– Dame el ron -pidió el Conde-, voy a darme un trago por el amigo Andrés -y bebió una porción devastadora.
– Hace siete años que se fue pal norte -el Flaco recibió la botella que le pasaba el Conde-. Siete años son muchos años. No sé por qué no quiere venir todavía.
– Yo sí sé -afirmó el Conejo-: para poder vivir del otro lado -e indicó el mar-, necesitaba arrancarse de la vida lo que dejó de este lado.
– ¿Tú crees? -intervino Carlos-, ¿Y cómo va a vivir sin lo que ya vivió aquí? No, Conejo, no… Mira, hace un rato yo me estaba imaginando que Andrés podía estar del otro lado, mirando el mar igual que nosotros, y pensando en nosotros. Para eso son los amigos: para acordarse unos de los otros, ¿no?
– Sería lindo -dijo el Conde-, y lo más jodido es que puede ser cierto.
– Yo me acuerdo de ese cabrón todos los días -aseguró Carlos.
– Yo nada más que cuando me emborracho, como ahora -dijo el Conejo-. Así se aguanta mejor. Dormido o borracho…
El Conde se inclinó hacia delante y buscó el cadáver de una de las botellas que ya habían ejecutado.
– Está ahí -le dijo al Flaco-. Dame acá ese litro vacío.
– ¿Para qué lo quieres? -Carlos le temía a los impulsos alcohólicos de su amigo.
El Conde miró hacia el mar.
– Yo también creo que Andrés está del otro lado, mirando para nosotros. Y quiero mandarle una carta. Dame acá la cabrona botella.
Con la botella entre las piernas y el cigarro en los labios, el Conde buscó algún papel en sus bolsillos. Lo único que halló fue la cajetilla donde aún bailaban un par de cigarros. Guardó los cigarros en el bolsillo y, controlando el temblor de sus manos, la rasgó cuidadosamente, hasta obtener un pedazo de papel rectangular. Apoyado en el muro, procurando recibir alguna claridad, comenzó a escribir sobre el papel, mientras leía en voz alta las palabras que iba grabando: «A Andrés, en algún lugar del norte: Cabrón, aquí nos estamos acordando de ti. Todavía te queremos y creo que te vamos a querer siempre», y se detuvo, con el bolígrafo apoyado sobre el papel. «Dice el Conejo que el tiempo pasa, pero yo creo que eso es mentira. Pero si fuera verdad, ojalá que allá tú nos sigas queriendo, porque hay cosas que no se pueden perder. Y si se pierden, entonces sí que estamos jodídos. Hemos perdido casi todo, pero hay que salvar lo que queremos. Es de noche, y tenemos tremendo peo, porque estamos tomando ron en Cojímar: el Flaco, que ya no es flaco, el Conejo, que no es historiador, y yo, que ya no soy policía y sigo sin poder escribir una historia escuálida y conmovedora. Escuálida y conmovedora de verdad… Y tú, ¿qué eres o qué no eres? Te mandamos un abrazo, y otro para Hemingway, si lo ves por allá, porque ahora somos hemingwayanos cubanos. Cuando recibas este mensaje, devuelve la botella, pero llena», y firmó Mario Conde, para luego pasarle el papel a Carlos y al Conejo, que estamparon sus nombres. Con esmero, el Conde enrolló el papel y lo depositó dentro del recipiente. Entonces se descubrió y comenzó a introducir dentro de la botella el blúmer negro de Ava Gardner.
– Te volviste loco -protestó el Conejo.
– Para algo son los amigos, ¿no? -comentó el Conde mientras la tela bajaba hacia la barriga del litro.
– Eso digo yo -remató el flaco Carlos.
– Seguro llega el día de su cumpleaños -divagó el Conejo, después de darse un lingotazo de ron, y comenzó a cantar-: Felicidades, Andrés, en tu día…
Cuando la prenda de tela quedó dentro, el Conde hundió el corcho en la boca, y lo golpeó con la mano abierta para que el sellado fuera perfecto.
– Va a llegar -afirmó el Conde-. Estoy seguro de que este mensaje va a llegar -y se empinó la otra botella de ron, dispuesto a buscar el alivio del olvido.
Bufando el vapor del trago, sin soltar la botella mensajera, el Conde se esforzó por incorporarse y al fin logró ponerse de pie sobre el muro cuando el Conejo repetía: «Felicidad, felicidad, felicidad…». Conde miró hacia el mar, infinito, empeñado en abrir distancias entre los hombres y sus mejores recuerdos, y observó el agresivo lecho de rocas, contra el cual podían estrellarse todas las ilusiones y dolores de un hombre. Bebió otro trago, a la memoria del olvido, y gritó con todas las fuerzas de sus pulmones:
– ¡Adiós, Hemingway!
Entonces tomó impulso con el brazo hacia atrás y lanzó la botella al agua. El recipiente epistolar, preñado con las nostalgias de aquellos náufragos en tierra firme, quedó flotando cerca de la costa, brillando como un diamante invaluable, hasta que una ola lo envolvió y lo alejó hacia esa zona oscura donde sólo es posible ver algo con los ojos de la memoria y el deseo.
Mantilla, verano de 2000