– Ni yo tampoco -remató el Conde, sin mucho esfuerzo y sin alejarse demasiado de la verdad.
– Menos mal… Mira, tres días estuve preso por culpa de un policía que me agarró en una pelea clandestina. Hijo'e puta… Como si no hubiera mayimbes del gobierno peleando gallos todavía. A ver, ¿qué me estabas preguntando?
– Sobre el custodio. ¿Quién fue en los últimos años?
– Bueno, al final, final, cuando ellos se fueron y Papa se mató, era un tal Iznaga, un negro grandísimo él, que era primo de Raúl. Pero antes había sido Calixto, que hacía cualquier trabajo en la finca, hasta que un día se fue…
– La gente duraba mucho en la finca, ¿no?
– Cómo no iban a durar, si Papa pagaba bien, pero bien. De allí nadie se quería ir. Un día sacamos la cuenta y él solo mantenía como a treinta gentes…
– ¿Y por qué Calixto se fue?
– Por qué no lo sé. Cómo, sí. Una tarde él y Papa estuvieron hablando horas en el último piso de la torre. Como si no quisieran que nadie los oyera. Y después Calixto se fue. Hasta se mudó de San Francisco. Algo gordo tiene que haber pasado entre ellos, porque se conocían desde hacía una pila de años, desde antes que Calixto matara a un tipo y lo metieran preso.
El Conde recibió un temblor que no sentía desde sus tiempos de policía. ¿Será verdad que uno nunca deja de ser policía?, se preguntó, aunque conocía la respuesta: ni policía, ni hijo de puta, ni maricón, ni asesino tienen el privilegio del ex.
– ¿Cómo es la historia del muerto ese, Toribio?
Lentamente el anciano tragó saliva mientras se frotaba las manos y sin tener ninguna certeza el Conde tuvo la sensación de que alguien los escuchaba dentro de la casa.
– No sé bien, la verdad, porque Calixto era medio misterioso y tenía un carácter… Lo que se sabía era que había tenido una bronca en un bar y mató a un hombre. Estuvo guardao como quince años, y Papa le dio trabajo cuando salió, porque lo conocía de antes.
– ¿Y qué se hizo de Calixto?
– Yo no lo volví a ver. No sé Ruperto. Ruperto era el capitán del barco de Papa y andaba más por La Ha bana. Yo creo que una vez él me dijo algo de Calixto, pero yo no me acuerdo bien.
– Calixto debe de estar muerto, ¿verdad?
– Seguro que sí, él era más viejo que yo. Así que…
Toríbio hizo silencio y el Conde esperó unos instantes. Hablar de tantos muertos no debía de ser agradable para el anciano. Miró sus ojos, perdidos en un pensamiento profundo, y decidió atacar.
– Toribio, allí en la Vigía, alguna vez, así por casualidad, ¿usted oyó hablar algo de un tipo del FBI?
El anciano parpadeó.
– ¿De qué?
– De la policía americana. La que se llama efe-be-i…
– Ah, el efebeí, cono. Ya… Pues no, que yo recuerde, no.
– ¿Dónde estaba la valla de gallos de la finca?
– Un poco más abajo de la casa, entre la carreterita de los carros y los garajes. Debajo de una mata de mangos…
– ¿Una mata vieja, de mangas blancas?
– Sí, esa misma…
– ¿Cerca de la fuente?
– Más o menos.
El Conde contuvo la expresión de alegría. Sin saber hacia dónde disparaba había dado en un blanco inesperado.
– Y usted, Toribio, ¿por qué le decía Papa a Hemingway? Si era un hijo de puta, digo…
El viejo sonrió. Tenía unas encías oscuras, moteadas de blanco.
– Era el tipo más raro del mundo. Meaba en el jardín, se tiraba peos dondequiera. A veces se ponía así, como a pensar, y se iba sacando los mocos con los dedos, y los hacía bolitas. No resistía que le dijeran señor. Pero pagaba más que los otros americanos ricos, y exigía que le dijeran Papa…, decía que él era el papá de todo el mundo.
– ¿Qué favores le debía usted a Hemingway?
– ¿Favores? Ninguno: yo trabajaba bien, y él me pagaba bien, y ahí se acabó la historia. Él decía que era el mejor escritor del mundo y debía tener al mejor gallero del mundo. Por eso fue que me pidió perdón después de la bronca.
– ¿Entre todos ustedes quién era el hombre de confianza de Hemingway?
– Raúl, eso ni se discute. SÍ Papa le pedía que le limpiara el culo, Raúl se lo limpiaba.
Un levísimo sonido, al otro lado de la pared, le confirmó al Conde su sospecha de que alguien los escuchaba, pero no se sintió con la potestad de asomarse a la puerta. ¿A quién de la familia de Toribio podía interesarle aquella conversación, llena de tópicos seguramente repetidos por el anciano millones de veces? Conde no tenía la menor idea y por eso prosiguió, con la atención dividida entre Toribio y el posible escuchador furtivo.
– ¿Usted la pasó bien en la finca?
– Después de la bronca, sí. Él supo que yo era un hombre y me respetaba… Además, uno allí veía cosas que alegran la vida.
– ¿Qué cosas?
– Muchas…, pero la que no se me olvida es la mañana que vi a la artista americana esa amiga de él, que venía a cada rato a la finca…
– ¿Marlene Dietrich?
– Una americana jovencita…
– ¿Ava Gardner?
– Mira, él le decía «mi hija» y yo le decía la Galle ga, porque era blanquísima y tenía el pelo negro. Y un día la vi bañarse encuera en la piscina. Él y ella, en-cueros los dos. Yo estaba buscando hierba seca para un nidal y me quedé como una piedra. La Gallega se paró en el bordecito de la piscina y empezó a quitarse toda la ropa. Hasta que se quedó en blúmer. Y así empezó a hablar con él, que estaba en el agua. Qué par de tetas… Y antes de tirarse, ella se quitó el blúmer. Qué clase de hija tenía el Papa.
– ¿Y el blúmer era negro? -el Conde, tratando de desvestir sus recuerdos de Ava Gardner, se olvidó por completo del presunto espía que los escuchaba.
– ¿Y cómo tú lo sabes? -preguntó, casi airado, el anciano.
– Es que yo soy escritor. Los escritores sabemos algunas cosas, ¿no? ¿Y estaba buena?
– ¿Buena? ¿Qué cono es eso? Más que buena, era un ángel, por mi madre que era un ángel… Aquella piel… Y que Dios me perdone, pero el tolete se me puso a mil: la Gallega así, encuera en pelota, con esa piel suavecita y sus dos tetonas y la pendejera medio rojiza, que brillaba… Aquello era demasiado… Después, cuando ellos empezaron a juguetear en la piscina, yo me fui. Ya eso es otra cosa.
– Sí, otra cosa. ¿Y la señora?
– Miss Mary tenía que saber las locuras de Papa, Una vez él metió en la finca a una princesita italiana que lo tenía loco. Ni pescaba, ni peleaba gallos, ni escribía, ni nada. Se pasaba el día detrás de ella, como un perro ruino, y cuando hablaba con nosotros siempre estaba encabronao… Pero Míss Mary se quedaba callada. Total, vivía como una reina.
El Conde encendió otro cigarro y cerró los ojos: trató de imaginar el streaptease de Ava Gardner y sintió temblores en las piernas. Aquella imagen magnífica pronto seria nada: Hemingway muerto, Ava muerta, y el Tuzao camino de la muerte. Y el blúmer negro, ¿sería inmortal?
– Ya me voy, Toribio, pero dígame una cosa… Hemingway, que mató leones y de cuanto hay, hasta gallos, ¿tenía cojones para matar a un hombre?
El viejo se movió inquieto, parpadeó, enfocó otra vez al Conde que se había puesto de pie.
– Mira, tú serás escritor, pero también eres policía. A mí tú no me jodes… De todas maneras voy a responderte. No, yo creo que no: lo suyo era mucha gritería, mucha guapería con los animales, y mucha pantalla para que la gente se creyera que él era un timbalú.
Conde sonrió y, tratando de no hacer ruido, dio tres pasos y se asomó por la puerta de la casa. La pequeña sala estaba vacía. ¿Habría imaginado que alguien los escuchaba?
– ¿Y de verdad era un hijo de puta?
– De verdad lo era. Un hombre que mata así por gusto un gallo de pelea tiene que ser un hijo de puta. Eso no se discute.
Se terció la Thompson a la espalda y, venciendo la rigidez de sus articulaciones, se puso de rodillas y la recogió. Aunque ya imaginaba lo que era, la iluminó con la linterna. El escudo, la hilera de números y las tres letras brillaron sobre la chapa de metal plateado, sostenida contra una pieza de cuero. Como un animal advertido por el olor del peligro, miró en derredor y recordó lo que le había comentado Raúl sobre el nerviosismo de Black Dog. ¿Había estado allí un agente del FBI? ¿De qué otro modo pudo llegar aquella placa hasta ese sitio, tan cerca de la casa, tan lejos de la entrada? ¿Otra vez lo estaban vigilando esos hijos de puta? Él sabía que los federales lo tenían en sus listas desde la guerra de España y, sobre todo, desde que organizara con su yate la operación de cacería de submarinos nazis en las costas de Cuba, cuando había estado a punto de descubrir de quién y por qué sitio de la isla los alemanes recibían combustible y, precisamente los federales, habían decretado el fin de la operación, alegando que sus informes eran vagos y que gastaba demasiada gasolina. Sabía, también, que Edgar Hoover había intentado acusarlo de comunista en los días de las purgas de McCarthy, pero alguien lo había disuadido, pues era mejor dejar fuera de la persecución de comunistas y afines a un mito americano como él. Pero aquella chapa, en su propiedad, le sonaba a advertencia. ¿De qué?