La culebra de pantano, la víbora de cara enrojecida de Alberto Gracián, se enroscaba entre los presentes.
– En cinco minutos tengo el coche listo y puedo llevar a Jacinto al hospital, Juan -le decía a Hernández en ese momento, no se cansaba de decirlo-. En cinco minutos puedo llevarle al hospital, que lo sepa el doctor Torres…
Se me ocurre al respecto esta estrofa:
Los Judas siempre están dispuestos a dar besos.
¿Será por eso que sus labios son tan gruesos?
Los labios de Gracián lo son, sin duda.
No añadiré nada más, por respeto a su memoria.
En un santiamén me deslicé entre el público que abarrotaba el portal y entré en el vestíbulo. Juan Hernández, el farmacéutico, se interesó por mí:
– Don Baltasar, no se quede en la entrada por si hay que sacar rápido a Jacinto…
– Pobre hombre, pero qué daño puede hacer -me defendió la señora Aurora, también a mi espalda-. Déjelo.
– No es que haga daño -replicó el farmacopola-, es que si se queda en la entrada y hay que sacar a Jacinto a toda leche, ya me dirá lo que puede pasar…
La conversación no me interesaba y penetré en la casa. Caminé por un oscuro corredor y percibí llantos y luz al final, a la derecha. «Primera pesquisa: suelo sucio y telarañas en las esquinas», anoté en mi cuaderno esa noche. Recordaba perfectamente aquel detalle.
En la habitación en la que entré -un dormitorio- había otras personas que al principio se disgustaron con mi presencia, pero un salto del moribundo les distrajo la atención y dejaron de preocuparse por mí. El doctor Roberto Torres se hallaba de pie en mangas de camisa, próximo al vientre de Jacinto; sostenía una bacinilla donde espumaba un caldo sanguinolento que contemplaba con suma concentración. «Zapatero a tus zapatos -pensé-, o cada cual a lo suyo.» Junto a él, una sombra arrugada y gemebunda palpaba meticulosamente las cuentas de un rosario diminuto: la madre de Guernod, la conocía bien. Remedios, su esposa, era aquí el correveidile e iba y venía de la habitación con diversos objetos, un vaso de agua, una cuchara, un pañuelo. Me pareció que se había tomado la agonía de su marido como una faena doméstica, algo así como poner la mesa para varios invitados. Había también dos pequeñas criaturas en un rincón, repletas de ojos y curiosidad, cuya única función, según deduje, consistía en generar alguna clase de controversia para aliviar el malestar de todos:
– ¡Llévense a estos niños de aquí, por Dios! -decía uno.
– Eso lo tienen que decidir los padres -replicaba otro.
– Son los sobrinos de Jacinto -intervenía un tercero en voz baja.
– ¿Y qué? ¿Es que tienen que estar aquí por fuerza?
– No queremos irnos -sentenciaba la niña, la más pequeña, una encantadora criatura de rizos morenos.
– A quien habría que llevarse -interrumpió el doctor Torres de repente con su impecable pronunciación castellano-manchega y su terso tono de voz- es a este hombre, y al hospital, pero…
No terminó la frase y nadie le ayudó a terminarla. Imponía un gran respeto ese «pero». Hasta la vieja detuvo las jaculatorias un instante. El vacío tras ese «pero» era el absurdo.
Dejé de prestarles atención, me quité el sombrero respetuosamente y me acerqué a Guernod, dedicándome a contemplar sus esfuerzos por convertirse en cadáver.
Sabido es lo difícil que resulta morir en la cama: se calienta la piel, se sufren espasmos cólicos, se suda, se pierde y recobra la conciencia, se delira, se cometen mil obscenidades, se soporta la compasión como un mal veneno. Había que reconocer que, para la vida tan superficial que había llevado, Jacinto Guernod no estaba componiendo una muerte demasiado mediocre: boqueaba como un pez fuera del agua y contemplaba el techo con ojos admirados, como si las grietas de cal formaran un hermoso fresco renacentista. Parecía afligido por una lucha en la que alguien muy querido por él -pero no él- iba perdiendo. «Segunda pesquisa -anoté más tarde-, imperceptible balanceo de la cabeza sobre la almohada que se correspondía con giros simétricos de los globos oculares. Una barca a la deriva. Y su mujer, Remedios, arqueaba las cejas continuamente. No es éste un detalle importante, sin embargo: lleva así las cejas desde que la conozco. Lo que me sorprende es que no haya sido capaz de modificar su expresión de costumbre ni siquiera frente a su agonizante marido… ¡Ah, los detalles!»
Conocía bastante bien a los Guernod. En Roquedal llamaba la atención su apellido, luego supe que el padre de Jacinto era francés. Se habían establecido en el pueblo a principios de los años sesenta: Jacinto, su mujer, su madre y su hermano más joven con su propia familia. Jacinto no había tenido hijos. Compraron un viejo almacén a la entrada del pueblo y lo transformaron en el primer gran taller de reparación de automóviles de Roquedal. Más tarde, el taller se prolongó con una pequeña tienda adyacente de venta de recambios para el motor. Jacinto trabajó duro y bien al principio, tuvo un operario, dos, después cuatro, y dejó de trabajar duro y bien. La riqueza y el ocio le acercaron a la bebida: bebió tanto o más que todo lo que había sudado en la vida. Era sabido que Remedios, a la que apodaban «la china» no solo por sus cejas arqueadas sino también por sus pequeños y lineales ojos, soportaba mal sus tremendas borracheras, en las que terminaba insultándola, incluso amenazándola, porque pensaba que se la pegaba con otros. Jacinto ya había tenido un patatús previo a causa del alcohol, y había sido ingresado en un hospital de la ciudad, pero a pesar de que el doctor Torres se cansó de prohibírselo, en su casa nunca faltaron las cervezas. Cuando el vino empezó a envasarse en cajas de cartón -¡triste ejemplo de este siglo de atrocidades estéticas!-, se cuenta que Guernod compró una docena a Pereda, el de los ultramarinos, diciéndole, por broma: «El doctor Torres me hizo jurar que en casa no entraría ni una sola botella, ni siquiera de gaseosa». Eso era parte de lo que todos sabíamos sobre Jacinto.
Dejé de contemplar el combate de Guernod contra su propio dolor para revisar atentamente la habitación. Un par de detalles previos -las nubes tórpidas sobre el mar, el polvo acumulado en las esquinas- me tenían inquieto. Decidí investigar esquinado.
Es hora de explicar lo que entiendo por dicha expresión. En un cuaderno muy anterior a estos sucesos escribí:
Investigar esquinado. Captura de los detalles con el reojo. Lazo visual para apresar pájaros imposibles que se posan un tiempo indeterminado en el alféizar de la atención. [Tachar lo previo. Muy cursi.] Observación paciente de aquello que nunca sucede o nunca termina de suceder. Espionaje de la vida.
Si uno se lo propone, puede ver crecer las hojas de un árbol.
Mi afán de cultura me lleva a rastrear la bibliografía: los hindúes dicen que la naranja está ya en la hierba o se halla a punto de caer de la rama, pero que nunca la vemos caer.
Sin embargo, investigar esquinado es ver caer la naranja.
Pasé por alto los detalles preliminares: espacio no demasiado reducido para un dormitorio, ventana con postigos y visillos, lámparas en el techo y en la mesilla de noche, dibujo a tinta de la Virgen del Gato de Roquedal en la cabecera, bajo un crucifijo grande, diez personas en la habitación -el moribundo no cuenta-, dos de ellas niños, otras dos ancianos, el resto edad intermedia, la mitad llorando, los demás no. Los que no lloraban: el doctor Torres, Remedios «la china», esposa de Guernod, los dos niños y yo -el moribundo no cuenta-. Eso era el anecdotario de costumbre, el racimo de eventos innecesarios.
Ahora bien, sobre la mesilla de noche se alineaba un pequeño escuadrón de fotos antiguas de diversos tamaños, enmarcadas y orladas por el vaho de los viejos clichés. Todas mostraban al mismo niño: el niño con sus padres, el niño con sus abuelos, el niño de primera comunión, el niño en solitario. Guernod, sin hijos, se había refugiado en la contemplación de su propia infancia. junto a los retratos había dos rosas: una se ocultaba entre los marcos, la otra mostraba el laberinto de los pétalos.