Finalizaba mi guardia cuando advertía en el horizonte firmes propósitos de amanecer, y regresaba, cansado pero satisfecho como un ejército que acabara de librar una durísima batalla en la que hubiera resultado victorioso, a mi solitario y frío caserón. Así, día tras día, noche tras noche, levantándome con los ocasos, acostándome al alba, era natural que me preguntase cuánto más aguantaría mi cuerpo, cuánto más tendría que sacrificarme por la preciosa vida de aquella bondadosa mujer. Y no menos natural era concluir que estaba destinado al fracaso, porque los seres humanos podemos, de vez en cuando, enfrentarnos a lo imposible, pero nunca a lo infinito.
Noches antes del día de la tragedia, aunque posteriores al Viernes Santo, mi enemigo decidió decirme «aquí estoy», por si acaso yo lo había olvidado.
Las guardias habían vuelto a ser aburridas tras el ajetreo de las procesiones, pero, por lo menos, ya no llovía. Y como la costumbre es gran maestra y experta entrenadora, ya no me costaba tanto esfuerzo permanecer vigilante hasta que el clarear de las nubes me relevaba. Durante todo aquel tiempo, dicho sea de paso, no había percibido nada raro ni en el cuarto de la señorita Bernabé ni en el de su padre, y casi empezaba a albergar la esperanza de que mi asesino se lo hubiese pensado mejor al ver mi inquebrantable tenacidad, y hubiera elegido otra víctima. Pero, ay, de qué forma aquello que deseamos se convierte en el espejismo de un hecho: porque lo cierto era que mi enemigo poseía, al menos, tanta tenacidad como yo, y dos o tres noches después de Semana Santa pude comprobarlo.
Sucedió cuando vigilaba el cuarto del viejo, un poco después de las dos de la madrugada. No hubo preámbulos que me alertaran, no hubo ruidos ni visiones fantasmagóricas. Fue un acontecimiento en apariencia muy natural y, sin embargo, tan espantoso que, al pronto, incluso perdí el habla y la capacidad de reaccionar.
Ocurrió, simplemente, que el viejo surgió de la oscuridad de su cuarto y se quedó de pie tras la ventana entreabierta mirándome en silencio, muy quieto, como había hecho días antes en su casa.
Eso fue todo, y, sin embargo, incluso ahora, diez años después, la carne se me pone de gallina al recordarlo. Ni sé cómo tuve valor para quedarme tan quieto como él y desafiarle con la mirada. No digamos para hablarle, como hice la noche siguiente, cuando volvió a repetirse el suceso.
En realidad, Aparicio no hacía nada salvo permanecer inmóvil durante un rato observándome igual que yo a él, aunque no igual, porque él lo hacía desde la muerte y yo desde la vida, él desde el crimen y yo desde la justicia: un abismo sin fondo separaba nuestras miradas. Después, como si supiera que ya me había advertido lo suficiente, se retiraba tan tranquilo y regresaba a la oscuridad del dormitorio. La primera noche, el horror que sentí no me permitió más que breves exclamaciones, como quien intenta espantar a un tigre con piedras:
– ¡Sal…! ¡Fuera…! ¡Vete…! ¡Ya…! ¡No…!
«¿Y si avisara a la señorita Bernabé? -pensaba-. Así podría comprobar que no miento. Ya que cree que su padre no puede caminar sin su ayuda, se convencería por fin de que…» Pero, sobrecogido por las contradicciones, rechazaba la idea enseguida: «No, sería inútil: porque en realidad ella tiene razón y su padre no puede caminar. No es su padre lo que ahora estoy contemplando. No sirve de nada explicarle a un niño pequeño lo que es el mal. De nada sirve razonar con un loco, si se es cuerdo, ni delirar con un cuerdo, si se es loco. No: cada cosa requiere su orden, y cada tarea su persona». De tal forma razonaba para conjurar el miedo.
Y, a la noche siguiente, decidí demostrarle a mi asesino que yo tampoco me rendía. Cuando el viejo apareció con su cráneo descarnado de cal viva y sus arrugadas zarpas por el hueco rectangular de la ventana, iluminado apenas (pero lo suficiente) por el resplandor de las farolas, reuní todo el valor que jamás he tenido ni volveré a tener para espetarle:
– ¡Déjala en paz, muerto en vida! ¡No te atrevas a tocarla! ¡Vete de esta casa de una vez! ¿Crees que me vas a derrotar? ¡Aquí me tienes! ¿Aguantarás más que yo? ¡Ya veremos! ¡No te sientas tan seguro, que te conozco! ¡Yo, entre todos los seres que destruyes, te conozco…!
No se dio por aludido mi enemigo: solo me miraba; y ni siquiera tenía yo la completa seguridad de que lo hiciera, porque no veía sus ojos sino las borrosas cuencas donde, sin duda, estarían enterrados, negras y frías como el anuncio de nuestra muerte. Pero, a pesar de que yo no alzaba mucho la voz por temor a despertar a los vecinos, sabía perfectamente que me estaba oyendo.
– ¡Mataste a Jacinto Guernod, y eso estuvo mal, aunque quizá aquel borracho se lo merecía…! ¡Pero déjale otra oportunidad a la señorita Bernabé! ¡Permítele disfrutar de la última juventud que le queda, demonio repugnante…! ¡Te juro que si le haces daño lo lamentarás hasta el último día del infierno, palabra de Baltasar Párraga…!
Estas bravuconadas grité, u otras similares, y, tras ellas, mi adversario retornó con absoluta calma a la oscuridad del dormitorio.
Tengo por muy honroso declarar que, de no haber mediado causas mayores, mi voluntad no hubiese sido nunca responsable directa de lo que ocurrió, e incluso, quién sabe, quizá hubiera podido resistir muchos días más hasta agotar la paciencia o las energías de mi asesino.
Pero lo que se agotó fue mi cuerpo. Y es que tantas noches de guardia, tantas imaginarias pavorosas, y sobre todo la maldita lluvia que había soportado, pasaron factura a mi organismo y cogí, al día siguiente de desafiar al monstruo, un mediocre constipado, impropio de un héroe detectivesco, que, mal atendido, se transformó en una seria infección bronquial. Esto no es saludable para nadie, pero lo era mucho menos a mi edad, así que tuve que guardar cama una única noche, entre la fiebre, el delirio, la soledad, los temores y la tos, que no era poca. Debido a no tener teléfono en casa ni siquiera pude recibir la ayuda, innecesaria la mayor parte de las veces, del doctor Torres. Fue una sola noche, pero bastó.
Al día siguiente abrí los ojos ya bien entrada la mañana, me sentí un poco mejor, me levanté y me asomé por la ventana del dormitorio. Se me figuró que era el día más espléndido que habíamos tenido hasta entonces en aquella inestable primavera, y pensé: «¡Una noche sin vigilancia! ¡Qué desastre! Pobrecita, pobre chiquilla…».
Me vestí apresuradamente, sin dejar de toser y expulsar flemas, más inquieto conforme más bella se iba poniendo la mañana, y salí corriendo hacia el pueblo.
Llegué fatigado y jadeante, pero a tiempo de ver cómo sacaban el cadáver de la señorita Bernabé en unas parihuelas y lo metían a toda prisa en una inútil ambulancia. El color de sus ojos, espantosamente abiertos, parecía haberle teñido todo el rostro como tinta derramada: tenía la cara azul oscura y unas manchas rojas en las mejillas como un sedimento de sangre. La boca estaba deformada por el gran susto de la muerte. Por lo demás, era la misma: el mismo moño gris con pinzas, el pañuelo de lunares e incluso la espiga trigal prendida a la rebeca balanceándose con los vaivenes de la camilla. Dos enfermeros la transportaban y un tercero cubrió con la sábana la flagrante injusticia de su pobre rostro. Había también guardias civiles y un par de bomberos. La casa se hallaba abierta y ventilada, pero aún era posible oler a gas.
– ¿Cómo ha podido ocurrir? -decía un vecino de los muchos que se agolpaban en la puerta.
– El tubo de goma del butano se partió -intervino otro- y, como la casa es tan pequeña, su habitación se llenó de gas enseguida; la pobrecilla, que estaba durmiendo, no se despertó más…
– ¡Yo la había visitado varias veces! -decía otra vecina-. Es verdad que la casa es pequeñísima, y la pobre dormía junto a la cocina…
– Qué horror.
– La gata también está muerta.
– Qué desastre, Dios bendito.