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– Pasó por aquí. Muy enferma.

– ¿Iba sola?

– No. Con un hombre. Muy enferma. El doctor dijo que estaba a punto de morir.

– ¿La metieron en el hospital? ¿Dónde está?

– No quisieron quedarse. Continuaron viaje.

– ¿Hacia Sadao?

– No. Yo les acompañé hasta la puerta. Se fueron hacia Chana.

Estaba completamente segura, a pesar de las dudas de Carvalho.

– Se marcharon. Iban en un coche.

– ¿Un taxi?

– No. No había taxista. Conducía el hombre. Y se marcharon hacia Chana. En Hadyai sólo hay taxis en dirección a Songkhla. Nadie se atreve a meterse en el país Pattani. El coche lo llevaban ellos. Era un coche verde.

– ¿Cómo puedo llegar a Chana?

– Autobús. Taxi difícil.

Fue difícil hasta los quinientos baths. Cuando Carvalho llegó a esta cantidad, el taxista le saludó como si fuera su capitán y puso en marcha un coche en el que a duras penas el chasis toleraba la carrocería y las ruedas no parecían dispuestas a rodar un kilómetro sin acabar de agrietarse. En Chana les dijeron que el coche verde había pasado por allí, pero que había proseguido en dirección a Thepha o Pattani. El taxista no estaba dispuesto a proseguir si Carvalho no añadía algún carburante a los quinientos baths iniciales. Otros quinientos baths le permitieron no sólo proseguir sino obligar a que el coche se detuviera ante cualquier villorrio y preguntar. Carvalho no había asimilado totalmente la posibilidad real de la enfermedad de Teresa y temía que fuera el resultado de algún encuentro sangriento con sus perseguidores. A la angustia mecánica por cumplir su cometido, se unía ahora una angustia emocional por la suerte de un ser humano al que conocía, y los rostros de Ernesto y su abuela se sobreponían en su imaginación memorizadora como una razón para proseguir la búsqueda y como presencias culpabilizadoras por el fracaso de esa búsqueda. Se detuvieron ante un grupo de cabañas pocos kilómetros después del desvío hacia Thepha y el taxista tuvo que hacer de intérprete entre Carvalho y los aldeanos. El taxista miró a Carvalho con los ojos tristes.

– Están aquí. La mujer ha muerto.

Los aldeanos señalaban hacia la jungla, donde aparecía un coche verde abandonado entre las heveas.

– La mujer muerta está al final de este camino. Hay que cruzar un pequeño río.

El taxista desembarcó el equipaje de un Carvalho paralizado, que ni siquiera reaccionó cuando el coche hizo la maniobra de encararse nuevamente en dirección a Hadyai y le dejó apeado junto a los aldeanos parlanchines que trataban de ampliarle a Carvalho una información que él no entendía, ni quizá escuchaba. Era evidente que el taxi se había marchado, que aquél era el coche verde del que le habían hablado y que al final del sendero le esperaba quizá el final del sentido de su largo e inútil viaje.

Por un ventanuco penetraba un rayo de sol oxidado por la humedad, un rayo de sol diríase que mojado por tanta lluvia y obligado a detenerse al pie de un camastro improvisado. Sobre el camastro, una figura humana inmóvil y, sentado en el suelo o en cuclillas, un hombre con los brazos cruzados sobre las rodillas y la cabeza vencida sobre los brazos. Carvalho avanzó hacia la cama y cuando se inclinaba para poder ver el rostro del cuerpo yaciente, el hombre sentado sobre sus talones se desplegó y apareció un rostro pelirrojo, barbado, dos ojos turbios, primero sorprendidos luego sonrientes cuando los labios dijeron:

– ¿El doctor Livingstone, supongo?

Carvalho le sostuvo la mirada y no le contestó la pregunta. Volvió a mirar la cara de la mujer muerta. No era Teresa, pero merecía piedad aquel rostro de niña envejecida, con el cabello dividido desde las raíces canosas que ganaban ya definitivamente terreno al teñido rubio expulsado hacia las puntas. Tenía los ojos pequeños y redondos cerrados, los agujeros de la pequeña naricilla taponados con trapos blancos que parecían proceder de la sucia camisa del hombre. El cuerpo desaparecía bajo una sábana de tejido tosco de un blanco amarillento.

– ¿La conocía usted?

– No. ¿Y usted?

– La he visto morir de la misma manera que otros la debieron ver nacer. Estoy aquí por racismo. Porque era blanca y se estaba muriendo en un poblado lleno de asiáticos.

– ¿Cómo llegó hasta aquí?

– Conmigo. La traje en un coche, pero el coche lo había alquilado ella.

Se echó a reír.

– Se estaba muriendo y le asustaba conducir en Thailandia. Decía que estos thais conducen como locos.

Volvió a reír voluntariosamente y luego se pasó la mano por la cara para borrar la sonrisa que le había quedado y recuperar la sensación de frío y de sueño.

– Es alemana, creo. Hablaba el francés como una alemana o como una holandesa o como una flamenca belga con prejuicios antifrancófonos. Yo soy francés. ¿Lo había adivinado por el acento? Dígamelo en serio. ¿Verdad que hablo un inglés impecable? Es que soy normalien. ¿Sabe usted lo que es un normalien? ¿Sí? En cambio tiene usted un acento yanqui. ¿Es usted norteamericano? ¿No? Yo era economista antes de irme a Afganistán para estirar las piernas.

Se levantó con dificultades y se le cayó una botella de Mekong que sostenía sobre las rodillas. La botella aprovechó el desnivel del suelo para irse rodando hasta la puerta de salida y desaparecer. El francés dijo adiós a la botella con una mano y se acercó a la yacija.

– Adiós, amiga mía. Juntos hemos tratado de llegar a alguna parte.

La borrachera le movía el cuerpo como si fuera un animal invertebrado. Manoteó ante Carvalho como si le estuviera dirigiendo una reprimenda.

– No sabía donde ir, la pobre y yo le dije: cuando uno no sabe a dónde ir, ha de escoger entre la ruta del nacimiento o la ruta de la muerte del sol. No falla. Las mujeres siempre escogen la ruta del nacimiento. Son madres. Aún están condicionadas por el instinto de ser madres y prefieren que el sol nazca.

Se rió a borbotones.

– ¡Qué burras!

Bajó el tono de la voz como molesto consigo mismo por haber violado el silencio de la muerte.

– La vi tan blanca, tan desvalida, tan triste que me dije, François, por fin vas a comer carne blanca. Yo no había comido carne blanca desde que estuve en Goa, hace ya casi un año, casi un año que me arrastro por Birmania y Thailandia. Mi nombre es François Pelletier Lussac. ¿Y el suyo?

– Pepe Carvalho.

– ¿Pepe? ¿Mexicano? ¿Argentino? ¿Chileno?

– Español.

– "Mon Dieu"¡ ¡Un español! "Avez vous un ch1teau en Espagne"¿

La cara del francés había penetrado en un campo cinematográfico de primer plano en relación con la de Carvalho, es decir sus labios estaban próximos y el aliento alcoholizado vaporizaba el rostro de Carvalho. Apartó primero la cara y luego el cuerpo. Pelletier dudaba entre conceder su atención a la muerta o a Carvalho y, finalmente, se fue hacia la puerta caminando con las rodillas dobladas. Se apoyó en el marco, respiró profundamente el aire fresco recién lavado.

– ¿Qué haces aquí, François Pelletier Lussac?

Lo repitió en distintos tonos de voz. Tono de recepción diplomática, de teatro de Racine, de pregunta de Brigitte Bardot, de impertinencia de gendarme especializado en Quartier Latin, de niño perdido en el bosque, de esposa malhumorada, de novia derretida, de Dios. Y cuando encontró el tono justo en el que Dios le preguntaría:

"Qu’est-ce que tu fais ici, François Pelletier Lussac"?

Lo repitió con toda la fuerza de sus pulmones, comunicando a los thais repartidos por la campiña que, por fin, alguien importante se preocupaba por su suerte. Luego se volvió a Carvalho y le dijo:

– Sólo hay una cosa más inútil que ser francés y es ser español.

Esperó la respuesta de Carvalho un tiempo prudencial y, cuando dedujo que no iba a llegarle, dio dos pasos en su dirección fingiendo la entereza de un provocador.

– ¿No habla nunca? ¿No tiene sangre? ¿No se ofende cuando denigran el sagrado nombre de su patria? ¡Firmes! ¡Póngase firmes!

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