– Inventa cualquier cosa de las que yo te enseñé.
– Me vas a embarcar, Mario Conde.
– No…, tú verás que no. Guarda esa chapa y dame tres días. Y mientras, haz una cosa: léete «El gran río de los dos corazones» y dime qué piensas.
– Ya me lo leí hace rato.,. Por culpa tuya.
– Léetelo otra vez. Hazme caso.
– Está bien, me lo voy a leer, pero no entiendo para qué carajo tú quieres conocer a un hombre que, según tú mismo dices, nadie lo conoció y te cae como una patada en los huevos…
El Conde bostezó y miró a su antiguo colega.
– No sé, por mi madre que no sé… Es que nosotros los escritores de verdad somos así, ¿no?
Podía ser la última de las momias. Un habilidoso embalsamador de faraones debía de haber obrado el milagro de colocarlo sobre el sillón y, con paciencia egipcia, había manipulado cada uno de los pliegues de su piel hasta lograr el efecto de que pareciera tan vivo como muerto. El Conde lo observó durante unos minutos. Centró su atención en la obra maestra conseguida en las manos, donde las cicatrices, las estrías de la piel, las venas y las arrugas armaban un prodigioso entramado. Al fin se atrevió a tocarlo. Lentamente los párpados del anciano se replegaron, como los de un reptil somnoliento, y unos ojos de un azul desvaído retrocedieron ante la agresión de la luz.
– ¿Qué pasó? -habló, y el Conde se sorprendió: no tenía voz de viejo.
– Quería hablar con usted, Toribio.
– ¿Y quién tú eres?
– A mí no me conoce, pero usted fue amigo de mi abuelo: Rufino el Conde.
El anciano hizo un esfuerzo por sonreír.
– Ese tipo era un peligro…, más tramposo…
– Sí, ya lo sé. Yo mismo lo ayudaba con los gallos.
– Rufino está muerto, ¿verdad?
– Sí, hace años. Después que prohibieron las peleas. Las peleas de gallos eran su vida.
– Y la mía. Es del carajo, hace años que prohibieron las peleas y que todo el mundo está muerto. Yo no sé pa' qué cono yo estoy vivo. Y ahora casi no veo.
– ¿Cuántos años tiene usted, Toribio?
– Ciento dos años, tres meses y dieciocho días…
El Conde sonrió. A veces a él se le olvidaba su propia edad. Pero comprendió que todos los días debían de ser importantes para Toribio el Tuzao, porque cada vez más se acercaba al final de una cuenta desbordada. En los recuerdos más remotos del Conde estaba la figura, ya anciana, de Toribio, mientras revisaba un gallo: examinaba las espuelas, extendía las alas, comprobaba la potencia de los músculos de las patas, examinaba las uñas, le abría el pico, le palpaba el cuello, y luego acariciaba con amor al animal destinado a la lucha y la muerte. Su abuelo Rufino, que rara vez dedicaba un elogio a sus adversarios, aseguraba que el Tuzao era uno de los mejores galleros de Cuba. Quizás por esa calidad Hemingway lo había contratado y convertido, por años, en el entrenador exclusivo de sus gallos de lidia.
– ¿Cuántos años usted trabajó con Hemingway Toribio?
– Veintiuno, hasta que murió. Y yo me quedé entonces con sus gallos. Una fortuna. Él me los regaló. Papa lo escribió en su testamento.
– ¿Buena gente el Papa?
– Tremendo hijo de puta, pero le gustaban los gallos. Yo le hacía falta, ¿sabe?
– ¿Y por qué era tremendo hijo de puta?
Toribio el Tuzao no respondió de inmediato. Parecía pensar su respuesta. El Conde trató de imaginar cómo funcionaba su cerebro preinformático y decimonónico, anterior al cine, los aviones y el bolígrafo.
– Un día se encabronó y le arrancó la cabeza a un gallo que se huyó en una pelea de entrenamiento en la valuta que teníamos en la Vigía. Yo no se lo aguanté y nos tiramos unos piñazos. Yo le di, y él me dio. Le dije que se metiera sus gallos por el culo y que él era un criminal, que eso no se le hacía a un gallo de pelea.
– Pero si se matan peleando, se sacan los ojos…, muchos galleros los sacrifican cuando se quedan ciegos.
– Eso es otra cosa: la pelea es la pelea, y es entre gallos. Y no es lo mismo sacrificar un animal para que no sufra que matarlo por un encabronamíento.
– Eso es verdad. ¿Y qué pasó después?
– Me escribió una carta pidiéndome perdón. Era tan bruto que se le olvidó que yo no sabía leer. Yo lo perdoné y él contrató un maestro que me enseñó a leer. Pero no dejó de ser un hijo de puta.
El Conde sonrió y encendió un cigarro.
– ¿Por qué a usted le decían el Tuzao?
– El nómbrete me lo pusieron unos galleros cuando yo era un muchacho, allá en mi pueblo. Un día que me pelaron con una máquina de esas de trasquilar caballos que deja el pelo cortico y erizao, y uno de ellos dijo: «Mira, parece un gallo tuzao». Y hasta hoy…, como me pasé la vida metido entre gallos.
– Mi abuelo Rufino lo respetaba como gallero.
– Rufino era de los buenos. Aunque demasiado tramposo. No le gustaba perder.
– Él decía que para jugar, había que salir con ventaja.
– Por eso nunca peleó contra mis gallos. Yo sabía cómo hacía él para untar sus animales. Se ponía la vaselina en el cuello y mientras bañaban y pesaban a los gallos, tu abuelo se pasaba la mano por el cuello, como si le doliera, y luego cuando cogía al gallo, lo dejaba hecho un jabón… El coño'e su madre.
El Conde volvió a sonreír. Le complacía oír aquellas historias de su abuelo. Lo remitían a un mundo perdido que en el territorio libre de su memoria se parecía mucho a la felicidad.
– Y Hemingway ¿sabía de gallos?
– Claro que sabía… Yo lo enseñé -aseguró Toribio y trató de acomodar el esqueleto en el sillón-. Fíjate si sabía que cuando se fue de Cuba para matarse me dijo que cuando terminara el libro de los toreros iba a escribir uno de los galleros. Yo iba a ser el protagonista y él iba a contar las historias de mis mejores gallos.
– Hubiera sido un buen libro.
– Un buen libro, claro -aseveró el anciano.
– ¿Y él apostaba duro?
– Sí, duro, era un apostador nato. A los caballos, a los gallos…, y tenía suerte el muy cabrón, casi siempre ganaba. Pero después que ganaba, se emborrachaba y a veces gastaba y regalaba toda la ganancia. No le importaba el dinero, lo que le gustaba era la pelea. Tenía obsesión con las peleas y con el coraje de los gallos. Le encantaba ver que un gallo se quedara ciego de dos espolonazos y siguiera peleando sin ver al contrario. Eso lo volvía como loco.
– Era un tipo raro, ¿no?
– Un hijo de puta, ya se lo dije. Pa' mí que tenía el demonio dentro. Por eso tomaba tanto…, para calmar al demonio.
– Sí, seguro… ¿Y usted vivía en la finca?
– No, ninguno de los que trabajábamos con él vivía en la finca. Ni siquiera Raúl, que siempre estuvo con él y era como la sombra de Papa. A ver: menos Ruperto y yo, todos eran de por allí, de San Francisco. Y Raúl vivía muy cerca, casi a la salida misma de la finca.
– ¿Y por las noches él se quedaba solo en la casa?
– Bueno, solo no, con la mujer. Y allí casi siempre había invitados. Pero, al final, cuando Papa ya estaba viejo, a veces ella le decía a Calixto que se quedara de custodio en el portón de abajo o en el bungalow de los garajes.
– ¿Un custodio? Yo creía que él mismo hacía un recorrido por la finca antes de acostarse.
– Eso era si no estaba demasiado borracho, ¿no? Pero Miss Mary estaba más tranquila sí el custodio estaba allí…
El Conde sintió que algo no encajaba en su esquema: todo era más fácil sin aquel vigilante nocturno del cual nadie le había hablado, ni siquiera el sabihondo de Tenorio. Quizás la memoria de Toribio le fallara en este aspecto. Y por eso insistió.
– ¿Y quién era el que se quedaba de custodio en los últimos años de Hemingway?
Toribio abrió un poco más los párpados y trató de reenfocar la figura de su interlocutor. Parecía hacer un esfuerzo supremo.
– ¿Tú eres policía o qué cono?
– No, no, no soy policía. Soy escritor. Es un decir…
– Carajo, pues pareces un cabrón policía. Y a mí los policías me caen como una patada en el culo. No los resisto.