En calzoncillos, el Conde fue a la cocina, coló café, encendió un cigarro y observó la portada de la biografía, donde un Hemingway todavía sólido y seguro lo miraba desde una ventana de Finca Vigía. «Dime, muchacho, ¿lo mataste o no lo mataste?», le preguntó. Cualquiera que hubiese sido la intervención del escritor en esa muerte, aquél parecía haber sido el principio del terrible desenlace: sintiéndose acosado por el FBI y convencido de que lo acechaban la miseria y hasta un cáncer, el hombre duro flaqueó al fin y, como un pobre tipo cualquiera atacado de psicosis y depresión, cayó en una clínica en la cual, para hacerlo olvidar sus supuestos delirios y sus rampantes obsesiones -por Dios, tembló el Conde: ¿qué cosa es un escritor sin sus obsesiones?-, le aplicaron una tanda de quince electroshocks capaces de calcinar cualquier cerebro, lo llenaron hasta el cuello de ansiolíticos y antidepresivos, lo sometieron a una dieta inhumana e iniciaron su definitivo y brutal desplome. No era extraño que un personaje siempre ufano de sus heridas de guerra y acción escondiera su nombre al ingresar por primera vez en la clínica Mayo: ni un ápice de heroicidad había en aquella estancia hospitalaria, sino la evidencia de una devastación, empeñada en derribar hasta la única fortuna de aquel hombre: su inteligencia.
La sensación de impotencia y desvalimiento que debió de sentir el viejo escritor conmovían al Conde de un modo alarmante. Y pensó: así no da gusto. Era como pelear por la corona contra un punching bag: aquel saco inerte podía resistir algunos golpes, muchos quizás, pero era incapaz de responder a la agresión. Al menos para un trance así él prefería al americano grande y sucio, malhablado y borracho, prepotente y bravucón, que mientras se inventaba para sí mismo aventuras épicas, escribía historias de perdedores, afiladas y endurecidas, y ganaba con ellas miles de dólares, buenos para tener yate, finca en La Habana, cacerías en África y vacaciones en París y Venecia. Él quería enfrentarse al dios tronante, y no al anciano enflaquecido, desmemoriado por los electroshocks, a quien se le negaba todo lo que había sido en su vida y hasta lo que más había amado: incluso el alcohol y la literatura. Y con eso no se juega, concluyó el Conde, quien por sus propias afinidades y creencias no podía evitar ser solidario con los escritores, los locos y los borrachos.
Lo peor era que su poca lucidez, atormentada y final, Hemingway la dedicara a reprocharse derrotas y limitaciones. En sus últimas conversaciones de cuerdo asomaba una creciente tristeza por haber fracasado en la construcción de su propio mito, al punto de llegar a pedirle a sus editores, unos años antes, que eliminaran de las cubiertas de sus libros las menciones a sus actos heroicos o aventureros. La cíclica incapacidad sexual que lo agredía en los últimos tiempos también lo atormentaba, sobre todo cuando descubrió que entre Adriana Ivancich y la frustración debía optar por el olvido, y que era preferible ver pasar por su lado, sin lanzarse al ataque, la juventud pelirroja e inquietante de Valerie Damby-Smith… Pero además lo asediaba la culpa de haber preferido siempre la vida a la literatura, la aventura al encierro creador, con lo cual había traicionado su propio ideal de dedicación total a su arte, mientras en el mundo lo celebraban y lo conocían por ser una masa de músculos y cicatrices en perenne exhibición, capaz de posar entre modelos de Vogue y anunciar una marca de ginebra, de convertir su casa en viril escala turística para los marines de paso por La Habana, de vivir a la sombra de una fama equivocada y fútil, más propia de una vedette de la violencia en eterno safari que de un hombre dedicado a luchar contra un enemigo tan empecinado e inmune a las balas como son las palabras. Y ahora al campeón le faltaba el valor para resistir la vida en el mundo que él se había creado: al fin y al cabo, él mismo era un perdedor. Entonces empezó a hablar del suicidio, precisamente él, que había estigmatizado la memoria de su padre cuando éste optó por buscar la muerte con sus propias manos. El paladar: el paladar es el punto más débil de la cabeza. Un disparo en el paladar no puede fallar, y con la Mannlicher Schoenauer 256 en la boca comenzó a ensayar su propio final, a darle publicidad antes de su llegada. En sus años de policía al Conde le gustaba enredarse en casos como éste, donde se sumergía hasta perder la respiración y casi la conciencia, expedientes en los cuales se perdía al extremo de convertirlos en su propia piel. Después de todo, alguna vez había sido un buen policía, a pesar de su aversión por las armas, la violencia, la represión y la potestad otorgada a los de aquel oficio para aplastar y manipular a los otros a través del miedo y los mecanismos macabros de todo aparato de poder. Pero ahora, ya lo sabía, era la caricatura de un cabrón detective privado en un país sin detectives ni privados, o sea, una mala metáfora de una extraña realidad: era, debía admitirlo, un pobre tipo más, viviendo su vida pequeña, en una ciudad llena de tipos corrientes y de existencias anodinas, sin ningún ingrediente poético y cada vez más desprovistas de ilusiones. Por eso la posibilidad siempre latente de no llegar nunca a la verdad ni siquiera le molestaba: a esas alturas parecía ya imposible saber si Hemingway era o no el asesino, y en un sitio recóndito de su cerebro el Conde tenía la certeza de que sólo le importaba saberlo para satisfacer un persistente sentido de la justicia. Todo, en aquella historia, había llegado demasiado tarde, y lo más grave era que el último en llegar había sido él, Mario Conde.
Los ladridos exigentes lo sorprendieron en aquel foso de cavilaciones. Se ajustó el pantalón, mientras gritaba: «Ya voy, viejo», y por fin abrió la puerta de la terraza.
– Buenas tardes, ¿no? Cuánto tiempo sin vernos…
Su perro se había parado en dos patas y se apoyaba en los muslos del Conde, sin dejar de ladrar, solicitando algo más que palabras de reproche. El pelo, originalmente blanco y lacio, parecía una melcocha carmelita, y el Conde sintió su recia consistencia cuando acarició la cabeza y las orejas del animal.
– Por tu madre, Basura, estás hecho un asco. Hay amores que matan, ¿sabes?
El perro, agradecido por la caricia, lamió a conciencia la mano de su dueño. Era una vieja costumbre aceptada por el Conde desde la tarde de huracán durante la cual él y Basura se encontraron en la calle y concretaron su amor a primera vista, y él decidió llevarlo a su casa. Tal y como habían dispuesto, de mutuo y feliz acuerdo, el Conde haría desde ese día el papel de dueño, alimentaría a Basura siempre que fuera posible y lo bañaría cuando ya fuera inevitable (estaban ahora al borde de un momento así), mientras el perro ponía en la relación cariño y agradecimiento, pero no sus cuotas de libertad heredadas en sus genes de sato callejero.
– Sí, eres un buen perro. Un poco descarado, no cuidas un carajo, te me pierdes a cada rato, pero buena gente… Dale, vamos a ver qué hay para ti.
En el refrigerador encontró un poco de arroz, restos de un potaje de chícharos y el fondo de una lata de tronchos de macarela. El Conde vertió todo en la cazuela del perro, lo revolvió y lo sacó a la terraza, otra vez urgido por los ladridos del animal.
– Cono, viejo, espérate. Vaya, y buen provecho.
Satisfecho, el Conde vio comer al perro, que devoró hasta eí último grano de arroz. Luego, más calmado, bebió agua y3 sin transición, se dejó caer de costado y empezó a dormir.
– Qué tipo más zapatúo… Mañana te veo, tú -dijo el hombre y cerró la puerta.
Vestido y perfumado, como si fuera en busca de una novia, el Conde salió al vapor de la calle. Su proa apuntaba hacia la casa de su amigo, el flaco Carlos, porque necesitaba comunicar sus sueños truncados y sus elucubraciones y además llenar sus tripas, como Basura, y no conocía en el mundo mejor oído que el del Flaco y mejor magia gastronómica que la de Josefina, capaz de vencer a golpes de imaginación la dura realidad racionada de una isla rodeada, más que nunca, de agua salada por todas partes.