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De cualquier modo, a su lado no quería ni a escritores ni a políticos. Y por eso se negaba, cada vez más, a hablar de literatura. SÍ alguien le preguntaba sobre sus trabajos apenas decía: «Estoy trabajando bien», o si acaso: «Hoy escribí cuatrocientas palabras». Lo demás no tenía sentido, pues sabía que cuanto más lejos va uno cuando escribe, más solo se queda. Y al final uno aprende que es mejor así y que debe defender esa soledad: hablar de literatura es perder el tiempo, y si uno está solo es mucho mejor, porque así es como se debe trabajar, y porque el tiempo para trabajar resulta cada vez más corto, y si uno lo desperdicia siente que ha cometido un pecado para el cual no hay perdón.

Por eso se había negado a viajar hasta Estocolmo para asistir a una ceremonia tan insulsa y gastada como la de recibir el Premio Nobel. Era una lástima que aquel premio se concediera sin uno solicitarlo y que rechazarlo pudiera considerarse una pose de mal gusto y exagerada: pero fue lo que deseó hacer, pues aparte de los treinta y seis mil dólares tan bienvenidos, no le importaba demasiado tener un galardón que exhibían gentes como Sinclair Lewis y Faulkner, y de haberlo rechazado su aureola de rebelde habría tocado las estrellas. La única satisfacción de aquel premio era contar con los dedos los otros autores que no lo habían recibido: Wolfe, Dos, Caldwell, el pobre Scott, la invertida de Carson McCu-llers, esa hiperbólica sureña capaz de exhibir sus preferencias sexuales bajo una gorra de jugador de béisbol. Y también, claro está, el placer de saber que como escritor uno ha tenido la razón. Pero de ahí a comprar un traje de etiqueta y viajar medio mundo nada más que para lanzar un discurso, había un abismo que él no podía saltar. Adujo problemas de salud, debidos a los desastres aéreos sufridos en África, y cuando recibió el cheque y la medalla de oro, pagó deudas, le envió algún dinero a Ezra Pound, recién salido del manicomio, y entregó la medalla a un periodista cubano para que la depositara en la capilla de los Milagros de la Virgen de la Caridad del Cobre: era un buen gesto, ai cual se le dio excelente publicidad, y que lo mejoraba con los cubanos, tan noveleros y sentimentales, y también con el más allá, todo de un solo golpe.

– Fue un buen tiro, ¿no es verdad, Black Dog?

El perro movió la cola, pero no lo miró. Se tomaba muy en serio su papel de vigilante eficaz. Ahora su atención estaba destinada a una lechuza, que desde lo alto de una palma real lanzaba sus graznidos a la noche. Para los cubanos era un pájaro de mal agüero y él lamentó que fuera tan tarde: con una ráfaga de la Thompson hubieran desaparecido de un golpe todos los augurios posibles, especialmente los malos, y quizás hasta se podría librar de algún intruso del FBI. ¿Qué andarían buscando ahora los hijos de puta aquellos que ya se atrevían a meterse en su propiedad?

Al final del atajo arbolado ya se escuchaba la música. Calixto se hacía acompañar por una radio y por los otros dos perros de la casa durante su guardia nocturna. No entendía aquella capacidad de los cubanos de pasarse horas y horas escuchando música, en especial aquellos boleros lacrimógenos y las rancheras mexicanas que tanto le gustaban a Calixto. En realidad eran muchas las cosas que no entendía de los cubanos.

La vio cuando ya estaba en el borde de la piscina. Vestía una bata fresca y floreada, y llevaba el pelo suelto, caído sobre los hombros. Descubrió que el pelo de la mujer parecía más claro de lo que él recordaba y disfrutó otra vez la belleza perfecta de su cara. Ella dijo algo y él no pudo escuchar o no entendió, quizás por el ruido que hacían sus propios brazos en el agua. Los movía para no hundirse, y los sentía pesados y casi ajenos. Entonces ella se quitó la bata. Debajo no llevaba traje de baño, sino un ajustador y un blúmer, negros, cubiertos de encajes reveladores. La copa del ajustador era provocativa, y él pudo ver, a través del encaje, la aureola rosada del pezón. La erección que sobrevino fue inmediata, inesperada: ya nunca le ocurría de ese modo repentino y vertical, y disfrutó la sensación de rotunda potencia. Ella lo miraba y movía sus labios, pero él seguía sin escucharla. Ahora no le pesaban los brazos y sólo le importaba ver los actos de la mujer y gozar la turgencia de su pene, que apuntaba a su blanco, como un pez espada cargado de malas intenciones: porque estaba desnudo, en el agua. Ella se llevó las manos a la espalda y con admirable habilidad femenina, desenganchó las tiras del sostén y dejó al descubierto sus senos: eran redondos y llenos, coronados con unos pezones de un rosa profundo. Su pene, alborozado, le advirtió a gritos de la prisa que lo desvelaba, y aunque él trató, no pudo llamarla: algo se lo impedía. Logró, sin embargo, apartar la vista de los senos y fijarse en cómo, a través del tejido negro y leve del blúmer, se entreveía una oscuridad más alarmante. Ella ya tenía las manos en las caderas, sus dedos comenzaban a correr hacia abajo la fina tela, los vellos púbicos de la mujer se asomaron, negrísimos y rutilantes, como la cresta de un torbellino que nacía en el ombligo y explotaba entre las piernas, y él no pudo ver más: a pesar de su esfuerzo por contenerse, sintió que se derramaba, a chorros, y percibió el calor de su semen y su olor de un falso dulzor.

– Ay, coño -dijo al fin, y una inesperada conciencia le previno de que todos sus esfuerzos resultarían baldíos, y dejó brotar, soberanamente, los restos de su incontinencia. Al fin abrió los ojos y miró al techo donde giraba el ventilador: pero en su retina conservaba la desnudez de Ava Gardner en el instante de mostrar la avanzada de su monte de Venus. Con pereza bajó la mano para palpar los resultados de aquel viaje a los cielos del deseo: sus dedos encontraron su miembro, todavía endurecido, cubierto por la lava de su erupción, y para completar la satisfacción física que lo embargaba, puso a correr su mano, cubierta del néctar de la vida, sobre la piel tirante del pene, que se arqueó, agradecido como un perro sato, y lanzó al aire un par de disparos más.

– Ay, coño -volvió a decir. El Conde sonrió, relajado. Aquel sueño había sido tan satisfactorio y veraz como un acto de amor bien consumado y no había nada de qué lamentarse, salvo de su brevedad. Porque le hubiera gustado prolongar un par de minutos más aquella orgía y conocer cómo era templarse a Ava Gardner, de pie, contra el borde de una piscina y oírla susurrar a su oído: «Sigue, Papa, sigue», mientras sus manos la aferraban por las nalgas y uno de sus dedos, el más aguerrido y audaz, penetraba por la puerta trasera de aquel castillo encantado.

El sueño lo había sorprendido después de ducharse. Dispuesto a tocar el fondo de aquella historia, había pospuesto su enésima lectura de El guardián entre el centeno, la escuálida e inagotable novela de Sa-linger que, desde hacía varios años, atenazaba su inteligencia y sus envidias literarias, y se decidió en cambio a repasar una vieja biografía de Hemingway adquirida en sus trasiegos mercantiles. Con el libro bajo el brazo abrió todas las ventanas, encendió el ventilador de techo y se tiró desnudo en la cama. Cuando sintió contra sus nalgas el roce de la tela, el recuerdo de Támara, ausente desde hacía demasiado tiempo, lo atenazó y convirtió su escroto en una fruta arrugada: entre los deseos crecientes de volver a hacer el amor con ella y el miedo de no volver a hacerlo nunca más, había vencido el miedo. ¿Y si Támara no volvía? La sola idea de perder a la única mujer que no quería perder lo hacía sentirse enfermo. Ya eran muchas las pérdidas sufridas para ahora también resistir aquélla. «No me hagas esa mierda, Támara», dijo en voz alta y abrió el libro. Quería revivir los años finales del escritor, meterse en sus miedos y obsesiones, hurgar en las razones que le colocaron la escopeta de caza en la boca. Pero apenas leídas unas quince páginas en las que se insistía en el miedo a la locura que por años había arrastrado el escritor, lo asaltó una modorra perniciosa y lo venció el sueño, como sí su abstinencia obligatoria y la obsesión por un blúmer negro de Ava Gardner que no había visto, lo obligaran a dormir para entregarle una recompensa inesperada. Era tal el desastre que debió regresar a la ducha. El agua fría le arrancó suciedades y remanentes del deseo, y lo colocó ante la evidencia de lo que había leído antes de dormirse: el temor enfermizo a la locura y aquel delirio de persecución capaz de asolar la inteligencia de Hemingway en los años finales de su vida, quizás había sido la causa principal de su suicidio. Dos años antes de matarse había comenzado a sentir aquella presencia persecutoria, empecinada en aguijonearlo, y que él solía atribuir a una acción de los federales a partir de ciertas sospechas de evasión de impuestos. La debilidad rampante de aquel argumento reforzaba la tesis de Manolo: porque había algo más, algo que, incluso, era todavía un secreto. En el expediente que el FBI le siguiera a Hemingway desde los días de la Guerra Civil española, y sobre todo desde su aventurera cacería de submarinos alemanes en la operación de inteligencia llamada Crook Factory -más o menos una pandilla de truhanes borrachos, navegando con gasolina gratis en días de racionamiento-, habían sido censuradas quince páginas «por razones de defensa nacional». ¿Qué se sabrían, mutuamente, el FBI y Hemingway?, ¿cuál podía ser aquella información tan dramática, capaz de obligar a unos a guardar eternamente un secreto y al otro a sentirse asediado y perseguido?, ¿tendría que ver con las indagaciones de Hemingway sobre el reabastecimiento de combustible de los submarinos nazis en el Caribe o sería posible que toda la historia girara alrededor de aquel cadáver perdido y una chapa policial enterrada con él? Cada vez más al Conde le parecía que aquella insignia con tres letras era un dedo acusatorio en busca de un pecho al cual apuntar. Pero no se acababa de acomodar en su elucubración el hecho de que la única vez que Hemingway matara a un hombre, ocurriera precisamente con un miembro del FBI y en los predios de su territorio privado.

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