta- algunos latinoamericanos. Una dureza tan diferente de la de los europeos o norteamericanos. Una dureza triste e irremediable. Pero Wieder (el Wieder al que había amado al menos una de las hermanas Garmendia) no parecía triste y allí radicaba precisamente la tristeza infinita. Parecía adulto. Pero no era adulto, lo supe de inmediato. Parecía dueño de sí mismo. Y a su manera y dentro de su ley, cualquiera que fuera, era más dueño de sí mismo que todos los que estábamos en aquel bar silencioso. Era más dueño de sí mismo que muchos de los que caminaban en ese momento junto a la playa o trabajaban, invisibles, preparando la inminente temporada turística. Era duro y no tenía nada o tenía muy poco y no parecía darle demasiada importancia. Parecía estar pasando una mala racha. Tenía la cara de los tipos que saben esperar sin perder los nervios o ponerse a soñar, desbocados. No parecía un poeta. No parecía un ex oficial de la Fuerza Aérea Chilena. No parecía un asesino de leyenda. No parecía el tipo que había volado a la Antártida para escribir un poema en el aire. Ni de lejos.

26
{"b":"100455","o":1}