– Es el mejor Armagnac que he podido encontrar.
Carvalho tragueó con sed y con voluntad de cambiar el estado de conciencia. Luego lo pensó mejor. Perder la lucidez en el penúltimo rincón del mundo era un riesgo excesivo. Devolvió la botella y el francés la aceptó al tiempo que le proponía:
– Algo hay que comer.
– ¿Dónde?
– Déjese llevar por mi olfato. He olido y he creído. Sígame y guiados por mi nariz llegaremos a la comida.
Carvalho echó a andar tras Pelletier. Volvieron a la aldea por el sendero, cruzaron el riachuelo que pasaba por delante de la cabaña improvisada capilla fúnebre y luego lo remontaron en busca de la concentración de cabañas. Pelletier se detuvo ante el porche de una de ellas, donde una familia al completo picoteaba en los cuencos llenos de arroz y unas pequeñas adherencias policrómicas que no eran arroz. Pelletier habló con la vieja que marcaba la proa de la concentración familiar y recibió a cambio una sonrisa y un encogimiento de hombros. La vieja miraba con atención a un hombre joven, breve, musculado, que corría en cuclillas, al parecer ajeno a las negociaciones de Pelletier. El francés se dirigió a él y, tras un titubeo, el hombre contestó algo que a Carvalho le sonó a airado rechazo, pero que a Pelletier le hizo sonreír.
– Arroz con pollo y brotes de bambú, ¿qué le parece? No hay mejor menú en los restaurantes chinos de París, aunque aquí nos lo cargarán de especias.
– Que lo carguen de lo que quieran.
Carvalho sentía urgencias de hambriento. Pelletier se apartó de la casa y se sentó en un escalón de una escalera lateral que iba a parar al mismo porche donde la familia comía. El francés pegó sus labios a la botella de Mekong y tardó en despegarlos. Respiró afanosamente y tendió la botella a Carvalho que la rechazó.
– Hay que esperar un rato. Ha de hervir el arroz. A propósito, ¿qué tal está usted de dinero?
– Me quedan travellers.
– ¿No querrá pagar con travellers a esta gente?
– ¿Tiene baths?
– Pocos. Y algo de moneda birmana. En Rangún me gané la vida dando clases de francés a un traficante de rubíes.
El francés abarcó a Carvalho con una mirada cómicamente altanera.
– No se preocupe. Es mi invitado. En realidad no era un traficante de rubíes. Un miserable bisutero que había tenido una abuela francesa. Pintoresco. En Birmania es posible encontrar a alguien que tenga un abuelo inglés. Pero una abuela francesa, jamás. Debería estar prohibido. A propósito, Stanley, ¿qué hace usted por aquí?
– Busco las fuentes del Nilo.
– Qué despiste geográfico llevan en España.
– Busco a una mujer.
– ¿Se fugó con otro?
– Más o menos.
– ¿Es su mujer?
– No.
– Pero bueno. Esto ya es vicio. Pase que alguien se dedique a buscar a la mujer legal, pero ponerse a buscar a la amante, eso no tiene nombre.
– Soy un profesional de estas cosas. Soy un detective privado.
– Y yo Martin Bormann.
– De verdad. Soy un detective privado que está buscando a la hija de un cliente.
El francés estudiaba a Carvalho por si descubría alguna fisura en la máscara del rostro. Carvalho se limitó a sacar el billetero y enseñarle el carnet de detective privado.
– ¡Increíble! Cuando se lo cuente a mi madre no se lo va a creer. Doy veinte veces las vueltas al mundo, me pudro con los pueblos más podridos de la tierra y todo para encontrarme con Philippe Marlowe en un poblado de mierda de la península malaya. Aún es posible la sorpresa. Lamento no estar a la altura de las circunstancias. Yo soy economista, normalien, es decir, de la élite cultural francesa.
– Ya me lo ha contado.
– ¿Cuándo?
– Poco después de habernos conocido.
– Me repito. Y sobre todo estas cosas. No ha sido siempre así. Me ocurre últimamente. Debo tener un grave problema de identidad. A la pobre Olga le amargué los últimos días de vida explicándole la influencia de Pascal sobre Rhomer. ¿Sabe usted quién es Rhomer?
– Un general alemán.
– Fascinante. No. Un director de cine. ¿No ha visto usted "Ma nuit chez Maud"?
– Casi nunca voy al cine.
– Es una película sobre el sentido de la vida.
– Hum. Muy sólido.
– Fue la última película que vi antes de fugarme de París. Por cierto, he coincidido con varios españoles en distintos lugares de la península Indostánica, incluso antes, en Afganistán, antes de que se armara la guerra. En Goa conocí a un español pintoresco, filósofo. Un hidalgo madrileño que siempre filosofaba mientras chapoteaba descalzo bajo la lluvia o bailaba agitando al viento su trenza negra. En Bombay coincidí con un ex economista catalán y tuvimos una larga discusión sobre Schumpeter y los economistas radicales norteamericanos. Se llamaba Martín Capdevila y quería ser maharajá. En caso de que llegue a serlo, tengo la vejez asegurada.
Carvalho se tumbó en los escalones. El esqueleto le agradeció el soporte y los ojos se le fueron hacia los pozos de cielo delimitados por nubes blancas y pesadas. Una bandada de pájaros atravesó su campo visual, investigadores de lo que acontecía en un poblado insolentemente intruso en la jungla.
– ¿Conoce usted el nombre de los pájaros de Bangkok?
El francés salió de un súbito ensimismamiento.
– ¿De qué pájaros habla?
– De los que se posan en los cables eléctricos al atardecer. ¿No los ha visto? A miles. Parecen mosquitos ruidosos. Tampoco sé si pían de alegría o de hambre o de miedo o para proclamar su hegemonía por encima de la ciudad construida por los hombres.
– Todos los pájaros son gorriones.
– ¿Las águilas también?
– Las águilas son águilas.
La vieja se les acercó con una bandeja de lata en la que había cuatro cuencos de barro y dos cucharas de madera. Humeaba la comida y Carvalho se apoderó de su ración de arroz y pollo y las mezcló amorosamente con la cuchara de teca, como recreándose en la composición del paisaje. El francés comía más ortodoxamente. Cucharada de arroz, cucharada de carne y verduras.
– Hay más granos de pimienta que pollo.
Se quejó Pelletier.
– La cocina thailandesa es como la china, pero con más especias. En los países del trópico las especias combaten la falta de apetito derivada del clima.
– ¿Falta de apetito? Comer en los países asiáticos es una ostentación. La gente se pasa el día en la calle con el cuenco de arroz en la mano. ¿Ha probado usted el betel? Los primeros viajeros europeos creyeron que estos pueblos eran todos tuberculosos porque tenían la boca llena de sangre. Era el color del betel. Arroz y betel. El arroz para llenar el estómago y el betel para entretenerse.
– La austeridad asiática.
– Mierda, la austeridad asiática.
– El budismo. La superación de la servidumbre de los sentidos.
– Para empezar, Stanley, estamos en una zona mahometana y el budismo es una industria de exportación de ideología para que la consuman los menopáusicos de Occidente.
Pelletier había terminado sus raciones y cuando la vieja se acercó merodeando y mirándoles de reojo, le tendió un billete de veinte baths. Examinó el billete la mujer, recogió la bandeja con los cuencos vacíos y se alejó seguida de la mirada valorativa del francés.
Estaban junto al coche y los dos hombres lo contemplaban con el mismo aire de desconcierto. El francés pegó una patada contra una rueda y luego se sentó en el morro.
– ¿Qué piensa hacer?
– Quisiera llegar hasta Penang. Las cosas hay que acabarlas. Es la última posibilidad que tengo de encontrarla. ¿Y usted?
– Tendría que devolver este coche en algún sitio donde hubiera oficinas de la Hertz. Ella lo había alquilado en Bangkok hace ya tres o cuatro semanas, aunque nadie va a pedirle ahora explicaciones si no lo devuelve. Si quiere se lo cedo.
– No, es de usted.
– No. Pero tengo una cierta autoridad moral sobre él.
Carvalho echó a andar en dirección hacia la carretera.