– ¿Qué estaría mirando? -preguntó Manolo.
– Algo que estaba del otro lado del río, entre los árboles -respondió el Conde-. Se estaba viendo a sí mismo, sin público, sin disfraces, sin luces. Estaba viendo a un hombre vencido por la vida. Un mes después se metió un tiro.
– Sí, estaba jodido.
– No, al contrario: estaba libre del personaje que él mismo se inventó. Ése es el verdadero Hemíngway, Manolo. Ése es el mismo tipo que escribió «El gran río de los dos corazones».
– ¿Te digo lo que voy a hacer?
– No, no me lo digas -el Conde lo interrumpió con toda su dramática insistencia, moviendo incluso las manos-. Ésa es la parte oculta del iceberg. Deja que yo me lo imagine.
El mar formaba una mancha insondable y desesperanzadora, y sólo cuando rompía en las rocas de la costa su monotonía negra era alterada por la cresta efímera de las olas. A lo lejos, dos luces tímidas marcaban la presencia de botes de pesca, empeñados en sacar del océano algo bueno aunque invisible, pero a la vez muy deseado: era un desafío eterno y conmovedor el que movía a aquellos pescadores, pensó el Conde.
Sentados en el muro, el Conde, el Flaco y el Conejo daban cuenta de sus provisiones de ron. Después de devorar los pollos al ajillo, la cazuela de malanga rociada con mojo de naranja agria, las fuentes de arroz y la montaña de buñuelos en almíbar preparados por Josefina sin que nadie preguntara de dónde podían haber brotado aquellas maravillas extinguidas en la isla, el Conde había insistido en que debían ir hasta Cojímar si sus amigos pretendían oír la historia completa de la muerte de un agente del FBI en Finca Vigía, y el Conejo debió pedirle a su hermano menor que le prestara el Ford Fairland 1958 más brillante y adornado de Cuba. El milagro de la transformación de aquella antigüedad renacida de sus chatarras y que ahora se cotizaba en varios miles de dólares, se debía al laborioso empeño del Conejo menor, quien había entrado en posesión de los activos necesarios para comprarlo y embellecerlo en los escasos seis meses que llevaba como administrador de una panadería dolarizada, que parecía más bien una inagotable mina de oro.
Entre el Conde y el Conejo habían alzado a Carlos de su sillón de ruedas para subirlo al muro del malecón y luego, con delicadeza, movieron las piernas inútiles del amigo hasta hacerlas colgar hacia la costa. Las escasas luces del pueblo quedaban a sus espaldas, más allá del busto verde de Hemingway, y los tres sentían que era agradable estar allí, frente al mar, a la vera del torreón español, disfrutando la brisa posible de la noche mientras oían la historia narrada por el Conde y bebían ron directamente del pico de la botella.
– ¿Y ahora qué va a pasar? -preguntó el Conejo, dueño de una lógica implacable, siempre necesitada de respuestas también dotadas de lógica implacable.
– Creo que ni timbales -dijo el Conde, apelando a los últimos ripios de su inteligencia, a punto ya de naufragar en el alcohol.
– Eso es lo mejor de esta historia -afirmó el flaco Carlos luego de sacarle las últimas gotas a la segunda botella-. Es como si nunca hubiera pasado nada. No hubo muerto, m matador, ni nada. Me gusta eso…
– Pero ahora yo veo un poco distinto a Hemíngway…, no sé. Un poco…
– Está bien que lo veas distinto, Conde -intervino el Flaco-. Al fin y al cabo el tipo era un escritor y eso es lo que te importa a ti, que eres escritor y no policía, ni detective, ni vendedor de ni carajo. Escritor: ¿verdad?
– No, salvaje, no estoy tan seguro. Acuérdate de que hay muchas clases de escritores -y empezó a contar con todos los dedos que logró convocar-: los buenos escritores y los malos escritores, los escritores con dignidad y los escritores sin dignidad, los escritores que escriben y los que dicen que escriben, los escritores hijos de puta y los que son personas decentes…
– ¿Y dónde tú pones a Hemingway? ¿A ver? -quiso saber el Flaco.
El Conde descorchó la tercera botella y bebió un trago leve.
– Creo que era de todo un poco.
– A mí lo que me jode de él es que nada más veía lo que le interesaba ver. Esto mismo -dijo el Conejo y volvió la cara hacia el pueblo-, decía que era una aldea de pescadores. Pa; su madre: nadie en Cuba dice que esto es una aldea de pescadores ni de un carajo, y por eso Santiago es cualquier cosa menos un pescador de Cojímar.
– Eso también es verdad -sentenció Carlos-. El tipo no entendió ni cojones. O no le importó entender, no sé. ¿Tú sabes, Conde, si alguna vez se enamoró de una cubana?
– Pues mira que no sé.
– ¿Y así pretendía escribir de Cuba? -el Conejo parecía exaltado-. Qué viejo más farsante…
– La literatura es una gran mentira -concluyó el Conde.
– Éste ya está hablando mierda -terció el flaco Carlos y le puso una mano en el hombro a su amigo.
– Bueno, para que lo sepan -siguió el Conde-, voy a pedir mi entrada en los hemingwayanos cubanos.
– ¿Y qué cosa es eso? -quiso saber el Conejo.
– Una de las dos mil maneras posibles y certificadas de comer mierda, pero me gusta: no hay jefes, ni reglamentos, ni nadie que te vigile, y uno entra y sale cuando le da la gana y si quieres hasta te puedes cagar en Hemingway.
– Si es así, a mí también me gusta -caviló el Conejo-. Creo que voy a inscribirme. ¡Vivan los hemingwayanos cubanos!
– Oye, Conde -el Flaco miró a su amigo-, pero en todo este lío se te olvidó descubrir una cosa…
– ¿Qué cosa, salvaje?
– El blúmer de Ava Gardner.
El Conde miró al Flaco, directamente a los ojos.
– Yo creí que tú me conocías mejor.
Y sonrió, mientras con una mano hurgaba en el bolsillo posterior del pantalón, al tiempo que levantaba la nalga del muro. Con gestos ampulosos de mago barato, sacó la tela negra, cubierta de encajes, la misma tela que un día acarició las intimidades profundas de una de las mujeres más bellas del mundo. Con las dos manos abrió el blúmer, como si colgara de una tendedera, para que sus amigos observaran las dimensiones, la forma, la textura transparente de la pieza, e imaginaran, con sus mentes febriles, la carne viva que una vez ocupó aquel espacio.
– ¿Te lo robaste? -la admiración del Flaco era ilimitada y su gula erótica también. Lanzó una de sus manos y atrapó el blúmer para sentir en sus dedos, cerca de sus ojos, el calor de la tela del deseo.
– Estás del carajo, Conde -le dijo el Conejo y sonrió.
– Algo tenía que sacar de esta historia, ¿no? Dame acá, Flaco -pidió, y su amigo le devolvió la pieza de tela. Delicadamente el Conde buscó el elástico de la cintura y lo abrió con las dos manos para luego llevárselo a la cabeza: entonces se lo encasquetó como si fuera una boina-. Ésta es la mejor corona de laureles que jamás exhibió ningún escritor. Éste es mi gorro frigio.
– Cuando te canses de joder me lo prestas -reclamó el Conejo, pero el Conde no parecía tener intenciones de descubrirse.
– Dame el ron -pidió el Conde y volvió a beber.
– Mira que ya estás borracho -le advirtió el Conejo.
De la lejanía, uno de los botes iluminados con un farol se iba acercando a la costa.
– ¿Habrán cogido algo? -se preguntó el Flaco.
– Seguro que sí -afirmó el Conde-. A menos que estén salaos, como nosotros…
En silencio observaron la maniobra del bote, cuyo motor tosía con intermitencia, como si estuviera a punto de ahogarse con sus propias flemas. Lentamente cruzó frente a ellos y enfiló hacia el embarcadero del río.
– No sé ni cuántos años llevaba yo sin venir a Cojímar -dijo al fin el flaco Carlos.
– Sigue siendo un lugar extraño -comentó el Conde-. Es como si aquí no pasara el tiempo.
– Lo jodido es que sí pasa, Conde, siempre pasa -remató el Conejo con su imperturbable sentido dialéctico e histórico del mundo-. La última vez que vinimos aquí todos juntos, Andrés estaba con nosotros. ¿Se acuerdan?