Sarita, la gata, más fea que de costumbre, instalada en un rincón del suelo de la cocina, me miraba con los ojos de ópalo sabio de los felinos viejos. Anoté esa noche en mi cuaderno:
Importante hallazgo. La gata me avisó. Sus ojos, planetarios, se hallaban partidos por los husos negros de la rueca del destino, como ayer la luna. Investigar relaciones con la oquedad central de las nubes.
Mientras la señorita Bernabé regresaba a la cocina y cerraba la puerta, entré en el saloncito y me senté junto a la mesa camilla, no sin antes saludar cortésmente al viejo Aparicio, que no me contestó.
Llevaba tiempo sin verle, y reprimí una mueca: como el que se olvida un trozo de queso fuera del refrigerador y lo halla, al cabo del tiempo, peludo de gusanos. Aparicio parecía poseer una vejez infinita: era calvo y arrugado como la cera que se derrite para enfriarse después en la base de la vela; se encogía sobre la eterna mecedora hasta el punto de que los hombros competían en altura con la cabeza; las manos, muy grandes, eran la otra parte visible de su piel: la derecha lucía unas uñas ominosamente largas, de puntas casi negras (en una pelea a zarpazos, a buen seguro que Sarita habría perdido); tenía la mirada, como toda la expresión, enfundada en maldad. «Dios mío -pensé-, ¿y con este engendro vive esta pobre mujer?».
Allí estaba, silencioso e inmóvil en su mecedora, hundido en su propia ropa pero con las manos -sobre todo la derecha, de uñas largas y negras- totalmente al descubierto. Menos obsceno me habría parecido que enseñara el resto del cuerpo. Tras él se alineaban, en una estantería que llegaba hasta el techo, incontables frasquitos etiquetados y bolsas de plástico con hierbas. Ver a Aparicio allí sentado me hizo pensar en un viejo y carcomido tronco plantado en mitad del bosque.
Dejé de mirarle para concentrarme en lo que tenía que hacer. ¿Cómo exploraría el dormitorio de María Auxiliadora sin despertar sus sospechas? Los acontecimientos posteriores me evitaron aquel trance… ¡pero no sé si hubiera sido preferible! Transcribo lo que anoté en el cuaderno más tarde:
Llegó la señorita Bernabé con dos infusiones. Me sirvió el poleo y se sentó junto a su padre para darle de beber un té de hierbas amargas que, según me explicó, era bueno para los riñones. Por su actitud de adoración al inclinar el vaso para que Aparicio sorbiera, diríase que se trataba de una indígena ofreciendo su tributo diario al ídolo tallado en piedra. Mientras tanto, no dejaba de hablarme:
– Es un niño malcriado -prrttz, sorbía el viejo-, hay que dárselo todo aunque sepa coger algunas cosas, ¿verdad que sabes, papá? -prrttz, sorbía el viejo-. Claro que sabes, pero estás muy mimado… ¿Qué va a pensar don Baltasar de ti? -prrttz, sorbía el viejo.
Bebí mi poleo respetando el repugnante ritual. Cuando Aparicio terminó su té -un gruñido indicaba que no quería más-, la señorita Bernabé pasó a hablarme del ramo de flores que le ha encargado don Fernando el párroco para el paso de la Virgen del Gato este Viernes Santo. Se ilusiona con esa labor.
– ¿Qué flores usará, si no le importa decírmelo? -pregunté enseguida.
– Violetas, por supuesto -contestó-. ¿Qué otro color va a ser mejor para Nuestra Señora en su infinita tristeza?
Y por la manera en que decía aquella palabra -«tristeza»-, bajando la cabeza y situando los ojos lejanamente azules en un punto vacío, no parecía sino que hablaba de ella misma y que aquel precioso ramo que tanto la ilusionaba estaba destinado a su propia tumba.
No se me ocurría ninguna excusa plausible para registrar su dormitorio, ya que no podía contarle la verdad; decirle, por ejemplo: «Perdone, señorita, pero, si no le importa, voy a entrar en su cuarto para buscar una araña negra tan grande como mi mano, repleta de veneno y de malas ideas, que pretende asesinarla a usted. Ahora mismo vengo». Empecé a echar incómodos vistazos hacia la cocina, que, como he dicho, era el único acceso a su habitación, pero como eso tampoco servía de nada, mi inquietud fue en aumento. Ella, que lo notó, equivocó mi malestar:
– Pero ¿qué le pasa? ¿Tiene frío? ¿Cierro la ventana?
– No, no, gracias. Estoy bien.
– La voy a cerrar de todas maneras -dijo al tiempo que lo hacía; volvió a sonreírme encantadoramente y me guiñó un ojo-. Es que, no sé si lo sabe, pero aquí, al «niño», no le gusta que la ventana de la salita esté abierta ni siquiera en verano. ¿A que no, papá? -El viejo no dijo nada; seguía mirándome con desprecio-. ¡Pero la de su cuarto bien que le gusta tenerla abierta! ¿Usted lo entiende? Las manías que le dan. Se queja de todo: del frío, del calor… Quiere vivir tapadito por las mantas como un bebé. ¡Está tan mimado…! Y eso sí: que no lo dejen solo ni un momento. No sé cómo no ha protestado al verme entrar en la cocina. Por las tardes, cuando me pongo a trabajar en las hierbas y a guisar, tengo que llevármelo un ratito y sentarlo en la cocina, conmigo, ¿se lo puede creer? ¡Como yo le digo: pero papá, si la casa es tan pequeña que abres un ojo desde la cama y ya me ves! -Se echaba a reír mirando al viejo para buscar su agrado; pero Aparicio me observaba solo a mí, con los ojos muy fijos y muy fríos como dos trozos de hielo negro-. Pues nada: hay que estar a su servicio. ¡Ah, a usted también le parecen mal esas uñas…!
Me sorprendió este comentario y me estremecí como si despertara de un sueño: era cierto que había estado contemplando, de hito en hito, la enorme mano derecha de Aparicio.
– ¡A que sí! ¡Dígaselo, dígaselo de una vez, a ver si a usted le hace caso! ¿Será posible que no me deje cortarle las uñas de esa mano? ¡Cómo se pone…! ¿Le parece bien que un señor tenga las uñas tan largas?
– Claro que no -murmuré.
– ¿Has oído, papá? ¡Que a don Baltasar no le parece bien que te dejes así las uñas! Es una vergüenza, ¿verdad? -volvió a guiñarme un ojo.
– Es una vergüenza -repetí como un autómata.
– ¡Qué maniático se ha vuelto! ¡Si yo le contara…!
Me contó algo realmente, pero yo dejé de oírla. Reclamaba de nuevo mi atención aquella tremenda mano derecha de venas gruesas, vello retorcido y lunares de vejez.
Aquellas uñas largas y negras.
Roc, roc, roc-roc. Las uñas golpeaban el brazo de la mecedora como cuervos picoteando un árbol. Ahora me percataba de que Aparicio no había dejado en ningún momento de producir aquel ruido: Roc, roc, roc-roc, dos arañazos sueltos seguidos de dos rápidos. El movimiento de sus dedos era como un tic, tan frecuente a esas edades, inevitable y preciso. Decidí investigar de forma esquinada la extraña mano y su rítmico aleteo.
De pronto comprendí la horrible verdad.
El espanto me erizó los pelos del cogote. «¡Increíble añagaza, astuto y siniestrísimo enemigo!», escribí esa noche. «¡Ya no es una araña; ha dejado de ser una araña y ahora es…!»
– Don Baltasar, ¿se me pone usted malo? -La señorita Bernabé me observaba con preocupación.
Un gruñido del viejo me salvó de contestar. Después anoté: «¡Concordancia exacta! ¡Voz ronca, vacía, amenazadora…! «Me has descubierto.» Eso decía el gruñido.
– Sí, papá. Es don Baltasar, ¿no lo reconoces?
Otro terrible gruñido.
– No sé lo que dices, papá…
Otro gruñido más fuerte y prolongado.
– Papá, no te entiendo. ¿Qué quieres? -La señorita Bernabé buscó mi comprensión con la mirada-. ¡Siempre igual: pide mucho, pero hay que saber chino para entenderle, pobrecito! ¿Es agua, papá? ¿Quieres agua?
Otro gruñido. «… "Te quiero a ti." Eso decía el gruñido.»
– ¿Tienes frío? ¿Te acuesto…?
«… "Quiero tu vida joven." Eso decía el gruñido.»
– ¿Es que… te has manchado?
«… "Tu corazón tras las rejas. Quiero tu corazón de niña." Eso decía el gruñido.»
Me levanté de un salto, incapaz de proferir palabra. Qué duda cabe que yo había escuchado los mismos sonidos infrahumanos que la señorita Bernabé, pero en mi imaginación, enfebrecida por el terrible hallazgo, se me antojó que formaban aquellas frases.