Levantó la vista y observó, a lo lejos, las luces de La Habana, extendidas hacia el océano, presentido en la distancia como una mancha oscura. Era una ciudad inabarcable y profunda, empeñada en vivir de espaldas al mar, y de la cual él sólo conocía algunos jirones. Algo sabía de su miseria y de su lujo concomitantes y de proporciones desvergonzadas; mucho de sus bares y sus vallas de gallos, en los que se canalizaban tantas pasiones; bastante de sus pescadores y de su mar, entre los que había gastado incontables días de su vida; y sabía lo indispensable de su dolor y de su vanidad palpitantes. Y nada más: a pesar de los muchos años que llevaba viviendo en aquella ciudad con alma de mujer, que tan amorosamente lo había acogido desde su primera visita. Pero siempre le sucedía igual: jamás había sabido apreciar y casi nunca corresponder el cariño de los que de verdad lo querían. Era una vieja y lamentable limitación, y nada tenía que ver con poses ni con personajes, pues la solía atribuir al huraño modo de ser de sus padres, aquellos personajes cercanos y desconocidos a un tiempo, con sus vidas enfundadas tras un hipócrita puritanismo y a los cuales nunca pudo querer, pues ellos mismos habían estropeado irreversiblemente su capacidad de sentir amor, de un modo simple y natural.
Black Dog ladró y cortó el hilo de sus pensamientos. El perro se desfogaba en el hoyo de la pendiente que se iniciaba al borde de la piscina, casi en el límite de la finca, y lo hacía con una extraña insistencia. Los otros dos perros, recién llegados desde la entrada, se unieron al concierto. Con la vista fija en los linderos de la propiedad, guardó la chapa en el bolsillo de su bermuda y empuñó la ametralladora. Ven a buscar tu chapa, cabrón, te voy a dejar seco, musitó, mientras descendía la pendiente y le silbaba al animal. Los ladridos cesaron y Black Dog reapareció moviendo la cola, aunque gruñendo.
– ¿Qué pasa, viejo, lo viste? -le preguntó, mientras observaba la hierba pisoteada a ambos lados de la cerca-. Ya sé que eres un perro vigilante y feroz… Pero creo que ahora aquí no hay nadie. El maricón se fue. Vamos a ver a Calixto.
Regresó a la piscina y tomó el atajo que, entre las casuarinas, conducía hacia el camino principal de la Vi gía y evitaba el largo rodeo que debían hacer los autos.
Bajo aquellos orgullosos y nobles árboles se estaba bien. Eran como fieles amigos: se habían conocido en 1941, cuando él y Martha vinieron por primera vez a la finca y él decidió comprarla, convencido ya de que La Habana era un buen sitio para escribir y aquella finca, tan lejos y tan cerca de la ciudad, parecía, más que bueno, ideal. Y de verdad lo había sido. Por eso le había preocupado tanto el destino de aquellos árboles mientras él desembarcaba en Normandía, en 1944, y recibió la noticia de que un ciclón asolador había atravesado La Habana. Cuando volvió, al año siguiente, y comprobó que casi todos sus silenciosos camaradas seguían en pie, pudo respirar tranquilo. Porque aquel lugar, bueno para escribir, también podía ser un buen sitio para morir, cuando llegara el momento de morir. Pero sin sus viejos árboles, la finca no valía nada.
Pensar otra vez en la muerte lo distrajo de su hallazgo, ¿Por qué cono piensas ahora en la muerte?, se preguntó y recordó que ya tenía a su favor la experiencia, tan exclusiva, de haber muerto para el resto del mundo, cuando su avión se estrelló cerca del lago Victoria, durante su último safari africano. Como el personaje de Moliere, tuvo entonces la ocasión de saber lo que pensaban de él muchas de las personas a quienes conocía. No fue agradable leer las esquelas publicadas en varios periódicos y comprobar cómo eran muchas más de las previsibles las gentes que no lo querían, sobre todo en su propio país. Pero asumió aquellas reacciones malvadas como un reflujo inevitable de su relación con el mundo y como reflejo de una vieja costumbre humana: no perdonar el éxito ajeno. Al fin y al cabo, aquella falsa muerte le reportó un sentimiento de libertad con el cual podría vivir hasta su muerte verdadera. Pero el modo en que debía morir se había convertido, desde ese momento, en una de sus obsesiones, sobre todo porque ya había pasado el tiempo de morir joven y también el de hacerlo heroicamente. Y porque su cuerpo lacerado comenzó a flaquear. Desde entonces meaba con dificultad, veía mal y oía peor. Y olvidaba cosas bien aprendidas. Y la hipertensión lo atormentaba. Y debía hacer dieta de comida y de alcohol. Y su vieja afección de la garganta lo perseguía con más saña… En última instancia, la muerte lo aliviaría de restricciones y dolores, le temía mucho menos que a la locura, y sólo le preocupaba su potestad inapelable de interrumpir ciertos trabajos. Por eso, antes de su llegada, él debía volver a una corrida de toros para terminar la maldita reescritura de Muerte en la tarde, y quería revisar otra vez Islas en el Golfo y terminar la sórdida historia de El jardín del Edén, atascada y difusa. También planeaba navegar una vez más entre los cayos de la costa norte cubana, subir hasta Bimini, volver a Cayo Hueso, rodeado de truhanes y de muchas garrafas de ron y whisky. Y le gustaba jugar con la idea de que aún podía hacer un nuevo safari al África, y hasta con la posibilidad de pasar un otoño en París. Demasiadas cosas, tal vez. Porque además debía decidir, antes de la llegada de la muerte, si incineraba o no París era una fiesta Era un libro hermoso y sincero, pero decía cosas demasiado definitivas, las cuales seguramente serían recordadas en el futuro. Una molesta sensación lo había obligado a guardar el manuscrito, a la espera de una luz capaz de aclararle su destino: las prensas o el fuego.
Kitty Cannell, aquella amiga de Hadley, su primera mujer, se lo había gritado una vez en la cara: le asqueaba su capacidad para revolverse contra quienes lo ayudaban, con rencor, con egoísmo, con malignidad y crueldad. Kitty debía de tener razón. Para evocar París y los años de hambre y trabajo y felicidad no tenía que atacar a Gertrude Stein, aunque la vieja insidiosa y marimacho se lo mereciera. Y mucho menos al pobre Scott, aunque tanto le molestara aquella fragilidad suya, su incapacidad para vivir y actuar como un hombre, siempre preocupado por las malas opiniones de la arpía demente de Zelda Fitzgerald sobre el tamaño de su pene. Y ya ni sabía bien por qué había atacado a la vieja Dorothy Parker, al olvidado Louis Bloomfield, al imbécil de Ford Maddox Ford. Sin embargo, bien que se había callado la historia de cómo terminó su amistad con Sherwood Anderson, después que éste le diera las cartas, referencias y direcciones capaces de tenderle puentes hacia aquel París de la posguerra que, precisamente, él necesitaba conocer. Haber escrito aquella mala parodia del viejo maestro, sólo para librarse de los editores de Anderson con quienes había comprometido sus nuevos libros, fue un acto mezquino, aunque bien pagado por sus nuevos editores. Luego, su decisión de que jamás se reeditara Los torrentes de la primavera ya no pudo cerrar la herida que, en la espalda, le había causado a un hombre que fue bueno y desinteresado con él.
Diez años atrás, cuando había rechazado el nombramiento como miembro de la Academia America na de Artes y Letras, su personaje había crecido. Se habló de su rebeldía de siempre, de su iconoclastia perpetua, de su modo natural de vivir y escribir, lejos de las academias y cenáculos, entre una finca de La Habana y una guerra en Europa. Cosas así lo salvaron del tuego macartista al cual quiso lanzarlo el FBI y su jefazo, el abominable Hoover. Lo que nadie imaginó fue que su negativa se debió a la incapacidad que ya sufría de alternar con otros escritores y la imposibilidad de resistir, cerca de él, a hombres como Dos Passos y, sobre todo, a Faulkner. El engreído patriarca del sur lo había agredido sin piedad, por un costado doloroso, pues lo había tildado de cobarde: elegante y displicentemente lo había calificado como el menos fracasado de los escritores americanos modernos, pero la razón de su menor fracaso se debía, había dicho el hijo de puta, a su mayor cobardía artística. ¿El, que había librado el lenguaje americano de toda la retórica eufemística y se había atrevido a hablar de cojones, cuando la palabra exacta era cojones? ¿Y la cobardía de Scott Fitzgerald, por qué no la mencionaba? ¿Y la de Dos…? Huir de España y de las filas republicanas cuando más lo necesitaba la causa fue el más cobarde de los actos en el terreno donde se prueban los hombres: la guerra. Aquello de colocar la vida de una persona por encima de los intereses de todo un pueblo era una locura, como lo era asegurar que la muerte del traductor Robles era obra de los largos tentáculos de Stalin. Cierto es que Stalin, en nombre de una revolución proletaria de la que se había adueñado, terminó pactando con los nazis, invadió Finlandia y parte de Polonia, mató a generales, científicos y escritores, a miles de campesinos y obreros, envió a los gulags de Siberia a cualquiera que no se plegó a sus designios o simplemente porque no había aplaudido con suficiente vehemencia en cierta ocasión en que se mencionó el nombre del Líder, y también parecía ser tristemente cierto que se había quedado con el oro del tesoro español y con los dineros que muchos -como él mismo- habían ofrendado en todo el mundo para la República española…, pero ¿matar a un insignificante traductor como Robles? La mente febril de aquellos escritores le asqueaba, y por eso había preferido sustituirlos por hombres más simples y verdaderos: pescadores, cazadores, toreros, guerrilleros, con quienes sí se podía hablar de valor y coraje. Además, algo en su interior le impedía reconciliarse sinceramente con los que habían sido sus amigos y luego habían dejado de serlo: por más que tratara, ni su mente ni su corazón se lo permitían, y esa incapacidad de reconciliación era como un castigo a su prepotencia y su fundamentalismo machista en muchos aspectos de la vida.