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Como Carvalho no le hizo caso, Pelletier se puso firmes, fingió ser portador de un fusil y desfiló a lo largo y lo ancho de la habitación.

– ¡Presenten armas!

Ofreció su fusil a la muerta y, como si una fuerza invisible le expulsara de la cama, salió despedido con los brazos en cruz, dio con la espalda contra la pared y el cuerpo fue descendiendo hasta quedar sentado en el suelo con las piernas abiertas, el cuerpo entregado al desmayo o al sueño. Carvalho se inclinó hacia él, le abrió los párpados con cuidado y el francés sonrió:

– Estoy vivo, no se asuste. Déjeme dormir. Hace cinco días que no duermo. La pobre tardó demasiado en morir.

Se fue Carvalho hacia la yacija, examinó meticulosamente los alrededores, luego comprobó que la muerta estaba desnuda bajo algo que se parecía a una sábana de lienzo. Nada que la identificara. De pronto pensó en el coche y salió precipitadamente de la estancia. Cruzó el improvisado puente sobre el canalillo por el que bajaba el agua con pretensiones de torrente. El coche seguía allí junto a la empalizada de los cerdos oscuros. En la guantera estaba el resguardo del alquiler a nombre de Olga Schiller Bulowa, natural de Frankfurt, nacida el 27 de octubre de 1936, residencia habitual, Bonn. Carvalho apuntó los datos en el reverso de una tarjeta. Luego destinó otra tarjeta a escribir una escueta nota sobre la defunción de Olga Schiller y su entierro en aquel villorrio, a quince kilómetros de Pattani. Conservaba un pequeño sobre de tarjeta en un compartimiento del billetero y escribió sobre él el nombre del destinatario: la embajada alemana en Bangkok. Introdujo la tarjeta en el sobre y se lo metió en el bolsillo. Si dejaban pasar más tiempo el cuerpo empezaría a descomponerse y todos los insectos de Thailandia, unidos a los de Birmania, Malasya y toda Indochina se cernerían sobre la cabaña en busca de tan suculenta carroña. Cazó a un thai en el momento en que se metía o se escondía velozmente en su cabaña y le preguntó quién era la máxima autoridad en la aldea. No entendía el inglés y Carvalho le dibujó algo que se parecía a un soldado o a un policía. El thai le dedicó un largo discurso del que entendió los gestos. No había policía allí. Estaban más lejos y señaló en dirección hacia el oeste. ¿Cómo podía preguntarle por el poder? ¿Cómo se puede convertir el poder en lenguaje gestual y sobre todo graduar el lenguaje gestual del poder? Un rey o un emperador es fácil. Pero un alcalde de aldea, ¿cómo se hace? Recordó Carvalho que el elemento lingüístico básico en Oriente es la sonrisa y sonrió no sin esfuerzo, no sin que dejara de percibir el ruido de las oxidadas junturas de los músculos de la sonrisa. Con un rosario de sonrisas y ofrecimientos de acompañamiento, consiguió que el thai le siguiera y le llevó hasta la cabaña fúnebre. El thai entró recelosamente y no avanzó más de un metro dentro de la estancia. Miraba a los tres componentes de la escena, el francés dormido, la muerta, Carvalho. Éste le hizo señas de que la mujer estaba muerta y de que había que enterrarla. No parecía entenderle el thai y Carvalho salió fuera de la choza, con un palo abrió un pequeño hoyo en la tierra y señaló hacia el interior de la cabaña, llevando de nuevo el dedo al hoyo y cubriéndolo de tierra a continuación. El thai cabeceó afirmativamente, repitió algo varias veces y se marchó sobre sus ágiles piernas y sus pétreos pies descalzos. Todo podía ocurrir. Incluso nada. Al fin y al cabo, con la muerta sólo tenía una vinculación cultural y, como en toda vinculación cultural, había algo de culpabilización en aquel vínculo. Había que enterrarla. Que se ocupara el francés cuando despertara de la borrachera o las gentes del lugar cuando las escuadras de mosquitos se lanzaran sobre la aldea. Volvió a entrar en la cabaña para contemplar por última vez aquella muestra de Europa vencida pero el ruido de gentes aproximándose le hizo volver a salir. Su interlocutor volvía acompañado de un viejo al que hablaba respetuosamente y le seguían cuatro o cinco hombres. Saludaron a Carvalho ceremoniosamente y luego volvieron a saludarle cuando les franqueó la entrada de la cabaña. El viejo se acercó en actitud pía a la muerta y los demás rodearon al francés e intercambiaron comentarios ruidosos y divertidos sobre su sueño etílico. El francés se despertó, se hizo cargo de la situación, se frotó los ojos con una mano y, ya limpios de adormilamientos, los abrió para sonreír a la gente. El viejo se esforzaba en preguntarle algo a Carvalho. Entendía que le estaba preguntando por las causas de la muerte, pero no sabía qué contestarle. La voz del francés les llegó desde su incómoda postura. Hablaba en thai, lo suficiente al menos para que el grupo que le rodeaba se abriera y el viejo le dedicara toda su atención. Cabeceó el viejo afirmativamente y dio una serie de explicaciones. El francés meditó un instante, se puso en pie y se dirigió a Carvalho.

– ¿Qué le parece? ¿La enterramos o la quemamos? Está pudriéndose.

– ¿De qué ha muerto?

– Tenía un cáncer que le llegaba de la cabeza a los pies.

– ¿Alguien puede reclamar en el futuro una investigación sobre el cuerpo?

– Tiene un hijo estudiando en Alemania. El marido se le suicidó hace dos años.

– El hijo.

– La enterraremos entonces.

Habló con el viejo y se le reprodujeron saludos, sonrisas, promesas.

– No hay cementerio de extranjeros. Por aquí no ha pasado ni Marco Polo. Habrá que cavar junto al río. Ellos nos dirán el lugar. ¿Qué tal de musculatura?

– Cavaré.

El Pattani se iba hacia el mar, hinchado por las lluvias y los aluviones. Merecía un puente con pretil para captar el alleph de las aguas vivas y espesas, como si hubieran disuelto el chocolate del mundo. Al menos había un coche, pensó Carvalho mirando de reojo el vehículo varado junto al sendero. Todavía le temblaban los brazos por el esfuerzo físico de abrir la tierra para devolverle los despojos de Olga Schiller. Una paletada de Carvalho era la que le había cubierto la cara y los ojos y en el instante de lanzar la tierra, Carvalho había sentido un pánico íntimo que nadie había podido percibir. Ni el meticuloso francés, que apaleaba la tierra con la debilidad de un intelectual pero también con el rigor de un racionalista, ni los aborígenes que les habían ayudado a cavar, pero que ahora contemplaban como un espectáculo el trabajo de ocultación. Luego tiró la pala, se lavó las manos, los brazos, el tórax en el río y las aguas se llevaron la tierra adherida a su piel, se hicieron cargo de ella con una naturalidad elemental, al igual que la tierra se había hecho cargo de Olga Schiller. ¿Qué hacer? La ruta de Teresa se cruzaba con la de la alemana muerta y todo indicaba que Teresa y su acompañante trataban de pasar a Malasya evitando las salidas convencionales de Thailandia. La aldea estaba dentro o en los límites de Pattani y la advertencia de que el territorio pudiera estar controlado por la guerrilla musulmana desorientaba a Carvalho, le destruía la lógica de los puntos cardinales. O seguir el río hasta Pattani y aprovechar el aeropuerto para volver a Bangkok y a las Ramblas o empeñarse en atravesar la fluctuante frontera y seguir el rastro de la pareja fugitiva. El mapa daba vueltas entre las manos de Carvalho y amenazaba romperse por las rozaduras de sus dobleces. Una sombra se proyectó sobre él y Carvalho levantó los ojos. Pelletier también se había lavado en el río y mostraba un aspecto adecentado de europeo pulcro, aunque sin ajuar adecuado para el momento y el lugar. Los pantalones tejanos estaban acartonados por la suciedad, la camiseta de marino yanqui había secado el agua de la piel y el rostro alargado y pelirrojo no se había quitado las púas de una barba vieja aunque irregular. Tal vez la exactitud del peinado era lo que le devolvía la estricta identidad de europeo pulcro o la sensación de que se había quitado de encima la orla de velatorio y borrachera con que Carvalho le había encontrado. Pero ya con una mano empuñaba una botella de Mekong y se la tendió a Carvalho.

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