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Todavía el Conde creía recordar el sabor pastoso del helado de mamey y su júbilo al ver las maniobras de un hermoso yate de maderamen marrón, del cual salían hacia el cielo dos enormes varas de pesca que le daban un aspecto de insecto flotante. SÍ el recuerdo era real, el Conde había seguido al yate con la vista mientras se acercaba suavemente a la costa, sorteaba la flotilla de desvencijados botes de pesca anclados en la caleta y fondeaba junto al embarcadero. Fue entonces cuando un hombre rojizo y sin camisa había saltado del yate hacia el muelle de hormigón, para recibir la cuerda que otro hombre, cubierto con una gorra blanca y sucia, le lanzaba desde la embarcación. Tirando del cabo, el hombre rojizo acercó el yate a un poste y lo amarró con un lazo perfecto. Quizás su abuelo Rufino le había comentado algo, pero los ojos y la memoria del Conde ya se habían detenido en el otro personaje, el hombre de la gorra, que usaba además unos espejuelos redondos con cristal verde y lucía una barba tupida y canosa. El niño no había dejado de observarlo mientras saltaba de la brillante embarcación y se detenía para hablar algo con el hombre rojo que lo esperaba en el muelle. El Conde viviría convencido de haber visto cómo los hombres se estrechaban las manos y, sin soltarse, hablaban por un tiempo impreciso en el recuerdo, tal vez durante un minuto o toda una hora, pero siempre con las manos cogidas, hasta que el hombre viejo de la barba abrazó al otro, y sin mirar atrás, avanzó por el muelle hacia la costa. Algo de Santa Claus había en aquel hombre barbudo y un poco sucio, de manos y pies grandes, que caminaba con seguridad pero de un modo que denotaba tristeza. O quizás sólo era un insondable efecto magnético y premonitorio, dirigido hacia el mundo de las nostalgias todavía por vivir, agazapadas en un futuro que el niño ni siquiera podía imaginar.

Cuando el hombre de la barba canosa subió las escaleras de cemento y tomó la acera, su estatura creció y el Conde había visto cómo se colocaba la gorra bajo el brazo. Del bolsillo de su camisa había extraído un pequeño peine de plástico, con el que comenzó a acomodarse el pelo, amoldándolo hacia atrás, una y otra vez, como si fuera necesaria aquella insistencia. Por un momento el hombre había estado tan cerca del Conde y de su abuelo que el niño llegó a recibir una vaharada de su olor: era una mezcla de sudor y mar, de petróleo y pescado, un hedor malsano y abrasador.

– Se está echando a perder -había susurrado su abuelo, y el Conde nunca supo si se refería al hombre o al estado del tiempo, pues en esa encrucijada de su evocación empezaban a confundirse el recuerdo y lo aprendido, la marcha del hombre y un trueno llegado de la distancia, y por eso el Conde solía cortar en ese instante la reconstrucción de su único encuentro con Ernest Hemingway.

– Ése es Jemingüéy, el escritor americano -había añadido su abuelo cuando hubo pasado-. A él también le gustan las peleas de gallos, ¿sabes?…

El Conde creía recordar, o al menos le gustaba imaginar, que había oído aquel comentario mientras observaba cómo el escritor abordaba un reluciente Chrysler negro, aparcado al otro lado de la calle, y desde su ventanilla, sin quitarse los espejuelos de cristales verdes, hacía con la mano un gesto de adiós, precisamente en la dirección del Conde y su abuelo, aunque tal vez lo extendía un poco más allá, hacia la caleta donde quedaban el yate y el hombre rojizo al que había abrazado, o aún más allá, hacia el viejo torreón español hecho para desafiar el paso de los siglos, o quizás incluso mucho más allá, hacia la distante e indeteníble corriente del Golfo que, sin saberlo, aquel hombre que hedía a mar, pescado y sudor nunca volvería a navegar… Pero el niño ya había atrapado en el aire el saludo y, antes de que el auto se pusiera en movimiento, se lo devolvió con la mano y con la voz.

– Adiós, Jemingüéy -gritó, y recibió como respuesta la sonrisa del hombre.

Varios años después, cuando descubrió la dolorosa necesidad de escribir y comenzó a escoger a sus ídolos literarios, Mario Conde supo que aquélla había sido la última navegación de Ernest Hemingway por un pedazo de mar que había amado como pocos lugares en el mundo, y comprendió que el escritor no se podía estar despidiendo de él, un minúsculo insecto posado sobre el malecón de Cojímar, sino que en ese momento le estaba diciendo adiós a varias de las cosas más importantes de su vida.

– ¿Quieres otro? -preguntó Manolo.

– Anjá -respondió el Conde.

– ¿Doble o sencillo?

– ¿Qué tú crees?

– Cachimba, dos rones dobles -gritó el teniente Manuel Palacios, con un brazo en alto, dirigido al barman, que empezó a servir la bebida sin quitarse la pipa de la boca.

El Torreón no era un bar limpio, y mucho menos bien iluminado, pero había ron y, a esa hora reverberante del mediodía, silencio y pocos borrachos, y desde su mesa el Conde podía seguir observando el mar y las piedras carcomidas de la atalaya colonial a la cual aquella antigua fonda de pescadores debía su pétreo nombre. Sin prisa el barman se acercó a la mesa, acomodó los vasos servidos, recogió los vacíos metiéndoselos entre sus dedos de uñas sucias y miró a Manolo.

– Cachimba será tu madre -dijo, lentamente-. A mí me da tres cojones que tú seas policía.

– Cono, Cachimba, no te empingues -lo calmó Manolo-. Era jugando contigo.

El barman puso la peor de sus caras y se alejó. Ya había mirado con ojos asesinos al Conde cuando éste le preguntó si allí servían el «Papa Hemingway», aquel daiquirí que solía beber el escritor, hecho con dos porciones de ron, jugo de limón, unas gotas de marrasquino, mucho hielo batido y nada de azúcar.

– La última vez que vi un hielo fue cuando era pingüino -había respondido el barman.

– ¿Y cómo tú sabías que yo estaba aquí? -le preguntó el Conde a su ex compañero luego de beberse de un golpe la mitad de su porción.

– Para algo soy policía, ¿no?

– No te robes mis frases, tú.

– Ya no te sirven, Conde…, ya no eres policía -sonrió el teniente investigador Manuel Palacios-. Nada, no aparecías por ningún lado y como te conozco tan bien, me imaginé que ibas a estar aquí. No sé cuántas veces me contaste esa historia del día que viste a Hemingway. ¿Y de verdad te dijo adiós o es invento tuyo?

– Averígualo tú, que para eso eres policía.

– ¿Estás cabrón?

– No sé. Es que no quiero meterme en esto…, pero a la vez sí quiero meterme.

– Mira, métete hasta donde quieras y cuando quieras te paras. Total, todo esto no tiene mucho sentido. Son casi cuarenta años…

– No sé por qué cono te dije que sí… Después, aunque quiera, no puedo parar.

El Conde se recriminó y, para autoflagelarse, terminó el trago de un golpe. Ocho años fuera de la policía pueden ser muchos años y nunca había imaginado que resultara tan fácil sentirse atraído por volver al redil. En los últimos tiempos, mientras dedicaba algunas horas a escribir, o cuando menos a tratar de escribir, el resto del día lo empleaba en buscar y comprar libros viejos por toda la ciudad para surtir el quiosco de un vendedor amigo, del cual recibía el cincuenta por ciento de las ganancias. Aunque el dinero producido por el negocio casi siempre era poco, el Conde disfrutaba con aquella ocupación de traficante de libros viejos por sus variadas ventajas: desde las historias personales y familiares agazapadas tras la decisión de deshacerse de una biblioteca, quizás formada durante tres o cuatro generaciones, hasta la flexibilidad del tiempo existente entre la compra y la venta, que él podía manejar libremente para leer todo lo interesante que pasaba por sus manos antes de ser llevado al mercado. La falla esencial de la operación comercial, sin embargo, brotaba cuando el Conde sufría, como si fueran heridas en la piel, al encontrar viejos y buenos libros maltratados por la desidia y la ignorancia, a veces irrecuperables, o cuando, en lugar de llevar ciertos ejemplares valiosos al puesto de su amigo, decidía retenerlos en su propio librero, como reacción primaria de la incurable enfermedad de la bibliofilia. Pero aquella mañana, cuando su antiguo colega de sus días policiales le telefoneó y le sirvió en bandeja la historia de! cadáver aparecido en Finca Vigía, y le ofreció entregarle extraoficialmente la investigación, un reclamo selvático lo obligó a mirar con dolor la hoja en blanco presa bajo el rodillo de su prehistórica Underwood, y decir que sí, apenas oídos los primeros detalles.

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