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Ella, delante, cada vez más, se detuvo también y se volvió hacia mí. Apenas pude ver su cara entre la sombra de las olas cuando me gritó:

– Ven.

Y siguió avanzando. La obedecí (ahora lo sé) porque lo intuía. Y porque estoy maldito. Cuando la oscuridad completa la absorbió, su vestido blanco me ayudó a no perderla, y cuando de repente la perdí, en un momento de vacilante confusión, supe que estaba desnuda.

Seguí lo que ya era tan solo la sombra de su carne. Las rocas, resbaladizas, húmedas, estruendosas, detenían mi marcha. A mis pies, de repente, sobre una de ellas, su vestido blanco, como una medusa muerta. Más allá, como reacias a seguir, sus sandalias (figuras de piedra, rastros, migas de pan) y aún más ella, distinguible y concreta a pesar de su absoluta desnudez, como si su cuerpo fuera más intenso que su propia silueta, avanzando todavía hacia la punta del espigón, donde sombras y olas se agolpaban.

– Rocío -la llamé.

Pero siguió incólume su lenta (firme) marcha hacia aquel estrépito final. Y antes de que la oscuridad la envolviera del todo la vi despojarse de una última cosa que arrojó a las piedras mojadas, frías por el mar y la luna, frente a mí (¿lo sabías, pobre Rocío, y por eso no querías que siguiera tu sola figura?). No me sorprendió. No tuve que mirar (aunque lo hice) para saber lo que era aquel objeto final, enroscado, enredado en las piedras, aquellos cabellos rubios castaños, el último resto del disfraz.

Y supe con certeza quién me aguardaba en realidad, allí en las sombras.

NOTA FINAL DEL EDITOR: Aquí finaliza el manuscrito original. Como se sabe, el cuerpo sin vida de don Marcelino Roimar Ruiz, de treinta y cinco años de edad, médico sustituto de don Roberto Torres Berastegui, fue hallado el pasado verano en la playa de Roquedal, aproximadamente dos semanas después de su llegada al pueblo. Se determinó el ahogamiento como causa de la muerte. Las conocidas tendencias depresivas del fallecido, acentuadas tras su separación conyugal, hacen pensar en la posibilidad de que su fin fuera voluntario. Estos papeles se hallaron, íntegros, en la casa de Roquedal donde residió.

EL DETALLE

He hecho imprimir varios ejemplares de esta obra por si fuese de interés para el público. Aunque describo en ella acontecimientos reales que tuvieron lugar en mi pueblo hace diez años, he decidido contarlos siguiendo el patrón clásico de las novelas policíacas, con el propósito de entretener al siempre paciente lector. Por ello advierto desde esta nota preliminar que, bajo ningún concepto, se lean las últimas páginas antes de llegar al final: al igual que ocurre con la primera noche de amor, la resolución de un misterio requiere también del placer de esperar.

B. P.

Roquedal, enero de 1997

1 MUERTE DE JACINTO GUERNOD

Entre abril y junio de 1987 la peculiar investigación de dos asesinatos ocurridos en nuestro pueblo me mantuvo sumamente ocupado. La policía no practicó detenciones ni contaba, que yo sepa, con ningún sospechoso, así que tuve que encargarme personalmente del caso. Tras una ardua y esquinada (más tarde explicaré lo que entiendo por este término) labor detectivesca, mis naturales dotes, incrementadas por la experiencia, me llevaron primero a descubrir y después a capturar al escurridizo asesino y entregarlo sin demora a la justicia. He aquí la crónica, lo más completa posible, de los hechos tal como yo los recuerdo. Tenga en cuenta el indulgente lector que han transcurrido diez años, plazo que yo mismo me concedí para dar a la luz pública el caso, y que mi memoria, como mi perro, se resiente cada vez más del inexorable paso del tiempo y a veces no me es tan fiel como sería deseable.

Todo misterio requiere un comienzo, y el de éste, que no lo fue menos en ningún aspecto, tuvo lugar el día 8 de abril de 1987 a las 12.45 de la tarde, cuando murió Jacinto Guernod.

Repasando las notas que yo mismo tomé sobre la investigación, leo lo siguiente:

Martes, 8 de abril. Hoy ha muerto Jacinto Guernod, el dueño del taller de recambios Guernod situado a la salida del pueblo.

Investigar apellido. Qué apellido tan raro: Guernod.

Esta mañana, según testimonio familiar, se levantó mareado y no fue al trabajo. A las doce menos diez vomitó gruesas hilachas de sangre. A las doce y cuarto su panza se hallaba tensa como pellejo de tambor. A las doce y veinte, el doctor Torres, que había decidido en un primer momento su traslado a un hospital de la ciudad, cambió de opinión al comprobar la desesperada situación del enfermo.

A las doce y cincuenta, exactamente cinco minutos después de su muerte, supe que había sido asesinado.

Recuerdo bien ese día. Todos los días se parecen entre sí, como todos los hombres, salvo en un aspecto o dos, y yo recuerdo bien las diferencias de aquel día. Hubo nubes plomizas hacia el sur flotando sobre el mar y una brisa contradictoria que agitaba los faldones de mi chaqueta, o más bien la discusión entre dos brisas opuestas. Otra interesante coincidencia fue mi decisión de pasear en dirección al pueblo en vez de hacerlo hacia la carretera, el bosque o el cementerio, como en días previos. Escogí el lado izquierdo del arcén (previsora medida que siempre tomo) y caminé con toda la lentitud de mi bastón hacia las primeras casas, el sombrero bien encajado en la cabeza, el pañuelo perfecto albergando mi cuello, una camisa limpia y una cuerda nueva atando mis pantalones de pana. La flor en la solapa, por supuesto, completamente marchita.

Cuando pasaba frente al taller de Guernod me asedió el afeminado de Joaquín, el subalterno.

– Don Baltasar, buenos días.

– Buenos días, Joaquín.

– ¿Sabe que don Jacinto se está muriendo?

Por norma general, no suelo prestar mucha atención a los comentarios que me dedica la gente cuando voy por la calle, mucho menos a los de individuos como Joaquín el del taller: es imposible escuchar con respeto a un ser humano voluminoso, redondo y sucio como los neumáticos que siempre lleva bajo el brazo, con la voz estropeada de una vieja y la sonrisa torpe y constante, hecha para enfadar. Pero en aquella ocasión tuve a bien detenerme y observarle, tras ajustarme con un rapidísimo gesto el clavel de la solapa.

– ¿Don Jacinto? -inquirí.

– Que sí, que sí. Se ha puesto malísimo esta misma mañana. Todo el mundo se ha ido a su casa.

Yo derrochaba mi mirada sin pestañear en sus ojos bizcos triplicados por las gafas: suelo observar atentamente a mi interlocutor cuando me cuenta algo que considero de interés. Ensuciaba él mientras tanto un trapo menos negro que sus manos, y todo el mofletudo rostro le brillaba de betún.

– En fin, será lo que Dios quiera -añadió sin pizca de pena; su voz de alcahueta me ponía nervioso.

– Sí, será lo que Dios quiera -dije y seguí mi camino, al tiempo que oteaba el cielo.

Tengo escrito en mis notas sobre el caso:

Dos vueltas espirales y una negra oquedad central, como un moño de bailaora (?) o el humo fosilizado de un incendio del paleolítico (??): ésa es la forma que adoptaron las nubes esta mañana.

Investigar por qué. Descubrir relaciones.

Casi siempre continúo pendiente abajo por la calle Principal hasta las casas azules de la playa, doy la vuelta y regreso por el mismo camino o me detengo a tomar un poleo en el bar de la Trocha, pero aquel día decidí de buenas a primeras torcer por la primera esquina a la izquierda, la de los ultramarinos Pereda, y seguir por Barracón hasta las proximidades de la casa de Guernod. No me había mentido el mariposón de Joaquín: el portal de los Guernod se hallaba concurrido. Distinguí, de un primer vistazo, a Jorge Blázquez, vecino y amigo de Jacinto, al farmacéutico Juan Hernández, a Remigio el del puesto de chucherías y a la señora Aurora, muy bella siempre. Me conmovió observar también a la señorita Bernabé, asomada a la puerta del otro lado de la calle (vive enfrente), su bondadoso rostro expresando genuina preocupación. Iba y venía del portal de Guernod como un correveidile el astuto de Alberto Gracián, suplente irregular de Marta la ATS. Gracián murió por causas naturales (linfoma) hace ahora dos meses, y eso es lo único que me impide ofenderle como se merece en esta crónica: baste decir de tan sapiente enfermero que gracias a su influencia a punto estuvo el doctor Torres de promover mi ingreso vitalicio en un hospital. Las notas que tomé sobre el caso, sin embargo, quedan exentas de la obligación de respetarle, ya que fueron escritas mucho antes de que falleciera. Cito textualmente:

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