Sospeché que no deseaba compañía, pero la necesidad de una excusa me dejó allí clavado.
– Entré en la discoteca y te vi -le dije-. Como saliste con tanta prisa pensé que te pasaba algo. -Confié en su adolescencia para que no se burlara de la estupidez de mi explicación. No lo hizo pero tampoco me ayudó: permaneció allí, clavada también, mirando a la nada.
– Escucha -dijo de repente.
Escuché. Había sonidos lejanos, confusos, una mezcla de paz y sucesos distintos, sin nombre: una música (la de la discoteca), la brisa, una amalgama de ladridos en algún sitio y quizá (pero creo que sí) la presencia del mar.
– ¿Lo notas?
– ¿Qué?
Ella me miró de nuevo, como sin voluntad.
– Pues no sé. Nunca hay silencio, ¿no te parece? Cuando hay silencio no lo hay. Aquí en Roquedal es fácil saberlo.
Creí comprender lo que decía y asentí. En la ciudad los ruidos nos hacen pensar que el silencio es siempre la nada. Pero aquí, en Roquedal (lo noto ahora), el silencio está lleno. Iba a decirle esto cuando comprendí, al mirarla, que no me escucharía. Algo descendía por sus mejillas, brillante, lento, sin un murmullo.
– Lo siento -dije-. A lo mejor quieres estar sola.
Me llamó la atención su forma de llorar, como si algo dentro de ella no lo permitiese y las lágrimas escaparan rebosando sin querer. No había espasmos en su cuerpo, no había gestos. Era un llorar sin ayudas, sin señales que lo traicionaran, lento y denso, sin inteligencia. Parecía estar frente a alguien que le ordenaba no hacerlo y ella, de puro despecho, lo hacía, o se aguantaba hasta no poder más y al llorar se desmentía diciendo: «No lloro, me estoy llorando sin poderlo evitar. Míralo».
La dejé un instante en ese estrecho silencio y la envolví en un abrazo.
– Bueno, bueno. Ya vale. -Notaba su pelo junto a mi rostro, su olor a jabón-. Has tenido un disgusto con alguno, ¿no? Ya se acabó.
Su forma de mirarme entonces, adulta, contenida, los ojos grandotes y húmedos, el entrecejo clavado débilmente en un gesto de tristeza y preocupación, me hizo saber que aquella niña podía convertirse en una obsesión. La dejé y me aparté, temiendo que se hubiera ofendido.
Pero entonces dijo:
– Vete del pueblo, Marcelo.
– ¿Qué?
– Ten cuidado. Mejor harías en irte.
– ¿Por qué? ¿Qué ocurre?
– Vete, Marcelo. El pueblo no es bueno para ti.
– ¿Te refieres a Roquedal o a Estío? -pregunté tontamente.
El impacto de esta tontería pudo ser una piedra sobre ella. La vi retroceder, huidiza como un fantasma, mientras me miraba con los ojos tan abiertos como bocas gritando. Por primera vez algo (¿en lo que dije?) había hecho que sus labios se despegaran trémulos y alguna emoción terrible saltara sobre su rostro, aferrándolo. La oí murmurar:
– Dios mío.
Y seguir alejándose de mí, trastabilleando con las piedras por no mirarlas, como si solo yo existiera, o solo mi rostro, flotando ante ella. Murmuró, otra vez:
– Dios mío.
No entendí lo que pasaba. He llegado a pensar que está enferma, porque su reacción fue sorprendente, pero aún lo fueron más sus palabras después, cuando se alejaba (aún murmurando):
– Marcelo, Dios mío, vete mañana mismo, Dios mío, no sabes…
Y echó a correr por fin con una soltura extraña, como si su atractivo fuera irrenunciable. Solo se volvió una vez, al final de la callejuela, para gritarme, solitaria como una gata:
– ¡Vete de aquí!
Y se perdió mucho más rápida que su imagen: aún la seguí viendo cuando ya no estaba. Se fue antes que su presencia, la calle la contuvo un momento más, dejó como un eco ligero de ella, antes de aparecérseme por fin vacía.
He llegado a la casa azul, he cenado y no he podido dormir. Y ahora, de madrugada, terminando el recuerdo escrito de este día, sigo insomne. Rocío es extraña. ¿Qué ha podido ocurrirle? ¿Por qué dice que debo tener cuidado? ¿Y qué le asustó tanto cuando le mencioné el nombre de Estío (¿quizá el mismo nombre?), esa broma absurda de los niños de ayer?
Termino y me voy a la cama, aunque sé que mis pensamientos me mantendrán desvelado un rato más.
3
¡Dos días sin escribir y tantas cosas! O quizá ninguna, todo depende de mi punto de vista y de mi juicio. Y ojalá que ninguna, porque estoy inquieto por la seguridad de ambos (me parece estar enfermando, como cuando Mariela me dejó). Y sin embargo, ayer nada lo presagiaba.
Me desperté ayer sin resabios extraños, inundado de ganas de empezar, olvidados o en trance de olvidar mi error óptico del día anterior y las locuras adolescentes de aquella niña (es la envidia seguramente la que me hace llamarla así: es más adulta que yo) y su repentino e incomprensible pánico. Me estrené de nuevo en mi consulta con bastante éxito. Fue satisfactoriamente breve: pacientes escasos y fáciles, revisiones en su mayoría. En los largos intermedios hasta la hora de cierre pude charlar con Marta. Su perspicacia parecía ser contagio de la de Carmen, porque retomó el tema dejado caer levemente el día anterior con una facilidad exenta de brusquedades:
– No me explico, y perdóname, cómo te pasas los veranos en estos pueblos sustituyendo a los colegas. ¿Y el resto del año?
– Me gusta trabajar en las vacaciones de los demás -le expliqué-. Particularmente en los pueblos. Eso es lo que hago todo el año.
– ¿Y nunca has trabajado en un hospital?
– Bueno, sí. Hace algunos años.
Quedó en silencio, ávida de mis explicaciones. Decidí complacerla a medias, porque qué más da. Jugué un poco con el bolígrafo sin punta trazando surcos invisibles en la mesa. Ella me miraba y yo miraba sus manos aguardando pacíficas, encadenadas con pulseras gruesas a cada lado.
– Pedí una excedencia. El hospital te exige mucho y yo llegué a un punto en que… Bueno, me fundí. Me recomendaron un descanso y me lo tomé.
– Hiciste bien.
Hasta ahí todo era verdad. ¿Para qué continuar? Ella parecía satisfecha e incluso agregó algo que evidenciaba que su preocupación fundamental no era precisamente mi vida privada:
– Yo también pediría una excedencia.
Lo dijo como si se tratara de pedir sin ganas, a sabiendas de que da igual.
– No te sientes muy a gusto aquí, por lo que veo.
– Estoy a gusto, pero es distinto. Roquedal es -pensé que diría «precioso» y me felicité- precioso, pero…
– Muy pequeño.
– Tampoco es eso. Me siento a gusto precisamente porque es pequeño. Lo que ocurre es que a veces me parece justo lo contrario: es tan grande que nunca llegas a irte del todo de él por mucho que camines. -Rió esplendorosa y su pecho volvió a bailar, ceñido-. Quiero decir que cuando vives en él mucho tiempo, llegas a profundizar. O sea, te parece todo igual, pero nada lo es: cada cosa es diferente, cada historia distinta, cada persona… ¡llegas a conocer a cada persona! Sus vidas, sus propias historias. Llegas a pensar que la impertinencia es inevitable, porque ellos están en ti lo mismo que tú en ellos, y cada vida parece… pendiente de las otras. Al final todo resulta tan complicado que ansías la soledad pequeñita de la gran ciudad. -Volvió a reír y descubrí que lo hacía sin ganas y sin fe, como enseñada desde muy niña a que la risa y la alegría nunca van juntas-. No sé: es como mirar por un microscopio. ¡Las cosas pequeñas son terriblemente complejas cuando las detallas!
– Así que ambos huimos de lo mismo desde sitios opuestos -le dije-. ¿No será que la complicación está en nosotros?
La idea pareció gustarle: jugó con ella mirando hacia el techo con sus ojos pequeños, las manos ondulantes expresando ya su opinión antes de hablar. Parecía una gatita luchando por desovillar una madeja de lana más grande que ella.
– No sé, no sé -dijo-, puede ser. Quieres decir que tú también huyes de la complicación, pero en este caso de la que hay en la gran ciudad, ¿no? Pero no es eso lo que he querido decir: la complicación de Roquedal es diferente. El pueblo en sí es diferente: no hay dos esquinas iguales, dos calles semejantes, no sé…