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– No se vaya, don Baltasar, que limpio a mi padre enseguida -dijo la señorita Bernabé-. Le aseguro que no me llevará más de un momento… Le limpio y acuesto y me vengo con usted.

Percibí una vaga súplica bajo aquellas palabras amables y logré controlar mis nervios. «Venga, venga, Baltasar: un buen detective no puede venirse abajo en los momentos cruciales», pensé, dándome ánimos.

– ¡Quédese ahí sentado, es una orden! -me dijo ella, sin perder la alegría-. ¡O entre en la cocina y hágase usted mismo otro poleo, hombre!

– Esperaré -le dije, intentando sonreír.

Cerré los ojos mientras la señorita Bernabé interpretaba toda la compleja escena de levantar a su padre del asiento y hacerle caminar sin perderle el respeto, hablándole siempre con ternura:

– Vamos, papá… el pie derecho… no, un poco más… cuidado ahora… vamos… ahora… así, papá… Si pones de tu parte será más fácil… así… ahora el otro pie…

Me quedé esperando en el saloncito, valorando las distintas posibilidades que tenía. ¿Qué debía hacer? ¿Cómo podía atraparlo ahora? ¿De qué forma impedir que consumara su espantoso crimen? Desde las habitaciones interiores me llegaba el ajetreo de la ropa y los gruñidos de Aparicio. Al cabo de un rato, la clarísima voz de la señorita Bernabé se alzó en falsete, llena de asco:

– ¡No, papá, deja eso! ¡No toques eso, papá…! ¡Te he dicho muchas veces que…!

Al pronto me asusté, pero inmediatamente supe a lo que se refería. Desde hacía tiempo era más que conocida la pésima costumbre del viejo (aunque disculpable por su abyecta senilidad) de jugar con sus propios excrementos. Más de un vecino de la calle Solar, a la que daba su dormitorio, se quejaba de que los lanzaba con diestra puntería por la ventana, que siempre dejaba abierta con tal fin, e iban a dar de lleno en objetos e incluso (alguna que otra lamentable ocasión) en las personas que en aquel momento fatal pasaban por allí. Era, en verdad, un hábito deplorable… ¡pero, después de mi descubrimiento, razoné que se trataba del menos peligroso!

Y sin embargo, ¿qué podía hacer yo? Me sentí de repente tan débil y solitario como la vieja gata Sarita, que en aquel instante salió de la cocina arrastrando su grotesco cuerpo por el suelo mientras me lanzaba un maullido quebrado. «Sí, ya lo sé… -pensé con tristeza-, ya sé dónde está el enemigo, pero ¿qué puedo hacer? Si tú, cuando olisqueas la caza, encontraras, en vez del ratón joven y pequeño, un perrazo viejo y enorme de afilados dientes, ¿qué harías?, ¿qué podrías hacer?»

La señorita Bernabé demoró, en efecto, poco tiempo, pero me halló en pie cuando regresaba.

– ¿Es que ya se va, don Baltasar?

– Sí, ya es tarde -dije-. Gracias por el poleo, señorita. Y por el rato de charla.

– ¡Por Dios que anda remilgado hoy! ¡No me dé más las gracias y vuelva mañana, que es lo que tiene que hacer!

Creo que fue su sonrisa lo que me hizo reaccionar. Me acompañó hasta la puerta para despedirme, y entonces, sin poder más, me volví hacia ella jugando nerviosamente con el ala del sombrero entre los dedos.

– Señorita… debo decirle algo.

– ¡Que me asusta usted! ¿Qué ocurre?

Todavía recuerdo su figurita sencilla, su cara asombrada de niña solitaria en un cuarto oscuro, de pie en el umbral, con la puerta de la calle abierta, ella de espaldas a la negrura de la casa y yo de espaldas a la luz de la calle. Cierro los ojos y vuelvo a ver esas imágenes.

– No ocurre nada, no se preocupe -la tranquilicé con una mentira-. Se trata de… su padre. Vigile a su padre, señorita.

– ¿Que lo vigile? ¡Poco vigilado que está! -sonrió-. ¡Ande, no se preocupe por él, que es usted más bueno que el pan…!

– No me preocupo por él sino por usted. Tenga cuidado con su padre.

– Verdad que debo tenerlo: el día menos pensado nos va a dar un buen susto…

– Dígame -la interrumpí-: ¿su dormitorio tiene pestillo, señorita?

Abrió sus bondadosos ojos azul oscuros, toda azorada.

– Sí… ¡Qué preguntas hace usted…!

– Eche el pestillo todas las noches, por lo que más quiera. Y abra la ventana: así podrá huir si es necesario. ¡Es muy importante, créame! Pero no solo eso: ¿sería posible cerrar la puerta de la habitación de su padre por fuera?

– ¡Cristo bendito! ¿Para qué?

– ¡No le deje salir de la habitación!

– ¿Salir? ¡Pero si no puede ni moverse sin mi ayuda…!

– ¡Hágame caso: no le deje salir, vigílelo, no lo pierda de vista en ningún momento, no le dé la espalda, no se duerma sin asegurarse de que él se ha dormido antes, aun así procure mantenerse despierta todo lo que pueda…!

– ¡Don Baltasar, por favor, tranquilícese!

Nunca olvidaré su mirada entonces: la misma que ponen las ovejas cuando las llevan, engañadas, al matadero.

– ¡Créame, se lo suplico! -rogué.

– ¡Bueno, bueno, no se preocupe, déjeme ahora, déjeme ya…! -dijo ella, apurada.

¡Demasiado bien conocía yo aquella manera de dirigirse a mí! En ella era infrecuente, sin embargo. Como vi que era inútil seguir insistiendo, y además estábamos llamando la atención de la gente, me despedí con una última reverencia, me calé el sombrero, di media vuelta y eché a caminar por la calle repleta de sol sintiendo escalofríos en las entrañas.

Como podrá suponerse, dudaba con toda razón de que la señorita Bernabé siguiera punto por punto mis instrucciones, así que decidí establecer mis propios turnos de guardia.

No fue tarea fácil: tenía que vigilar alternativamente la calle de la Cruz, a la que daba, como ya he dicho, la ventana del cuarto de la señorita Bernabé, y la del Solar, a la que daba el dormitorio de su padre. Pero puesto que pocas cosas se resisten a la voluntad humana, lo que parecía al principio no solo difícil sino imposible logré llevarlo a cabo con la determinación y firmeza de mis propósitos.

¡Veladas solitarias fueron ésas! Salía todos los días de mi caserón a eso de las once de la noche, con el fin de llegar sin apresurarme al pueblo, que ya estaba sumergido en la oscuridad y el vacío, los comercios, las ventanas y la mayoría de los ojos cerrados, salvo en las tabernas. Llegaba alrededor de un cuarto de hora después de haber salido, lo que no era mal ritmo, y me situaba, como el que no quiere la cosa, de pie en la misma esquina de Barracón desde la que había espiado la casa de Guernod, aunque ahora lo que vigilaba era el dormitorio de la señorita Bernabé. Habiendo decidido que más trabajos merecía el enemigo que el aliado, un poco después de las dos de la madrugada me mudaba a la calle del Solar y observaba desde la acera de enfrente la ventana del viejo, permaneciendo en aquel puesto el resto de la noche.

Arreciaba el frío a esas horas. Era abril, y los del sur, más aún los costeros, no estamos muy hechos al relente fuerte. Todavía peor fue que lloviese dos noches seguidas, justo antes de las procesiones, suceso maravilloso donde los haya en esta perdida aldea andaluza donde sobra el agua en el mar y falta siempre en el cielo. Pero todo supe soportarlo, incluso los chaparrones, que me pillaron desprevenido las dos veces en la calle Solar, sin paraguas e incrédulo, por lo que hube de refugiarme malamente bajo las delgadas cornisas de la casa de Huertas, el vecino de enfrente, tan aterido que hasta temblaba. Sin embargo, lo que son los afectos, el destino de la señorita Bernabé me parecía infinitamente peor que mis sufrimientos: «Pobre, pobrecita -pensaba-, no es culpable, no se lo merece, ha sido siempre buena y dulce… No se merece una muerte así… Todo lo que haga para impedirlo será poco».

Con la llegada de las procesiones mi vigilancia se hizo algo más cómoda. El gentío, los niños que se acostaban tarde y poblaban de gritos la noche, los trompetazos y redobles, las saetas lejanas que se cantaban en la plaza y, en fin, todos los acontecimientos propios de estas ceremonias, aliviaban un poco mi tormento: ¡hasta la simple presencia de la gente a nuestro alrededor logra consolarnos, aunque nadie nos haga caso! Además, en esos días dejó de llover y pude soportar mi vigilia con más facilidad.

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